Breaking Bad
La revancha de Heisenberg. Por Marco Antonio Núñez
Ahora sí le quedó bien, a Nuevo México el nombre./
A México se parece en tanta droga que esconde/
sólo que hay un capo gringo/
por "Heisenberg" lo conocen.
Partiendo de una premisa argumental ciertamente insólita, pero que hacen plenamente verosímil un puñado de guiones que nunca condescienden con el efectismo, Vincen Gilliam configura un universo regido por la ambigüedad desde el que traza la genealogía de una cantidad de oposiciones conceptuales, situándose en una delgada línea fronteriza, geográfica (Nuevo México), social (legalidad/ilegalidad), corporal (salud/enfermedad), moral (moral colectiva/ ética individual), desde dónde articula un discurso que muestra cómo a partir de las propias contradicciones con las que convivimos de forma cotidiana, resulta imposible de emitir un juicio definitivo sobre la obra y el carácter de Walter White, y sí, en cambio, abrazar su humanidad compleja, agónica, trabada en una lucha con el tiempo que no puede ganar.
Pero, con todo, algo gana. Llámenlo dignidad, autoestima, vida.
Walter (Bryan Cranston) es el perdedor en el que resulta fácil reconocerse. El hombre tranquilo que se pregunta cada mañana, mientras espera a que el café esté listo, si no podría haber hecho algo más. Si eso es todo lo que cabía esperar de él mismo. No se trata de dinero o reconocimiento académico. Se trata de él ante un espejo cuando ya ha consumido dos tercios de su vida. Entonces, sobre la superficie azogada se comienza a insinuar una figura oscura y espigada, tocada con un sobrero y gafas ahumadas, con un duro pensamiento apretado en el ceño.
Ese gran filósofo que fue, es y será, Mick Jagger quedó dicho, You can’t always get what you want. Heisenberg está dispuesto a llevarle la contraria. Pese a quien pese y caiga quien caiga.
Pero antes de Heisenberg está la enfermedad.
2. Breaking Bad: El cáncer.
Cáncer. Esa palabra que no nombramos para que pase de largo, como evitábamos la mirada en el colegio ante el profesor cuando no habíamos hecho las tareas. Cáncer. Esa palabra que evitamos leer en la cajetilla de los cigarrillos, por si así lo despistamos un día más. Cáncer, sí, ¿a qué incomoda? Agazapado, esperando. La genética, los malos hábitos. El cuerpo es un campo de minas con un cangrejo pintado en su siniestro lomo.
La vida resuelta a la que aspira el pequeño burgués con todos los atributos de una normalidad socialmente aceptada y prestigiada, se antoja invulnerable desde el momento en el que la anticipación de todos esos planes demanda su exacto cumplimiento. Hasta que un mal día, el zarpazo de la enfermedad, esquinada, evitada, no mencionada, desbarata planes y nos deja sin futuro. Quisiéramos creer que la enfermedad es lo anormal para silenciar así el miedo y fumarnos tranquilos el pitillo de la mañana (el único y culpable cigarrillo que nos permitimos). Sin embargo es tan cercana, tan íntima a nuestro cuerpo como la salud. La enfermedad es una extensión del organismo. Una rebelión de los órganos, se ha dicho. Una evolución hacia la disfunción. Quizá un estadio más avanzado.
Fritz Zorn en Bajo el signo de Marte, uno de los libros más demoledores que se han escrito desde la enfermedad, la saluda como su salvadora. La enfermedad fue en su caso un revulsivo contra la vida declinante y remedio fatal contra la depresión, a la vez que una consecuencia de ambas. El mal físico surge como efecto de un mal moral anterior, sin embargo alienta a la voluntad para que sea capaz de revertir un estado de melancolía e infundir nuevas ansias de vida a partir de la lucha.
La enfermedad, con toda su potencia alegórica, deviene en Breaking Bad premisa argumental y motivación primera de las acciones de Walter. Sin embargo, lo peor de morirse son los otros. Como siempre, el infierno son los otros. El otro, no conforme con alienarnos, expropiarnos nuestro mundo, privarnos de posibilidades a las que pone cerco con las suyas, nos priva además de la opción de una muerte íntima, solitaria, serena. La enfermedad, una vez se instala, pacta un nuevo contrato entre el sujeto y el grupo, la familia, amigos y colegas.
La enfermedad y la muerte misma se viven hacia afuera. Se vive en el otro y desde su dolor. El dolor de la pérdida que anticipa Walter en su mujer e hijo le llega a causar una ansiedad mayor que la que engendra su propia partida. La incertidumbre por el futuro doméstico, impiden a Walter hacerse cargo debidamente de su muerte, plegarse sobre ella, arrullarla entre orquídeas negras. Morirse no es una opción responsable cuando se tiene familia. Así que Walter comienza a vivir como nunca antes, de un modo afirmativo.
