Bertrand Tavernier y la infancia
Por Ignacio Pablo Rico
I. Adultos y niños
A pesar de la presencia persistente de la infancia en las películas de Bertrand Tavernier, ninguno de sus filmes ha sido protagonizado por niños, aunque tanto la relevancia dramática de los infantes como el peso evocativo de la niñez del cineasta lionés resulten determinantes en su obra. A menudo, los pequeños se manifiestan como el conmovedor primer signo de vida humana, subversivo en su inocencia: la jovencísima Tiffany Tavernier observa un coche en llamas desde el tren en El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul, 1973); una pequeña alumna asiste silenciosa a una sesión de pedagogía en Dos inquilinos (Des enfants gâtés, 1977); un crío salta y corre despreocupado entre las tumbas de un cementerio en La muerte en directo (La mort en direct, 1980); en el África Oriental, un puñado de chicos desnutridos se agrupan en pleno desierto al comienzo de 1280 almas (Coup de tourchon, 1981); un conjunto de voces infantiles entona una entrañable canción en Hoy empieza todo (Ça commence aujourd’hui, 1999). El deseo de recuperar el Lyon en el que Bertrand vivió sus primeros años lo ha impulsado a realizar una ficción como Un domingo en el campo (Un dimanche à la campagne, 1984) y el documental Lyon, le regard intérieur (1988), tratándose de sendas tentativas de recrear ambientes íntimamente ligados a la experiencia infantil del cineasta.
Intuimos que, según los principios éticos y estéticos que rigieron la obra de Tavernier, le hubiese resultado mezquino «simular» el punto de vista de un niños. Acaso despreciaba la idea de trastocar su percepción de la realidad, eminentemente adulta, con tal de constituir una posición infantil ante el mundo, que resultaría postiza y artificiosa. El de Tavernier es un cine de la mirada, donde la perspectiva de los protagonistas resulta, a menudo, la base y el condicionante del dispositivo cinematográfico. La mirada nos permite medir la distancia entre uno y el mundo que lo rodea. Por ello, las películas del prolífico cineasta partían, generalmente, de un temor ante el inminente peligro de perder el contacto con un presente en perpetuo movimiento, siempre cambiante y joven al margen de la etapa vital en que Tavernier, en tanto creador y ser humano, se hallara. En El relojero de Saint-Paul, Michel Descombes se reconcilia finalmente con su hijo a través de la comprensión moral de sus actos; en Alrededor de la medianoche (Round Midnight, 1986), Francis Borler franquea, con valentía, la distancia que separa al simple fan del admirador comprometido con un modo de entender el arte y sus implicaciones existenciales; en Nuestros días felices (Daddy nostalgie, 1990) y La hija de D’Artagnan (La filie de d’Artagnan, 1994), el encuentro en una situación crítica entre padres e hijas permite descubrir complicidades insospechadas; el plano final de La carnaza (L’appât, 1995) condensa el angustiado, sincero desconcierto del cineasta frente a la (a)moralidad de la juventud del momento; y por último, en la misma dirección y como ejemplos elocuentes del papel que asignaba Tavernier al audiovisual, los protagonistas de La muerte en directo y Ley 627 (L. 627, 1992) entienden mejor aquello que los rodea tras haberlo capturado con sus cámaras de vídeo.

