Berserker
Puta vida, tete Por Aarón Rodríguez
In my eyes you'll see the way it used to be
Take a look and see the light still shines in me
01.
Avisaremos, para no herir la sensibilidad del apreciado lector y la amada lectriz, de que todo el presente texto se apoya en un gigantesco spoiler: Hay una idea terrible, de una gravedad enfermiza, que atraviesa Berseker de punta a punta. Lo que mata a los miembros del grupo de amigos protagonista no es simplemente la locura provocada por un cierto virus. Es la lucidez ante el fracaso.
En los últimos minutos de la cinta, un personaje levanta ante nuestros ojos la fascinante teoría de que la evolución de los cuerpos ocurre, en realidad, mediante infecciones. Y que esas infecciones, a su vez, si volvieran, podrían ayudarnos a desvelar el tremendo contorno abrasivo de la realidad en la que habitamos. Lo que los infectados descubren en la última cinta de Pablo Hernando es a la vez tan nebuloso y tan concreto como esa confesión final, nunca pronunciada, de una inmensa potencia elíptica, con la que se cerraba Martyrs (Pascal Lauiger, 2008).
Y sin embargo, la cinta es extraordinariamente concreta. Detrás de las espigas de trigo, los gps, las instalaciones secretas y toda la tramoya del thriller, lo único que queda es el fracaso. Personajes que estaban prestos a rendirse. Y que, precisamente, porque supieron de su fracaso, se volvieron completamente locos.
02.
Viendo Berserker recordaba al bueno de David Castillo, un antiguo colega del colegio. Todos sabíamos que lo iba a petar. A veces miras simplemente a un niño y tienes la certeza de su éxito. Su padre trabajaba como comercial de lujo para unos grandes almacenes en los países asiáticos y le traía flamantes equipaciones deportivas de importación. Su madre había sido niña bien y después modelo de la derecha durante los últimos años del franquismo y organizaba clases de inglés improvisadas en su salón para todos los niños del lumpen ochentero que no teníamos pasta para academias ni para ordenadores.
David Castillo fue el primero en irse a fumar con los repetidores de 5º de la EGB, y unos meses después, se embarcó en una meteórica carrera hacia el éxito. Camisa Lonsdale, zapatillas Timberland, se rumoreaba que la puritana de pechos florecientes le había masturbado sorprendentemente en los retretes del cuarto piso, tanganas con los pijos del Sagrado Corazón, ceja rota y felación triunfal, reservado en Kapital y esta ronda la pago yo. Con 14 se iba de cubatas con su viejo y con 15 había fornifollado con señoritas que estaban a punto de terminar la carrera. Sobre todo, señoritas que estudiaban Ade y Derecho por la privada, todo hay que decirlo.
El mundo era suyo.
Luego el tiempo pasó, como pasa siempre.
03.
Una gran parte del cine americano se niega en redondo a encarar la problemática del fracaso. Después de todo, para eso ellos han creado un lenguaje audiovisual concreto y han invertido millones y millones en hacerlo cristalizar en toda su potencia. El fracaso es el gran terror que atraviesa la propia escritura del bigger-than-life de Hollywood, y por eso a cualquier espectador lúcido le cuesta contener las náuseas ante productos tan repugnantes como En busca de la felicidad (The pursuit of Happiness, Gabriele Muccino). El fracaso es en Hollywood una suerte de mancha en la ropa interior del alma, el gran gatillazo imposible de rodar, una impotencia, una flaccidez que no saben cómo incorporar en el interior de la cámara.
Sin embargo, es impresionante cómo Pablo Hernando ha sabido convertir esta idea central con una extrema inteligencia en recortes del mundo. Un hombre atraviesa la ciudad abrazado a una bolsa de patatas que parece un cadáver. Estanterías de IKEA que se agolpan en pisos minúsculos, compartidos, pequeños habitáculos en los que las pacientes hormigas del capital laboran y se clavan el alfiler de la tristeza. Profundos imbéciles que van a comprar libros sin saber el título, como con desgana y mala ostia, y que serán los mismos que presumirán después –esto Hernando no lo dice, lo digo yo- de haber leído mucho.
Hay una escena fantástica en la que Julián Génisson vaga como una especie de cadáver por la planta industrial en la que se imprime su libro. Todos sabemos ya que la historia es una mierda, que será el último clavo en un ataúd que lleva probándose desde la primera escena. Mira con ojos inexpresivos el proceso productivo de la cultura, la manera en la que la posibilidad misma de llegar a ser escritor, precisamente al realizarse, desaparece. Se ha creado un libro que no interesará a nadie y que no le garantizará un nuevo contrato. Junto a él, la planta carnívora editorial se despliega en todas direcciones: manuales de inglés, libros de autoayuda, pliegos interminables de papel malgastado para almacenar la tripa siempre hambrienta de las subvenciones y los almacenes. En esa escena no se muestra cómo nacen los libros, sino muy al contrario, cómo mueren.