Nada hace sentir más vivo que la experiencia de la muerte, se ha dicho. A lo que podríamos añadir abrazando a Freud, que sin el concurso del dolor que suministra la interacción con el exterior, lo orgánico sucumbiría irremediablemente a la pulsión de muerte que lleva clavada en el pecho.
Walter pondrá su sabiduría técnica al servicio del bien familiar con una empresa que vulnera la norma social. Pero veamos en primer lugar cuál es la lectura comunitaria de la enfermedad.
La solidaridad nace, más que de la empatía con el enfermo, del miedo mismo al enfermo. La enfermedad es una abstracción, el enfermo es su vehículo, su huella. El deseo de conjurar el mal, ese no-vaya-a-ser-que-me-pase-a-mí, hace aflorar una batería de buenos sentimientos que nunca son altruistas al estar acompañados además de un placer inmediato, contiguo a la tranquilidad ilusoria que dispensa.
El espectáculo de la solidaridad labora además de como elemento comunitario cohesivo, a la manera de una poderosa droga natural. El chute de endorfinas que suministra el cerebro cuando participamos en una actividad socialmente reconocida tiene un cuelgue poderosos y casi adictivo. Junior pondrá en marcha con éxito la maquinaria recaudadora, apelando a la compasión ajena y se hará entonces en Walter, explícito el conflicto entre la aceptación de la caridad al costo de la dignidad personal, aceptando que nada es meramente altruista. Rebelarse contra la compasión es uno de los caminos que le acercan a Heisenberg.
3. Breaking Bad: Walter/Heisenberg.
Heisenberg siempre estuvo ahí, las nuevas circunstancias son las que demandan su concurso. Su fuerza nace de la debilidad de Walter.
La enfermedad puede aquejar a la voluntad o al cuerpo. Si su huésped es la voluntad, tenemos al típico hombre/mujer que nace, crece, trabaja, fornica un poco, se droga dentro de la legalidad (alcohol, antidepresivos, etc), paga impuestos, cría hijos, envejece y muere por no tener nada mejor que seguir haciendo.
La enfermedad de Walter radica en su organismo, y junto a la responsabilidad mencionada más arriba, arman una voluntad hasta entonces en letargo. Heisenberg es Hyde, expresión de la voluntad no adocenada socialmente, expeditivo, inteligente, maquiavélico que no transige con la culpa ni da opción al arrepentimiento. El papel que los otros han atribuido a Walter es el de configurar un amable continente de su compasión, un recipiente para dar ocasión a los buenos sentimientos ajenos. Pero Heisenberg, cortésmente, declina el honor.
La frialdad, no con la que ejecuta, sino asimila, el asesinato de un primer narco rival que luego será disuelto en ácido, sorprende al espectador durante los primeros compases de la trama. El nuevo carácter se afianza en el trato firme y seguro que mantiene con el clan de los Salamanca y Gustavo Fring (Giancarlo Esposito), más tarde. Heisenberg llega a ser un virtuoso de la maquinación, un maestro ajedrecista que se sirve de sus enemigos de la DEA y el viejo Salamanca para dar Mate al Rey Gustavo, en uno de los momentos más memorables de la serie. De toda la historia de la televisión, diría.
Si bien es cierto, en numerosas ocasiones la suerte se decanta a su favor al borde del abismo (rasgo que no pasará inadvertido a Jesse, y en el que ve una prueba de la naturaleza luciferina de su colega), estas situaciones son gestionadas con sabiduría dramática y nunca distorsiona la psicología de su carácter. Su mejor arma es la aparente debilidad que comunica en su comercio con los hampones, confiados en exceso ante un mero profesor de secundaria, flacucho y con aspecto de empollón.
Al otro lado de la frontera, la misteriosa figura alcanza dimensiones de mito. Su efigie preside altares improvisados, como un demonio al que se pretende ahuyentar con ofrendas o volver propicio con oficio de plegarias. La impagable Heisenberg Song de Los Cuates de Sinaloa, con la que se abre un capítulo en la segunda temporada, da un aliento épico y confiere una dimensión mítica a un personaje que, ya por entonces tiene en jaque a los cárteles.
A medida que la fama de Heisenberg crezca y la habilidad de Walter alejen de sí las investigaciones de Scharaeder , su hýbris no tolerará fácilmente que la gloria, una vez más, pase de largo, de modo que casi sin querer pone a su cuñado de la DEA tras la pista acertada.