1280 almas
Existen, no obstante, dos casos paradigmáticos en los que los niños obtienen un papel fundamental. El primero de ellos es el de la narración lírica Dos inquilinos —coescrita junto a la desaparecida Christine Pascal—. En dicho filme, el cineasta Bernard Rougerie teme su definitivo aburguesamiento; es decir, convertirse en un artista indiferente. Calladamente, admira la dedicada labor de su esposa, una pedagoga en constante interacción con niños afectados por distintos problemas psicológicos y lingüísticos. Como el título original —«los niños malcriados»— sugiere, existe una correspondencia entre la desorientación moral y afectiva de los personajes y la fragilidad pueril. Por otro lado, en Une semaine de vacances (1980) descubrimos el precedente más claro de su gran película «infantil», Hoy empieza todo. Primera colaboración entre el director y su exmujer, Colo Tavernier, el largometraje arranca con una demoledora cita del guionista Jacques Prevert: «Educación pública: se llenará la cabeza del condenado a la vida». Una venenosa aseveración que precede la historia de Laurence, maestra en crisis. Tras sufrir un ataque de ansiedad, decide tomarse una semana de vacaciones para redefinir sus horizonte vitales y profesionales. Durante esos días se cuestionará su papel como transmisora de conocimientos, llegando a sopesar seriamente la posibilidad de que esté ejerciendo una labor antes represiva que constructiva para con sus alumnos. No nos extraña en modo alguno, pues, que reaparezca Descombes, el protagonista de El relojero de Saint-Paul, ópera prima de Tavernier, para compartir con la maestra —que duda si quedarse embarazada— la inquietud del adulto ante la idea de no ser capaz de comunicarse debidamente con sus hijos. En uno de los últimos diálogos de Une semaine de vacances, el personaje de Nathalie Baye expresa con notable precisión una de las preocupaciones esenciales que atraviesan la obra de Tavernier: «Para nosotras, la vejez será dejar de escuchar». La ominosa sombra de la incomunicación se cierne sobre héroes y heroínas que temen perder el contacto con aquellos que más los necesitan.
La infancia, pues, está asociada en ocasiones a la desprotección y al desamparo; Tavernier medía el espíritu de una época, de una determinada colectividad o de un individuo desde la relación establecida con los niños: recordemos el impune asesinato de niñas en pleno declive de la caballería en La pasión de Beatrice (La passion Beatrice, 1987), o la profunda pena que causa al regente Philippe d’Orléans la muerte de una de sus retoñas en Que empiece la fiesta (Que la fête commence..., 1975). Pero los niños incitan también a invocar el vigor perdido e irrecuperable, como le sucede al anciano pintor Ladmiral de Un domingo en el campo o a los padres adoptivos de Holy Lola (2004). La verticalidad domina la mirada sobre el mundo infantil, siempre ejercida desde arriba (adultos) hacia abajo (niños). Todo un desafío al legado antipedagógico del 68. Porque frente a la frecuente demonización del papel del docente, Tavernier opta por imaginar a sus personajes a partir de una complejidad libre de eslóganes e imposturas ideológicas, siempre consciente de que el sesgo derivado de la posición que ocupamos en la sociedad y en la cultura condiciona inevitablemente la interacción con nuestro entorno.
Dos inquilinos
II. La vida y mucho más
El punto de partida de Hoy empieza todo fue, según contaba Tavernier, un suceso vivido por su yerno, el maestro y director de parvulario Dominique Sampiero. En un encuentro familiar, este le explicaba al veterano realizador que se vio obligado a reclamarle a la madre de un alumno los 30 francos trimestrales de la cooperativa. La respuesta de la mujer lo sumió en el desasosiego: «Esos 30 francos me permiten llegar a fin de mes, alimentando a mi familia con galletas remojadas en leche». Inevitablemente, esta anécdota sacudió la delicada sensibilidad de Tavernier, quien sugirió a Sampiero que elaborara un guión a partir de su actividad burocrática y docente en una paupérrima región del norte de Francia.
