Bruce Willis
Unbreakable Por Raúl Álvarez
¿Qué quejido humano convoca al guardián de la noche?
Una madre y una hija permanecen atadas a una pared. Su secuestrador, un gigante, se mueve entre las sombras, y respira. Fuera: llueve, truena y relampaguea. David se acerca hasta ellas, les pide silencio mientras las libera, y entonces se enfrenta al monstruo. Ni una palabra. A Bruce Willis nunca le hizo falta demasiado para que su presencia se hiciera notar, y con ella y detrás de ella, como una red de arrastre, todas las miradas quedaban atrapadas. Tenía y tiene esa rara cualidad que suele denominarse carisma –la naturaleza, decía Cortázar, reparte caprichosa su gracia– y pocos cineastas supieron sacarle mejor partido que M. Night Shyamalan en El protegido (Unbreakable, 2000), a la que pertenece la escena descrita al principio de estas líneas, y sus secuelas; la tercera de ellas, magnífica. Shyamalan entendió como nadie la fuerza icónica de su rostro, la de un héroe que sangra, y le regaló un personaje que asumía como propias en la ficción las virtudes y defectos del Willis actor y posiblemente también las del Willis persona. Ante todo, y pese a todo, un tipo en el que podías confiar. Un buen tipo.
Puede parecer exagerado, pero creo sinceramente que pocos intérpretes en la historia reciente del cine comercial norteamericano han sido capaces de transitar con aparente tanta facilidad de la comedia a la acción o del suspense al drama. Le bastaba con girar el cuello a derecha o izquierda, fruncir ligeramente los labios, entornar los ojos, dirigirlos hacia un punto inconcreto entre su interlocutor y el espacio vacío entre ambos, y lanzar una mirada o una andanada de palabras. Ramón Langa, su doblador en castellano, contribuyó no poco a popularizar ese registro entre los espectadores españoles. Todo estaba ya en Luz de luna (Moonlightning, Glenn Gordon Caron, 1985-1989), Cita a ciegas (Blind Date, Blake Edwards, 1987) y Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988), es cierto, pero sería injusto considerar que de ahí en adelante Willis se limitó a ser una copia en facsímil de sí mismo. En todo caso, siempre igual pero diferente, como le pedía De Mille a sus estrellas. Incluso en la última década de su carrera, cuando enlazaba un producto alimenticio tras otro para la sociedad Emmett/Furla/Oasis Films, Willis se distinguía de sus compañeros de reparto con un gesto tan leve como inalcanzable para ellos. Lo complejo en lo simple. Hablaba antes de carisma, aunque en su caso tal vez sería más adecuado referirse al aura.
Luz de luna
La década que transcurre de 1988 a 1998 representa la edad dorada de Willis. Comienza precisamente con los tres títulos antes mencionados y termina con Armageddon (Michael Bay, 1998). Entre medias, casi una treintena de producciones, entre cine y televisión, lo convirtieron en una estrella mundial y, junto con Tom Cruise, en uno de los rostros más conocidos de un Hollywood que en esos años confiaba fundamentalmente en la acción y la comedia romántica, epítomes de una América que había sacado pecho con Ronald Reagan y se reía con Bill Clinton. Fuera de la pantalla, fueron los años de su matrimonio con Demi Moore, su salto fugaz a la música y su asociación con Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger en la cadena de restauración Planet Hollywood. Dentro de ella, el público lo acompañaba de manera fiel, salvo excepciones, en cintas como La jungla 2 (Alerta roja) (Die Hard 2, Renny Harlin, 1990), La hoguera de las vanidades (The Bonfire of the Vanities, 1990, Brian De Palma), El gran halcón (Hudson Hawk, Michae Lehmann, 1991), El último boy scout (The Last Boy Scout, Tony Scott, 1991), El juego de Hollywood (The Player, Robert Altman, 1992), Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), 12 monos (Twelve Monkeys, Terry Gilliam, 1995), El último hombre (Last Man Standing, Walter Hill, 1995), Jungla de cristal: la venganza (Die Hard: With a Vengeance, John MacTiernan, 1995), El quinto elemento (The Fifth Element, Luc Besson, 1997), The Jackal (Chacal) (The Jackal, Michael Caton-Jones, 1997) o Estado de sitio (The Siege, Edward Zwick, 1998).
Siempre se ha dicho que Bruce Willis elegía mal, al azar o por dinero. Parece probable, sin embargo, que la hiperactividad de esos años respondiera, como indica John Parker en su biografía no autorizada del actor, al deseo de Willis de apurar los días haciendo lo que más le gustaba: vivir su vida a través de otras vidas. Sea como fuere, en la memoria cinéfila de España esos títulos remiten primero al cine de barrio y más tarde al de multisalas, también a las sesiones de verano, al videoclub y a las compras en formato doméstico (primero VHS y luego DVD) de los viernes por la tarde. Para al menos un par de generaciones, y hay que decirlo, tanto entre hombres como entre mujeres, Willis constituía una imagen agradable, cálida, simpática y seductora, y sus películas se contemplaban desde el puro placer de verlo sonreír o perseguir delincuentes. La presencia por delante de la historia. Es el mismo efecto que buscaban las antiguas majors en sus estrellas, si bien entonces se proyectaban perfiles más codificados en función de estereotipos y el gusto de la época.
