Bestia
La fatalidad de la animación latinoamericana Por Samuel Lagunas
El reconocimiento de la animación latinoamericana por parte de la Academia de los Oscar está asociado con la legitimación desde la industria hegemónica de un “cómo-hacer” y un “qué-decir”. No es casual, en este sentido, que los dos cortometrajes chilenos reconocidos por la Academia durante la última década del siglo XXI, Historia de un oso (Gabriel Osorio, 2014) y ahora Bestia (Hugo Covarrubias, 2021), sean exploraciones de la memoria en los años de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Hay un halo de fatalidad en ese éxito: la inmediata asociación de lo latinoamericano y, en específico, de lo chileno, con la crueldad de la tortura y con las tragedias inconclusas que el terror y las violencias políticas y militares han ido dejando por toda la región. No se trata de denostar el triunfo de una película, sino de vigilarlo críticamente. Si los reconocimientos y premios internacionales siguen funcionando en el campo cinematográfico como ordenadores y reguladores políticos de lo que se puede decir (lo decible) y de cómo hay que sentirnos al respecto (lo sensible), está claro que la policía de la Academia ha establecido un camino directo para la visibilización de la animación latinoamericana: si no aborda temáticas afines a las violencias pasadas y presentes, queda fuera del reparto. En la lista larga de la categoría de cortometraje animado en el 2021, por ejemplo, apareció el corto mexicano Dalia sigue aquí (Nuria Menchaca, 2020), cuyo argumento gira también en torno al drama de una desaparición forzada. Por lo tanto, cuando la ruta para conseguir una victoria internacional queda establecida, el tema corre el riesgo de convertirse, más que en tradición de la denuncia, en atajo sentimental y en fórmula narrativa: en cliché. Aún no llegamos allí, por fortuna. ¿O sí?
Si para entender mejor el caso de Historia de un oso, acudí en su momento a hacer un recuento de la historia de las escuelas de animación en Chile en el siglo XXI y del crecimiento de estudios independientes como PunkRobot, hablar de Bestia exige hacer una mención especial sobre cómo la animación en América Latina, y con especial énfasis en Chile, se ha ido nutriendo de su intersección con las artes plásticas, la instalación o las artes escénicas. La particularidad de Hugo Covarrubias ha ido justamente en este sentido, al ser pionero -a través de su estudio Maleza junto a Muriel Miranda, y de su colaboración continua con el dramaturgo Martín Erazo- en combinar en sus producciones teatro y animación en stop-motion. Así, las cuatro obras producidas por Miranda y Covarrubias durante diez años (Maleza, Pelícano, El living y Un poco invisible) han perfilado el estilo retorcido, oscuro y onírico que Covarrubias mostró desde su primer cortometraje, El almohadón de plumas (2007).
Basado en el cuento del escritor uruguayo Horacio Quiroga, El almohadón de plumas nos enfrenta con una puesta en escena sobria, y con un elegante despliegue de emociones y misterios bajo un juego sutil de movimientos de cámara. Sin duda, la secuencia más sobrecogedora de la película es la del sueño, donde Covarrubias anima un montón de gusanos de plastilina que salen de la boca de un cerdo y se arrastran hasta el cuerpo de la protagonista. De igual manera, lo onírico y la pesadilla son la columna vertebral de su siguiente cortometraje La noche boca arriba (2012), animado con stop-motion y 3D estereoscópico. Inspirado de nuevo en un clásico literario, esta vez del argentino Julio Cortázar, el corto descuella no solo por su hallazgo formal (fue el primer corto chileno en emplear esta técnica), sino por la evidencia que da de la pronta maduración de un estilo. En ambos cortos, independientemente de su base textual, palpita una interrogante sobre los límites entre lo real y el sueño y sobre los puentes que transgreden esas fronteras. Asimismo, la exploración de la crueldad y la tortura del cuerpo brotan como una constante. En El almohadón de plumas una mujer es mordida noche tras noche por un abominable y vampírico parásito, mientras que en La noche boca arriba un hombre sufre un accidente de motocicleta, a la vez que es preparado para ser sacrificado a los dioses en una guerra florida.
En Bestia tanto la interacción entre el sueño y lo real, como la pregunta por el peso del dolor y la violencia en el cuerpo de una persona, adquieren una dimensión política más evidente. El punto de partida ya no es un cuento, sino la vida de Íngrid Olderöck (1944-2001), una agente de la DINA encargada junto a su perro de torturar sexualmente a las y los presos recluidos en el centro de detención conocido como Venda Sexy, entre 1974 y 1975.