Walter necesita ser reconocido como Heisenberg. Necesita mostrar al mundo su obra, reapropiarse de ella, asimilarla para suturar la herida abierta entre él y el mundo de los otros. Si como Hegel dijo, la vida es la lucha por el reconocimiento, el genio de la química esquinado en la mediocridad profesional, el canceroso cincuentón receptáculo de compasión ajena o el marido humillado por la infidelidad, no puede evitar admitir altivo ante su mujer, quién es el hombre con el que está casada.
«¿Estamos en peligro?», le pregunta Skyler (Anna Gunn). «Yo soy el peligro», es la lacónica, rotunda y definitiva respuesta de Walter.
Cuando pierda definitivamente a su familia, tras la muerte de Hank, protestará primero que todo lo que hizo fue por ellos. Lo cierto es que Walter sabe bien cuáles fueron las profundas razones que guiaron sus actos. No fue la familia ni la codicia. Fue la pasión, la mejor de cuantas drogas podremos probar. Una que no compra el dinero. Una droga que sólo podemos conservar cultivando aquello por lo que nos apasionamos, aunque no nos reporte otro beneficio que su cercanía. A Walter su pasión le cuesta mucho, pero ella hace que esos últimos años sean los mejores de su vida.
Y aunque al final Gilliam quiera regresar a Walter activando un cáncer que se antoja más un alivio que condena a esas alturas del relato, y castigar en su soledad asfixiante los males que ha causado (que no son pocos), el hombre que muere matando entre probetas y encendedores Bunsem, con nostalgia de la «cocina», es, sólo puede ser Heisenberg.
La relación entre Walter y Jesse (Paul Aaron) es la más compleja que se traba entre dos personajes a lo largo de la serie. Jesse será la víctima colateral de las acciones de Heisenberg. Difícil determinar si Jesse es débil y se enmascara con la ética, o es la propia conciencia ética del personaje la que labra su debilidad. Quizá la ética es en sí misma una expresión de debilidad, en cualquier caso, se trata de un lujo demasiado caro cuando se nada en aguas infestadas de tiburones.
Walter protege a Jesse de sí mismo hasta donde le es posible. Y lo hace manipulando su dolor, procurando su desamparo para tenerlo cerca, a su disposición siempre que sea menester. Es cierto que varias veces le salva la vida, y pese al temor del joven en los últimos episodios, lejos de querer matarle, mantiene una fe ciega (único error que se permite) en su lealtad.
Jesse, por su parte, siempre fue un pobre idiota que necesitaba un maestro. El típico carácter masoquista, como Walter es el sádico. De no haber sido Walter, habría sido Jane (Krysten Ritter, una de las mayores revelaciones de la serie) y en ausencia de una personalidad fuerte que mitigue su miedo, se refugia en la droga. No es casual que se pase la sexta temporada con una cadena al cuello, cocinando meta en régimen de esclavitud. La culpa ya le había puesto los grillos. Él es el «camello» de la parábola de Zaratrusta.
Jesse al final escapa hacia un destino incierto. No tiene voluntad, con lo que tampoco mundo. Le espera un lento descenso a los infiernos desde el exilio de algún piso hediondo, multitudinario, donde languidecerá entre ampollas de dosis vacías, con las manos negras y las pupilas llenas de locura.
5. Breaking Bad: Hank
Hank Schrader (Dean Norris) es el héroe que se niega a aceptar su miedo. De nuevo se hace explícito el conflicto entre individuo y grupo. A diferencia de Walter, él es demasiado macho para aceptar a sus demonios, de modo que se niega a sí mismo la posibilidad de aprender a vivir con ellos (vencerlos no, nadie vence al miedo)
La ironía que abraza al destino del personaje es que la investigación que empieza siendo un mero señuelo, excusa perfecta para rehusar aceptar su nuevo y peligroso cargo en El Paso, algo con lo que dejaría demasiado en evidencia esa heroicidad y hombría que todos le adjudican, le conduce por un sendero accidentado finalmente hacia la muerte.
Pero por el camino, Hank va a ganar también una cuantas cosas. Al renunciar a su promoción profesional (algo que hace por su esposa), la muerte se le hace familiar, íntima, la arrostra sereno, lúcido, sin miedo al fin. en cumplimiento de una terea que empezará a sentir, no sólo como deber. La búsqueda de Heisenberg acaba siendo su verdadera pasión, especialmente cuando sucumba a la depresión tras sobrevivir el tiroteo con los sicarios de Salamanca.
Pese a todo el dolor que le ocasiona, Walter al cabo, da a su cuñado una buena razón para vivir. Algo mejor que la procura de ascensos que le lleven a Washington para complacer a su estúpida mujer.
