Blue Jean

Al lado de un verde o de un rojo Por Ramón H Sosa

Uno de los muchos cambios que acompañaron al auge de la burguesía fue el de la expansión de la música de cámara. Estos conciertos formados por una cantidad reducida de instrumentos, habían sido en exclusiva, hasta ese entonces, parte de las veladas y fiestas de las grandes casas. Un acompañamiento más de la vida aristocrática. Pero a medida que esa nueva clase social ascendía y se disputaba los espacios de poder con los dueños del Antiguo Régimen, la música se fue trasladando a las casas —más reducidas, pero también más numerosas— de los burgueses. La aparición del piano vertical, el negocio de la publicación de partituras y las lecciones de canto fueron un añadido que iban a remolque, pero potenciaban, dicho cambio. Organizar un concierto en casa se volvió una muestra de buen gusto y de solvencia. Era una forma de invitar a gente, conocer y hacerse conocer. Un medio para concretar y cerrar negocios. Pero también era una excusa. A menudo hemos visto en películas esas salas masculinas. Salas en las que se bebía whisky o coñac, en la que se fumaban puros y se jugaba al billar. Disputar el poder nunca ha sido un atrevimiento que no entrañe costes, tampoco lo fue para la burguesía que, durante mucho tiempo, organizó esas veladas como una excusa para poder reunirse en esa sala. Para poder hablar en privado de cómo disputar el poder. Fueron uno de los primeros espacios de autonomía para una época ilustrada en la que, siguiendo a Kant, esas personas cumplían con el orden en público y lo discutían en privado.

El bar al que acuden por las noches Jean (Rosy McEwen) y sus amigas lesbianas, es un equivalente, en plena década de los 80, a esa sala de fumadores. El billar sigue presente, la cerveza, los cigarrillos y la música electrónica reemplazan al resto de elementos, pero conforman un mismo imaginario: el de un espacio cercado, apartado del exterior, en el que poder hablar, bailar y ser ellas mismas sin restricciones. Un espacio de autonomía. Fuera está ese otro mundo del que las oscuras paredes del bar, especie de sótano o refugio antiaéreo, les protege. En ese otro mundo, Jean es profesora de educación física en una escuela de Newcastle. Ni sus colegas, con los que no se relaciona demasiado, ni sus alumnas, a las que adora, saben nada de su orientación sexual. Blue Jean (Georgia Oakley, 2022) nos presenta a una persona cuya vida está dividida entre dos esferas que trata de mantener, del todo, separadas: la laboral y la personal. Y razones no le faltan. Es la Inglaterra en la que el gobierno de Margaret Thatcher está a punto de aprobar el Artículo 28, según el cual no se debe «promocionar la enseñanza de la aceptabilidad de la homosexualidad como una supuesta relación familiar en cualquier escuela subvencionada». Es decir, la homosexualidad es inmoral y su presencia en las escuelas, inaceptable. Jean sabe que, si se descubriera que es lesbiana, podría perder su trabajo y que, en cualquier caso, minaría su relación tanto con los otros profesores como con sus alumnas.

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Georgia Oakley, que dirige aquí su primer film, toma la decisión de situar su historia en el momento en que el Artículo 28 está siendo discutido, no cuando ya está aprobado. Transfiere así el peso de la trama de lo material a lo discursivo, de lo que podría ser una presión punitiva a lo que es, de hecho, una coacción psicológica. Lo exterior pasa, así, a ser interior, volviendo a la propia Jean, su cuerpo y su mente, en contenedor del drama que estamos a punto de ver. El peligro se siente en lo íntimo, razón por la que, ante la posibilidad de que las vean los vecinos o su hermana, ni su casa parece ser un lugar lo bastante seguro para estar con Viv (Karrie Hayes), su novia. Viv es, por el contrario, una persona que manifiesta abiertamente su orientación sexual. Desde su pelo rapado, sus piercings, sus tatuajes y su chaleco de cuero proclama, sin complejos, su lesbianismo. Querría vivir con normalidad su relación con Jean, pero esta, aunque esté enamorada, no puede permitir que Viv entre en todos los planos de su vida, pues, como se ha dicho, esta se compone de esferas que deben mantenerse aisladas. De día, lo público, lo laboral. De noche, lo personal, lo sentimental. Una mujer dividida, que sostiene su equilibrio sobre la rutina y el orden. El día en que Lois (Lucy Halliday), una nueva alumna, aparezca en el bar y conecte sus dos mundos, balanza y equilibrio se irán al garete.