El director, que alternaba aquellos años entre largometrajes de ficción y documentales, se encontró pronto ante la encrucijada moral que supone escoger una forma apta de recrear hechos enraizados en la cotidianeidad de cientos de miles de franceses. Desde sus obras tempranas, podemos constatar una obsesión por la distancia, a menudo infranqueable, entre la mirada del artista y la realidad representada, tanto a la hora de producir sus filmes —rodados casi siempre en medio de una intensa inmersión en el entorno sociocultural representado— como a nivel temático —son muy evidentes los casos de Dos inquilinos, La muerte en directo, Un domingo en el campo o Salvoconducto (Laissez-passer, 2002)—. El guion de Hoy empieza todo fue adquiriendo contornos dramáticos y terminó por descartarse la problemática posibilidad de recrear las situaciones relatadas por Sampiero con sus auténticos protagonistas. Tavernier consideró necesario un acercamiento entre el equipo de rodaje y los habitantes del distrito nórdico de Valenciennes, masacrado por el desempleo, la exclusión y una administración ineficaz, con tasas de paro que alcanzaban en 1996 hasta el 40% en las regiones más pobres. Una modesta escuela infantil emplazada en el cantón de Anzin se convirtió en el campo de batalla cinematográfico, integrando durante el rodaje a profesionales de la industria cinematográfica, docentes, voluntarios y vecinos. De esta forma, tuvo lugar un intercambio entre los implicados que rebasaba los habituales procesos de documentación: los esfuerzos se volcaban en un contacto directo, dinámico y vivo entre el cineasta, sus compañeros y quienes contribuirían a dar forma a la ficción.
Hoy empieza todo
La transparencia expositiva de la película y el hecho de que sus imágenes fluyan con inusitada naturalidad no deben distraernos de su sofisticación formal. Tavernier articula los materiales resultantes guiándose antes por una suerte de intuición sentimental que por la búsqueda de una narrativa equilibrada y cerrada sobre sí misma. Otros cineastas habrían optado por aislar cualquiera de las diversas historias que enriquecen y robustecen el cuerpo de Hoy empieza todo, edificando así un relato bien perfilado en torno a un único hecho central; en cambio, Tavernier planteó en imágenes múltiples problemas que, en su mayoría, no obtienen una resolución dramática clara. Cada uno de ellos bien podría ser el punto de partida de un argumento convencional, pero el conjunto de hechos queda aquí supeditado a la mirada del maestro Daniel Lefevbre, cuya perspectiva no solamente unificará los diversos elementos del relato, sino que se convertirá en el principio vertebrador de la puesta en escena. Asumiendo lúcidamente que aquellas formas de representación que agrupamos comúnmente bajo el ingrato nombre de realismo no son sino un modo más de modelar una narración, Tavernier renunció a la pretensión de recrear las duras condiciones sociales recurriendo a la pretendida objetividad documental. En los momentos más descarnados de Hoy empieza todo, el cineasta limita la visibilidad de los hechos a aquello que son capaces de vislumbrar los ojos del entregado docente. De esta manera, y sin dejar de apuntar por medio de pinceladas visuales y reveladoras líneas de diálogo los obstáculos a los que se enfrentan los habitantes de tan castigada región, se evita la pornografía del paternalismo «miserabilista» que, aun a día de hoy, hiere de muerte a una parte notable del cine producido en Europa.
Lefebvre es un magnífico ejemplo del working class hero que, desde El relojero de Saint-Paul, reapareció una y otra vez en la trayectoria de Tavernier: hombres violentamente enfrentados a un estricto aparato institucional, cuyas normas terminarán por transgredir según los dictados de su propia concepción de la justicia. La faceta artística del maestro —autor de sugerentes poemas que escuchamos en off a lo largo de distintos tramos de la película—, habitual entre los personajes de Tavernier, posibilita una conmovedora lectura sobre el arte y su poder para condensar el latido de la comunidad. El carácter de Lefebvre está asimismo determinado por las recurrentes meditaciones del director a propósito del abismo, en apariencia insalvable, que separa a quienes tienen de quienes no tienen. La tenacidad del héroe desata una virulenta guerra con la administración de la región. Acaso una de las grandes virtudes conceptuales de Hoy empieza todo —que podemos extender al resto de la filmografía del galo— sea su marcado distanciamiento de cualquier pretensión de delinear un fresco social concluyente y acabado. Pese a que exista una reconocible estructuración en lo narrado, Hoy empieza todo se conforma con erigirse en un fugaz destello de vida, cuyos límites vienen impuestos por la mirada de Lefebvre. En la última escena, es otra mirada la que cobra relevancia: la de los niños, reales e ineludibles, clavando sus ojos en los nuestros. Un hermoso acto de fe en el cine como instrumento de aproximación y mediación entre quienes están a uno y otro lado de la pantalla.