6. Breaking Bad: La droga
El conflicto que engendra la droga en el comercio entre el sujeto y el grupo radica en la imposibilidad por parte de éste, de reapropiarse de sus efectos. El yonki no devuelve nada a la comunidad. El yonki no mercadea con un bien intercambiable, no ofrece un servicio ni consume, no produce ni gasta. No necesita razones, ni tiene que elegir. La droga es la suprema afirmación del nihilismo, corta amarras con el mundo. En la absoluta dependencia haya el drogadicto la forma más pura de libertad.
Walter produce un material prohibido y condenado por su radical impropiedad. Se arguye razones de salud pública para perseguir el narcotráfico cuando son motivos menos paternales los que la alientan. En última instancia, se trata de preservar la naturaleza productora del homo faber por temor ante un posible colapso del sistema. Sin embargo, el tráfico reitera las mismas estructuras mercantiles de ese sistema al que parasita y amenaza.
La serie traza con lucidez una alegoría de la globalización económica, desde la producción artesanal del producto en la celebérrima caravana hasta su expansión de su comercio a Europa. El Tercer Mundo es la gran factoría del Primero. La ropa que vestimos, los gadgets con que nos adornamos, los minerales que los hacen posibles, son fruto del sudor y de la sangre de millones de seres humanos, explotados alegremente en aras de nuestro bienestar. Estamos lejos de lo que sería una ética del consumo. Estamos lejos de aquilatar debidamente la inmoralidad intrínseca en el gesto de comprar un iphone o unas nike. Mientras condenamos los toros, colgamos fotos de perros abandonados que buscan un hogar, o yo mismo escribo esto en una herramienta que nace en alguna mina de coltán y se monta en una factoría china, olvidamos que somos cómplices de un genocidio ciego y mudo que a nadie importa. Las víctimas son analfabetos anónimos que nunca escribirán sus experiencias, ningún espacio al que ir de turismo, guardará la memoria de la infamia.
Pues bien, las leyes que persiguen sin ningún éxito el narcotráfico, incurren en el alevoso y premeditado crimen. Nacen de los países consumidores y condenan a los productores a una guerra cruenta y sin cuartel al negarse a aceptar un hecho básico que suscriben en otros ámbitos con fanatismo: sin demanda no hay oferta.
A medida que el mercado de la meta azul se extiende, el número de muertos crece de forma exponencial entre los que producen y exportan, de forma solidaria con la propia lógica mercantilista. Pero eso, el consumidor, no alcanza a verlo. Por las venas abiertas de América Latina fluye la sustancia que colma las ansias hedonistas de los jóvenes universitarios del mundo rico, de los lobos de Wall Street, de las estrellas de cine o de la vecina de enfrente.
La droga para Walter es un medio en la consecución de otros fines distintos del placer o el dinero. La pigmentación azul que adquiere el cristal, fruto de un albur, acaba cifrando el sentido de su aspiración. Si bien, hace posible a las autoridades seguir el rastro de la sustancia y poner cerco a su autor, no es menos cierto que marca un territorio bajo el que se extiende la alargada sombra del mágico alquimista. Labra un prestigio que revierte directamente en Walter y su deseo de reconocimiento. Se hace para sus peligrosos socios imprescindible el concurso del molesto profesor en el negocio, una vez que el color se vuelve seña de identidad de un producto altamente cotizado en el mercado.
Para Jesse la droga es un refugio donde se encuentra a salvo del desamparo. Como aprendiz de brujo sólo consigue la esclavitud. Dominar la fórmula es algo más que combinar elementos. Jesse nunca alcanza el azul de Walter. Su meta acaba perdiendo de un modo significativo, todo color.
7. Breaking Bad: Conclusiones
Hemos tratado de esbozar los temas principales y el sentido de las acciones de un pequeño grupo de personajes, escorando dolorosamente a otros, como el impagable Saul Goodman, Mike o Skyler, en una ficción de una riqueza y complejidad notables, ya que no excepcionales, a tenor la cantidad y calidad de las series que vamos recibiendo.
La industria norteamericana parece al fin haber encontrado el equilibrio. Por un lado factura divertimentos palomiteros que prevalecen en las salas cinematográficas, espectáculos en HD o 3-D, que comparten cartel con amables dramas muy «humanos», acerca de esclavos, viejos o enfermos terminales. En ambos casos se trata de productos destinados a colmar las ansias de estímulos físicos de una parte del público. Historias edificantes que les ayudan a ser mejores personas y suscitar buenos sentimientos.
Por otra parte, se abordan relatos de gran lucidez, complejos, descarnados a veces, brillantes casi siempre, que han encontrado en la intimidad de la pequeña pantalla, su espacio idóneo. Breaking Bad ha sido la penúltima muestra.