Lois es una joven que trata de encontrar, igual que las otras, un espacio seguro. Ni quiere ocultar su lesbianismo como Jean, ni tampoco lo muestra tan explícitamente como Viv. Está entre los dos mundos y entre ellos transita. A ojos de Jean es, por lo tanto, su mayor temor: una representante de la escuela en el bar y un rostro del bar en la escuela. Para Jean, que ni siquiera permite que Viv le llame al colegio —es decir, ni tan solo permite que la voz a distancia de una realidad llegue a tocar a la otra—, esta conexión entre espacios se le hará insoportable. Comenzará la paranoia. De una u otra forma, la radio y la televisión están siempre presentes. Lanzan sus discursos y, con ellos, moldean pensamientos, configuran prejuicios y generan cuchicheos. La fotografía de la boda de Jean que su hermana, contra la voluntad de Jean, conserva o el compañero de trabajo con el que una de las otras profesoras le quiere juntar, constituyen un todo junto al programa de televisión de citas al que Jean es aficionada. También junto al Artículo 28. Son discursos que le dicen a Jean lo que debería ser y juzgan lo que ella, efectivamente, es. Son discursos de odio. No hará falta que nadie descubra que Jean es lesbiana o que la denuncie explícitamente como tal. La simple posibilidad de ser descubierta será suficiente para activar en ella todas las alarmas.

El miedo hará que la que se ataque y se acose sea ella misma. Empezará a escudriñar sus actos y sus gestos como si en cada uno de ellos se pudiera percibir la verdad que trata de ocultar. Tocar a una de sus alumnas de gimnasia para corregir una postura física o estar en el vestuario serán comportamientos, antes corrientes, que se transformarán en peligrosos y culpables. Los discursos tienen la capacidad de modificar los cuerpos. Las ojeras y, en general, el deterioro que se apreciará en Jean, a causa del insomnio y el permanente estado de alerta, así lo constata. Pero, sobre todo, tienen la capacidad de influir convirtiendo en extraños los gestos hasta entonces naturales. Ese es el punto en que un cuerpo deja de pertenecer a la propia persona, es ya un agente del otro, propiedad del discurso circundante. Cuando Lois necesite su ayuda, Jean, no solo no la ayudará, sino que la traicionará. Desea el retorno a su normalidad de esferas separadas, recuperar su vida y su cuerpo. Necesita, pues, librarse de quien une lo que ella había mantenido dividido. Tiene la oportunidad de adoptar un comportamiento heroico y fallará. Ese es, de hecho, el gran triunfo de un discurso de odio. Lograr que el miedo lleve a una víctima a traicionar su propia ética y volverse así, a sus propios ojos, culpable. Responsable de las consecuencias del odio. Dos veces víctima.

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La voluntad de Jean de ocultar su sexualidad, dificultará su relación con Viv, que desea experimentar y manifestar su amor con toda naturalidad. Si la autonomía ilustrada creó espacios de debate apartados, la autonomía moderna exigió que se diera un salto adelante. Las salas de fumadores, los cafés y los museos, fueron lugares válidos para una época que, no lo olvidemos, había crecido con el temor a las represalias imperiales. La modernidad, sustentada en una burguesía que ya se había hecho con el poder, creó a individuos que querían lograr para la intimidad un mayor espacio de libertad. Es la época del flâneur y del dandi. De Baudelaire y Oscar Wilde. Personas que quisieron expresar desde sus ropas, sus actos y sus vidas, su pensamiento. Tal y como la obra de arte salía de los museos y ocupaba las calles —lo que, con el tiempo, acabaría por conducir al grafiti y la performance—, la autonomía salía de los espacios para adentrarse en los cuerpos. Viv lleva tatuajes que proclaman, igual que lo hace su ropa y manifiestan sus actos, su lesbianismo. Los tatuajes de Viv cumplen, entre otras, una función de control sobre el propio cuerpo, lo señalan como espacio de autonomía moderna. Si los discursos de odio tratan de hacerse con la propiedad de los cuerpos a los que agreden, como lo están haciendo con Jean, los tatuajes de Viv son, en cierto sentido, un amuleto, un mecanismo de reapropiación.

En la secuencia que abre la película, Jean se está decolorando el pelo. Junto a la imagen del espejo que le divide el rostro en dos, da al espectador la idea de ocultamiento. De quien se está disfrazando. Una imagen, sin embargo, tiene la capacidad de ser leída de diferentes maneras y, a veces, puede modificarse dependiendo de qué otras imágenes la rodeen. Como un azul que no es el mismo al lado de un verde, de un amarillo o de un rojo, que diría Robert Bresson. Los discursos que, desde el inicio, son emitidos por el entorno, tienen la capacidad de incrustarse en el cuerpo de Jean, pero, al hacerlo, se denuncian a sí mismos. Si Jean disfrutaba del programa de televisión de citas sin ningún problema, descubrirá su dimensión maligna a medida que sufra en su carne el trauma de las ideas que este programa conlleva. Viv, que ya ha asumido su identidad en lo corporal, detesta el programa desde el inicio. Dos tipos de autonomía, dos formas de acercarse, de entender y de enfrentarse al mundo. Quizá lo que Oakley retrata desde el comienzo de la película no es tanto un esconderse como un periodo de cambio. Jean, que ya ha interiorizado la autonomía ilustrada, está a punto de dar el paso a la moderna. Su cuerpo sufre el dolor de lo que está evolucionando, de lo que está transitando hacia una nueva forma de entenderse a sí mismo. De ser así, el decolorarse el pelo al inicio de la película, quizá, sea una acción que tenga más que ver con los tatuajes de Viv que con ponerse una máscara. Quizá hemos tomado por un signo de ocultamiento lo que es, ya desde un principio, el anuncio de una transformación.

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