04.
David Castillo fue a tope hasta los diecisiete, más o menos. Un fin de semana se piró a Monegros con unos colegas en un Clío tuneado que le mangaron al hermano mayor del Turulo, un pringado de los grupos de catequesis que trabajaba en una gestoría o cosa así. Por la carretera interminable, escuchaban a toda ostia el In your eyes de Milk Inc y, según creo, David Castillo alcanzó el cénit de felicidad en su vida. No le culpo. Ojalá yo hubiera recibido alguna vez los favores de una de las cybercolegialas que bajaban con sus Alpha Industries de los polígonos los viernes por la noche.
Pero el tiempo, decía antes, pasó. Como pasa siempre.
Castillo se metió a encofrador, y después a chico reponedor de El Árbol. Pilló unos kilos y se apuntó a un gimnasio en el que se jodió la espalda a base de hacer el animal. Probablemente se metió algunos ciclos, pero de eso ya no podría decir gran cosa. El padre se piró con una coreana sumisa y, como David ya había cumplido los dieciocho y no estudiaba, se negó a pagarle ni una peseta de pensión. La madre se puso a dar clases de inglés por la tarde en la academia del barrio y cobraba el salario mínimo. Quizá Castillo mercadeó con costo o con cristal para pagarse su propio consumo. Eso me dijeron.
Las chicas del Alpha comenzaron a pillar kilos y a hacerse mechas de manera histérica en la peluquería del barrio. Uno de los chicos de Monegros se mató al bajar a toda ostia por la curva del Attica. Otro se apuntó al ejército y se fue a servir a Afganistán cuando la movida del 2001. Una noche, después de pasarse tres horas jugando al ISS Pro y meterse un par de canutos, Castillo preñó a su novia. Fue sin querer, creo.
Él tenía 22. Ella tenía 17.
05.
Creo que tenemos derecho a sentirnos entusiasmados por lo que gente como Pablo Hernando o la gente de Canódromo Abandonado está aportando al cine español. De entrada, uno contempla Berserker y todo parece estar rodado sin pagar peajes, con una frescura y una potencia en la que no hay lugar alguno para andar jugando al juego de los homenajes y los guiños cómplices. Ya no se domina únicamente lo que cae dentro del relato, sino ante todo, lo que queda fuera, lo que se proyecta o lo que se sugiere. El uso de esas arquitecturas de la postmodernidad cutre madrileña con las urbanizaciones a medio abandonar y los edificios de bajos vuelos acristalados y testigos de un futuro que nunca llegó es, simple y llanamente, para ponerse a aplaudir.
Y, sobre todo, esa idea central: la manera absolutamente grotesca, personal, fascinante, con la que Hernando y sus cómplices son capaces de mostrar hasta qué punto nuestra propia Historia nos ha tomado el pelo. Y de hacerlo sin rechazar el compromiso con la belleza fílmica –el monólogo a propósito de la nada locutado sobre el plano nocturno de la carretera es de lo más hermoso que uno ha tenido ocasión de contemplar en el cine español reciente-, ni tampoco la capacidad para manejar el humor, la ironía, la ternura o la distancia en las dosis precisas. Hay que tener un pulso de alquimista inteligente a partir de la imagen para dar cuerpo, sentido y expresión a la riqueza significante de todo lo que entraña Berserker y de los territorios que nos invita a transitar.
06.
Aquella noche yo iba ya con un pedo de colores, creo que era para el comienzo de primavera y estaba medio enamoradiscado de una actriz rubia y delgada que andaba montando un Harold Pinter por los centros culturales de la periferia. Paramos en el Sprint de la gasolinera que bordea Hortaleza para pillar unas pizzas congeladas y una litrona, y me encontré cara a cara con David Castillo.
– Ostia, ¿Aarón? ¡No jodas! ¿Qué coño haces por aquí?
Había pillado treinta kilos, estaba más calvo que la bola de Jotdown y llevaba un uniforme lleno de manchas de aceite, gasolina y mierda de limpiar los servicios. Creo que fumaba Ducados rubio y tenía los ojos inyectados en sangre. Me quedé mirando su cara hinchada, su barba de dos días, la cadena de plata falsa enroscada al cuello y el tatuaje en la muñeca con el nombre de su hija –Naiara, se leía, y a su alrededor, una corona de espinas.
