Blancanieves de Pablo Berger
¿Cómo te llamas? Carmencita Por Fernando Solla
“Es más noble, yo le aseguro
y ha de causarle mayor emoción
ese beso sincero y puro
que va envuelto en una ilusión”
Blancanieves de Pablo Berger, Premio Especial del Jurado y Concha de Plata a la Mejor Actriz para Macarena García (ex aequo con Katie Coseni por Foxfire, de Laurent Cantet) en la recién clausurada 60ª edición del Festival de Cine de San Sebastián, flamante representante de nuestro país para ser nominada a la Mejor Película de Habla No Inglesa a los Oscar’s de Hollywood, pases especiales en el Gran Teatre del Liceu (Barcelona) y el Teatro de la Zarzuela (Madrid) con música en directo. Celebramos y nos sumamos efusivamente a la grandísima acogida que ha recibido el segundo largometraje de Pablo Berger, que con su Blancanieves ha conseguido no sólo igualar, ya no la calidad (que también) si no la trascendencia de su debut cinematográfico, e incluso superar aquella increíble Torremolinos 73 (2002), película que ya es considerada de culto por muchos aficionados al séptimo arte y que consiguió darle la vuelta a la época del landismo y trascender (traduciendo y contextualizando para las generaciones actuales) lo que supuso el subgénero de la españolada.
Después de dejarnos boquiabiertos con su viaje a la España de los años setenta a través de las peripecias de Alfredo (Javier Cámara), un vendedor de enciclopedias que se queda sin trabajo, y su esposa Carmen (Candela Peña), que decidirán grabar películas erótico-educativas en súper 8 para su posterior comercialización en Escandinavia como último recurso para combatir la precariedad laboral, después de recibir unas clases de dirección cinematográfica de un supuesto ayudante de Ingmar Bergman; Berger (curiosa la similitud sonora de los apellidos de ambos cineastas) consigue hacernos partícipes de un doble viaje que casi podríamos definir como extrasensorial: seguimos en España, aunque para esta ocasión nos trasladamos al sur (concretamente a Sevilla y sus alrededores), pero esta vez retrocedemos en el tiempo hasta la década de los años veinte del siglo pasado (retomaremos el asunto de la temporalidad, o mejor dicho, atemporalidad, concepto imprescindible para entender el desarrollo y la estructura narrativa propia de este tipo de relato que tanto nos gusta: el cuento).
¿Españolización del cuento? Sí y no. Compartimos en lo referente al sí, el punto de vista detalladamente expuesto por Manu Argüelles en su crónica del Festival de San Sebastián. Obviamente se han trasladado las localizaciones de la historia, la iconografía de los personajes, la temporalidad, el contexto y los referentes socioculturales; algo que, por otro lado, ha servido para demostrar que la esencia del cuento de los hermanos Grimm sigue tan intacta como universal. La morfología del cuento es exactamente la misma, ya que Berger se revela como gran conocedor (directo o indirecto) del trabajo de Vladimir Propp (1895-1970), profesor ruso que hizo un profundo estudio de los cuentos populares de su país y que publicó con el título Morphology of the Folk Tale (1928). Tres décadas después las teorías de Propp se extendieron por occidente y hoy en día se consideran básicas para entender y construir un buen guión cinematográfico (vemos pues cómo las relaciones entre el cine y la literatura no sólo se nutren de adaptaciones temáticas y argumentales, si no también estructurales y teóricas). Berger hace referencias más o menos explícitas a otros cuentos populares como La bella durmiente, Pulgarcito, Pinocho o Caperucita Roja, siguiendo una vez más la teoría del ilustrado ruso que, tras estudiar decenas de cuentos maravillosos se dio cuenta de que todos tenían una estructura narrativa muy similar; teoría que Berger redefine, comprime y modifica a lo largo de todo el metraje hasta llegar a un cruel, bellísimo y espeluznantemente apoteósico final que nos parece una auténtica revolución en el arte de contar historias, consiguiendo esa universalidad que evocábamos más arriba.
Esa que permite el conocimiento y el aprendizaje de una simbología más o menos común o cercana a todos nosotros y que a través del cuento adquiere un nuevo significado, tanto para el realizador como para este emocionado espectador. Es un placer contemplar cómo un vasco (Berger), atraído por los rasgos culturales más característicos andaluces consigue hacer vibrar como en las mejores ocasiones a un catalán (servidor), que cuenta con sangre aragonesa, navarra y gallega por sus venas, mezcla tan particular y caprichosa como el destino decidió en su momento. El mismo destino universal que rige las vidas de los personajes de este precioso cuento que nos ofrece el realizador.
Pablo Berger, nuestro hermano Grimm particular, convertido en portador de la universalidad de nuestro queridísimo cine, trascendiendo y superando con creces a la laureada The Artist (Michel Hazanavicius, 2011).
La película protagonizada por Jean Dujardin repuso el formato, mientras que Blancanieves asienta las bases de lo que sería (nos gustaría decir será) el cine mudo del siglo XXI, sin imitar al clásico, con unos códigos modernos que permiten al espectador sorprenderse tanto como si contemplara, por ejemplo, la trilogía de El señor de los anillos (Lord of the Rings, Peter Jackson, 2001-2003), fábula que también entendió a la perfección que contar una historia de esas que empiezan con aquello de “érase una vez en país muy muy lejano…” no nos remonta a épocas pasadas, si no a la ausencia de cualquier época o tiempo medible, a una maravillosa sensación de ingravidez que nos permite viajar al no tiempo. Del mismo modo, la lejanía no se mide en los quilómetros físicos que nos separan del lugar de la acción, si no al traslado mental y apasionante que supone descubrir un terreno tan inexplorado, desconocido, amplio e inabastable como nuestro propio interior. Ahí está el auténtico viaje.