Es difícil no sentirse abrumados por la atmósfera tétrica de la película, construida en torno al juego entre lo que se muestra en escena y lo que queda fuera. El centro de Bestia gira en torno a la relación que se establece entre la mujer y el perro. Se trata, como en los cuentos de hadas, de una relación de cuidado y maternaje basada en el alimento, el trabajo y la recompensa. Cada mañana la mujer prepara unos panecillos al perro, en ocasiones también le corta trozos de carne. Acto seguido, viaja con él hasta una misteriosa casa donde ambos cumplen armónicamente con su tarea. Finalmente, de regreso a casa, el perro y la mujer pueden descansar. La construcción del terror en Bestia comienza con la distorsión de esta dinámica de cuidado, expresada en el primer sueño de la mujer al que tenemos acceso. En él, el típico juego de la vara se deforma en un acto sanguinario donde el perro es degollado sin razón aparente por su ama. La intención de este giro es sembrar la ambigüedad moral que irá creciendo a lo largo de la película: ¿quién es realmente la bestia en esta historia?, ¿el perro, la mujer, o los misteriosos hombres sin rostro que los vigilan a diario? Y más aún: ¿dónde vive esa bestia?, ¿dentro de las paredes de alguna casa, en el exterior o ha encontrado la forma de anidar en un cuerpo?, ¿la bestia habita el mundo real o solo existe en el mundo de las pesadillas?
Para el crítico chileno Hector Oyarzún, películas como Bestia, o su antecesora más directa Así nace un desaparecido (Angelina Vásquez, 1977), nos hacen pensar en “la ética de la animación respecto a la representación de lo abyecto”. El apunte me parece valioso en tanto que en Bestia, como en El almohadón de plumas , esta representación de lo abyecto brota de una relación entre lo humano y lo animal a partir de actos cotidianos como salir a pasear, comer, o dormir. Sin embargo, Bestia amplía sus límites a medida que avanza en el metraje, orillando al espectador a “ver” el espectro sexual que va invadiendo la relación entre la mujer y el perro hasta rozar lo pornográfico, modo de representación que, sin embargo, queda matizado por la materialidad felpuda de los cuerpos de los protagonistas. Así, oscilando entre la tortura y el placer, el dolor y la indiferencia, la subjetividad del perro y la mujer comienza a fundirse y a fracturarse.
El instante del rompimiento de la vida psíquica de los personajes de Covarrubias suele ser muy potente, tanto técnica como simbólicamente. En La noche boca arriba la cámara cae en un viaje laberíntico y vertiginoso (que deja obnubilado al espectador) a la vez que el personaje derrumba las fronteras entre el sueño y la vigilia; de forma análoga, en Bestia la mujer decide hacer añicos todo su espacio físico, quedando su figura suspendida sobre un vacío negro, a la vez que su mente colapsa por completo. El resto es un mero caminar hacia el final -la muerte-. Después, aunque lo que se cuenta es muy poco, la filmación de los espacios adquiere un valor inmenso. ¿Qué significa la bala gigante que se desplaza por la casa sino el trastocamiento de la totalidad de la mujer, de su espacio, de su cuerpo y de su alma? Esta contigüidad entre lugares y personas remite visualmente, como ya ha sido señalado en otros textos, al trabajo realizado por Cristobal León y Joaquín Cociña, especialmente en La casa lobo, donde los espacios se convierten en una oscura metáfora de los cuerpos amenazados y amenazantes de los personajes. De hecho, la inclusión de fotografías reales del centro de detención al final de los créditos de Bestia nos comunica directamente con el tono de La casa lobo en la que el material de archivo se impone como soporte de la ficción.
Sin embargo, Bestia, a diferencia de La casa lobo, es mucho más tajante -y por ello problemática- en su ambigüedad moral. No pueden pasarse por alto, en este sentido, los importantes debates que ha habido en Argentina y en Chile sobre el derecho de voz y de memoria que tienen los victimarios. Ya en 1994, con el documental La flaca Alejandra (gracias a Karina Solórzano por la referencia), la directora Carmen Castillo incomodó la escena cultural y política de Chile al darle voz a Marcia Merino, colaboradora como Ingrid de la DINA, aunque de forma muy distinta; mientras que Ingrid era responsable directa de llevar a cabo actos de tortura, Marcia fue obligada por el régimen a convertirse en espía dentro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. En ambos casos, sin embargo, la pregunta que se hizo Hannah Arendt por la banalidad del mal y por la responsabilidad ética de los funcionarios políticos en tiempos de totalitarismo y dictadura, adquiere relevancia. En el caso específico de Bestia, el retrato de la protagonista busca suspender la condena precipitada, pero nos deja como espectadores en un vacío oscuro, sin ningún sostén narrativo o dramático que muestre alguna vía de escape. ¿Recordar y tratar de entender el horror para no volver a repetirlo? ¿O acudir a un hecho verídico solamente para provocar un efecto “sublime” de malestar y desagrado? Es esta, efectivamente, una pregunta por el momento en que la memoria se convierte en espectáculo, una pregunta por el momento en el que la solidaridad y la empatía de una industria se convierte en aplauso.