Al llegar al final de Berserker me acordé de aquel momento, de aquella revelación, y lo entendí con absoluta claridad. El virus es el tiempo. No hay otra explicación. “Estaba a punto de rendirse”, esa frase de la cinta se me quedó tan clavada como las espinas del tatuaje de Castillo. Toda una generación, toda la humanidad, todos los seres humanos enfermos de virus que desvelan y nos atrapan en las redes del lenguaje, un lenguaje que al final sirve para decir Nos hacemos unas pajillas sin mariconadas o para decir Puta vida tete o para decir Pa ke kieres saber eso jaja saludos o para decir. Para decir todo menos lo evidente: que estamos muriéndonos a toda ostia y que traemos seres humanos al mundo para que se mueran, dentro de lo posible, tan rápido como nosotros.
El virus es el tiempo, o mejor aún, la mezcla inevitable entre tiempo y fracaso.
David Castillo sigue agonizando como dependiente detrás de la barra del Sprint. Ha votado a Ciudadanos y tuvo a su tercera hija después del gol de Iniesta. Creo que su mujer se está follando a un dependiente marroquí del Bershka. Esto último no lo sé, claro, pero lo deseo. La actriz rubia y delgada ahora trabaja maquetando catálogos de Avon. Yo mismo atravieso esta ciudad con un carro gemelar y, vamos a confesarlo, una gigantesca bolsa de patatas que parece un cadáver. Por eso sentí ganas de llamar a Pablo Hernando, a Julián Génnison, a Ingrid García Jonsson, a Lorena Iglesias y a todos los demás, o quizá dejarles un tuit o algo, para decirles, simple y llanamente: Sois la ostia. Puta vida tete, pero sois la ostia.
Hola, Abulafia.
Como bien dice este artículo, Berserker va del fracaso. Entonces, ¿no sería la solución más brillante para una película que va sobre esto, precisamente fracasar a la hora de plantear un desenlace? Que una película de fracaso, fracase, parece lo más brillante que puede hacer. Es broma. Aquí lo que verdaderamente pienso: la película no necesita un desenlace, y quizá el problema esté en que querer darle alguno. El mensaje se transmite de una forma tan sólida que es inútil querer ver más. Como buena película que es, sugiere más de lo que muestra. De lo mejor que he visto últimamente.
Saludos.
Jessica.
La critica/reseña te ha quedado muy gafapastera, muy indie, muy cool, muy… lo que tu quieras. Pero no engaña a nadie. Aunque esté bien escrita, que lo está. Porque es como Berserker: te interesa, está bien construida, la idea es buena, la intención también… pero está vacía.
Y está vacía porque no la han sabido llenar. Les ha faltado. No han llegado. No han sabido. Un quiero y no puedo.
Me acuerdo de «La cinta blanca» y pienso en algunas ideas que también leí: «impresionante dejar que el espectador rellene el final». Muy bien. Eso sería así si el director supiera cuáll es el final. O los finales, que seguro que pensó en varios. Y eso le permitió dejar un final abierto con varias opciones posibles. Y parecer casi un genio.
Pero ¿sabes cuál era el problema? El mismo que tiene «Berserker». Y es que en realidad todos los finales posibles son una mierda. Una mierda con mayúsculas. Una mierda como el sombrero de un picador.
Y llegados a este punto los realizadores dicen: «Como le pongamos final la vamos a cagar». «Mejor no lo ponemos».
Y así, como quien no quiere la cosa, una miriada de cinefilos, que están hasta los eggs de ver cine lamentable (y a los que no se puede culpar, porque cierto es que el 90%, si no más, de lo que acaba en las salas de cine es una basura), alaban este tipo de cine al que no encuentran fisuras, sin querer ver que la forma que los realizadores tienen de no fisurar su producto es evitar construir lo que no saben, dejando algo inacabado por pura incompetencia para hacerlo y no por una brillantez que se les supone.
A Haneke le ha ido estupendamente. Y el único interés que yo le veo es contemplar hasta dónde llegará su truco barato de trilero. Que bien podría ser hasta el infinito y más allá, porque las cabezas seccionadas y pegadas a los volantes no parece que tengan fecha de caducidad como los yogures.
Un saludo.
Creo que me ha gustado más tu reseña que la peli en sí. A Berserker creo que le sobran cosas, y le falta garra, claridad expositiva y un buen desenlace, pero da gusto montar tanto con tan poco.