Un viaje que, en esta ocasión, realizaremos con unos compañeros de excepción, y es que el reparto escogido para Blancanieves es uno de los mayores aciertos de Pablo Berger, que ha sabido adjudicar a cada intérprete el rol más adecuado, teniendo en cuenta no sólo sus aptitudes, si no la imagen que el gran público tiene de ellos. Berger, una vez más influenciado por Propp es consciente de que la excelencia en la interpretación se conseguirá en la medida de la adecuación con que el intérprete consiga transmitir, utilizando su rostro, los rasgos característicos propios del personaje prototípico que le corresponda, desencadenando así el correcto desarrollo de las funciones del relato. El reparto entero se ha comprometido en la difícil tarea y ha salido espectacularmente airoso.
Maribel Verdú como Encarna, la madrastra (alabada en esta misma dirección en la ya citada crónica de Manu Argüelles), está deslumbrante, hermosísimamente pérfida, malvada, irónica y erótica (esos juegos sexuales con el malogrado chófer interpretado por Pere Ponce la convierten en nuestra pin-up favorita a partir de ahora, con permiso, claro está, de la primera y única Betty Boop). La ayuda en su tarea el soberbio vestuario de Paco Delgado y el delicioso estilismo de Fermín Galán que realiza unos peinados trenzados entre maravillosas peinetas de infarto. La fotografía de Kiko de la Rica también se desvive por retratar la belleza de los rostros y las interpretaciones y con Maribel, el resultado es absolutamente hipnótico. Casi tanto como con la doña Concha Ángela Molina, esa mujer que no necesita espejos mágicos para demostrarnos que la Belleza (sí, con mayúscula) no tiene edad o, mejor dicho, sí que la tiene: la suya, sea la que sea. Más cercana al cine de Luis Buñuel que nunca, Ángela se confunde a partir de ahora en nuestra memoria con esa abuela amantísima que tanto nos quiso, nos cuidó y nos protegió cuando éramos niños, precisamente esa misma abuela que nos explicaba, muy a su manera, todos estos cuentos que cineastas como Berger están recuperando. Y hablando de belleza ahí está Inma Cuesta como Carmen de Triana, la madre ausente, idealizada y nunca igualada por ninguna otra. El papel es breve pero impactante. Lo sabemos hace tiempo los que te vimos estrenar el musical Hoy no me puedo levantar (Nacho Cano, 2005): estamos ante una actriz, cantante y bailarina de gran talento, y Pablo Berger te coloca donde te mereces. Y nosotros os aplaudimos por ello. Macarena García (triunfadora en San Sebastián) transmite la pureza e inocencia que requiere su personaje con una naturalidad asombrosa, tanto como Sofía Oria, la Carmencita niña, una de las miradas más perturbadoras que recordamos haber visto en una pantalla recientemente.
Vamos con los hombres (y hombrecitos) del relato. Daniel Giménez Cacho como el torero Antonio Villalta y padre de Blancanieves (o a partir de ahora, Carmencita) demuestra un talento inconmensurable. Excelentísima interpretación que escapa al arquetipo que comentábamos antes consigue que su mirada todavía quede clavada en nuestra retina. Con esos dos ojazos, que atesoran y transmiten emoción y sentimiento a raudales, Daniel consigue la catarsis más espontánea. Cuánto amor hacia Carmen de Triana (Inma Cuesta) y cuánto cariño y ternura demuestra cuando se reconoce en los gestos de su hija (Sofía Oria). Hacía tiempo que no gozábamos tanto contemplando una interpretación. Y por partida doble. Josep Maria Pou, ese enorme actor de teatro se confirma (una vez más) como excelentísimo intérprete cinematográfico. Su apoderado, Don Carlos, supone uno de los villanos más logrados que nuestra memoria alcanza a recordar, una suerte de Stromboli (el malvado de Pinocho en la versión Disney de 1940) que sólo necesita arquear una ceja para transmitirnos toda la sordidez y la falta de escrúpulos de un empresario artístico de su calaña. Terrorífico en la escena final. Dos menciones especiales más, para los enanitos Jesusín y Rafita. El primero interpretado por Emilio Gavira, el gruñón, al que hace poco pudimos disfrutar sobre las tablas en La caída de los dioses (Tomaz Pandur, 2011) y el segundo por Sergio Dorado, que nos emociona con esa mirada constantemente enamorada de la protagonista del relato. La ternura, perseverantemente resignada, que muestra en el cierre de la película forma parte ya de la Historia del Cine.
No hemos querido desvelar muchos detalles de la película para no romper la sorpresa constante que supone disfrutar de esta obra de orfebrería, fotograma tras fotograma. Lo que sí que diremos es que Pablo Berger nos ha robado el corazón con su puesta en escena. Que en el apartado técnico todos los departamentos merecen nuestro más sincero y entusiasta reconocimiento, especialmente la fotografía de Fernando Franco, los decorados de Alain Bainée y, sobretodo, la banda sonora de Alfonso Vilallonga, apoyada por un magnífico sonido ilusoriamente directo que es una auténtica maravilla. Y un último apunte, el gallo Pepe (no diremos más, pero tomen nota). Magnífica aportación animal a esta obra de arte.
Terminaremos reconociendo que nos encontramos ante un auténtico acontecimiento cinematográfico. Esta reformulación del cuento clásico, tenido con toques góticos y terroríficos, que se convierte en un drama desolador mágico. Una magia presente no a través de ningún fenómeno sobrenatural, sino exclusiva e hipnóticamente cinematográfica. La magia del cine y la sabiduría de un gran contador de historias, el señor Pablo Berger. Pasen y vean. Y sobretodo, ¡disfrútenla!