Bronce
Por Manuel Quaranta
Mis días, todos iguales,
no han debido, inesperadamente, ser divididos, y para siempre, por esa
herida. Aunque desde el lugar en donde estás –la madurez–
se sepa que alguna vez, una mañana, en el espejo
de todos los días ya no se es, oh cambios, el mismo.
Ya no se es el que se era ni el que se creía ser sino otro.
Los años han de parecer, desde donde estas, cicatrices,
y el tiempo un cuchillo.
Una placa de bronce colocada en cualquier tumba de cualquier cementerio indica la urgencia por retener en la memoria el espíritu del difunto. En este sentido el bronce es símbolo inequívoco de la desesperación humana ante la inocencia del devenir: el tiempo pasa también para los muertos.
La película rosarina –¿es, efectivamente, necesario el gentilicio?– Bronce, dirigida por Claudio Perrin, prescinde de la anécdota. O quizás narra la historia de una tensión que viene, consistente, desarrollándose desde hace al menos 2500 años: devenir y permanencia. Heráclito o Parménides.
Estatuas, bronce, cementerio, telarañas; el tiempo, irremediable, transcurre, pero a la vez parece, vacilante, detenido.
Algo del orden de un duelo imposible de tramitar se nos presenta apenas comienza la película: Berta se para frente al sepulcro de su madre y, tierna, le habla: “Me puse la camisita que me regalaste”; la vitalidad de los muertos en todo su espesor. Niña y mujer –indistinguibles– desgarradas por la sustancia de la que estamos hechos.
¿De qué estamos hechos?
Bronce hace significar a partir de los procedimientos cinematográficos, trabaja ese lenguaje postergando la construcción de una historia, las imágenes, la luz, las sombras, los ruidos, los silencios, elementos determinantes a la hora de generar un sentido.
Por ejemplo las flores. En la camisa de ella, en la de su hermano Horacio, flores en la tumba, símbolo unánime de un apogeo cuyo final anunciado es marchitarse. Somos flores. Vida y muerte. O el rio, metáfora de que todo fluye, del paso inexorable del tiempo. Y a la vez, justo frente al río, Horacio diciendo:
“Está todo igual esto […] Dejaste todo como cuando éramos pendejos”.
Un tiempo detenido, un hastío arcaico ante la existencia. Rodeados de objetos antiguos. Memorias de un pasado irrecuperable.
¿Dónde viven los hermanos? ¿En qué tiempo?
El mar, las estrellas –parecen fijas pero están en movimiento, parecen brillantes pero pueden estar muertas–, los viajes, todo, concluye Berta, “para soñar con otra vida”, ya que el olor del dolor del pasado impregna cada intento de dar un paso. Allí los muertos triunfan, sin embargo la tensión no se deshace.
Y la tensión alcanza un momento cumbre cuando los hermanos –en realidad, hermanastros– consuman la relación incestuosa que viene, densa, desplegándose desde que eran adolescentes. Un incesto necesario para mantener, efectiva, esa tensión entre pasado y presente, muerte y vida que nunca se logra desarmar.
(Entre paréntesis. Todo significa algo en Bronce. Incluso los errores. Cuando Berta le ofrece un mojito a su hermano él entiende mal y le pregunta “¿Qué es un mojico?”. En esta vieja tensión sexual entre ambos el error cobra sentido: cojimo’).
La noche termina.
Despunta un nuevo día. Un nuevo ciclo.
¿Esperanza?
Ella amanece, y ya está con los ojos abiertos.