Armageddon
Willis, y, en general, los actores y actrices de su generación tenían esa misma habilidad para cambiar de registro y, sin embargo, seguir siendo reconocibles ante el público, con ligeras variaciones que dependían del director de turno. De Willis sacaron lo mejor McTiernan, Tarantino, Tony Scott, Shyamalan, Donner y el Norman Jewison de la hoy olvidada Recuerdos de guerra (In Country, 1989), casi siempre en papeles de antihéroe disfuncional que se reencuentra con su familia después de un proceso sacrificial de redención. Estos días, mal, habrá quien escriba o diga que sus dotes interpretativas eran limitadas. Peor, que sus papeles incidían en la imagen del típico canallita socarrón. Aún peor, que representaba una de esas masculinidades tóxicas que tanto daño han hecho a no se sabe quién o por qué. Willis podía gustar más o menos, pero no se sostiene que fuera mal actor ni que sus personajes sirvieran al propósito de la perpetuación de cierto estado de las cosas. Esas voces, ¿no se han parado a pensar en el subtexto de El último boy scout (Tony Scott, 1991)?
Aunque fuera solo por el David Addison de Luz de luna, cuyos guionistas supieron explotar una vis cómica tan natural como irreprimible, y que habría encajado bien en el tono sarcástico de Howard Hawks o George Cukor, Willis merecería un elogio en estos duros momentos para él y su familia. Máxime cuando, según la prensa norteamericana, su deterioro era un secreto a voces en los sets de rodaje desde hace un par de años, pese a lo cual él siguió trabajando. El asunto aquí, aunque suene a impresión hagiográfica, es que Willis fue algo más, mucho más que un donjuán gracioso o un héroe de acción para toda la familia. En el cambio de milenio, El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999) y El protegido descubrieron en él un registro melancólico que reflejaba buena parte de los miedos y la ansiedad del mundo occidental antes y después de los atentados del 11S. Acaso sin pretenderlo, pero ahí están las evidencias, Shyamalan supo concretar en ambos personajes de Willis varias de las ideas acerca de la construcción de la identidad que intelectuales de la talla de Žižek, Baudrillard y Houellebecq, entre otros, barruntaban en sus obras desde mediados de los años noventa. En un contexto global de inseguridad, amenazas, incertidumbre e individualismo, la identidad, según Shyamalan, deviene en un espejo roto cuyos fragmentos solo es posible reconstruir y pegar a duras penas a partir de la negación real del sistema. Si de algo tratan esas películas y, en general, su cine, es de la hipocresía y el cinismo que determinan las relaciones humanas en el marco de un sistema económico que anima a sustituir los afectos por el interés. Cede quien quiere hacerlo, y quien se resiste, sufre a cambio de mantener su integridad. Esta es la forma más pura de heroísmo.
El sexto sentido
La quiebra psicológica de Malcolm Crowe (El sexto sentido) y David Dunn (El protegido) tiene su origen en esa disyuntiva, y su catarsis posterior, planteada como un martirologio, puede interpretarse como una elección moral que conduce a ambos personajes a desafiar el estado de las cosas; a descorrer el incómodo velo de las apariencias. El rostro afligido de Willis expresa una humanidad dubitativa y atormentada que marca en las cicatrices de su cuerpo, renqueante pero aún firme, la desazón ante las dinámicas alienantes del cambio de milenio. Malcolm, una vida muerta, y David, un muerto en vida, constituyen las dos caras de una misma moneda: la carga ontológica del ser en un universo que ha dejado de existir. La famosa frase “En ocasiones veo muertos”, que pronuncia Haley Joel Osment en El sexto sentido, no revela la dimensión invisible del más allá, sino la esfera visible del aquí y ahora. No es una cita literal, sino el parafraseo de una intuición más incómoda: estamos todos muertos.
Resulta cuanto menos paradójico que la carrera de Willis comience a declinar justo después de estos éxitos. En la primera década de los 2000 alterna títulos de cierta popularidad intergeneracional, como El chico (The Kid, Jon Turteltaub, 2000), Bandits (Bandidos) (Bandits, Barry Levinson, 2001), La guerra de Hart (Hart’s War, Gregory Hoblit, 2002), Lágrimas del sol (Tears of the Sun, Antoine Fuqua, 2003), Sin City: Ciudad del pecado (Sin City, Frank Miller, Quentin Tarantino y Robert Rodríguez, 2005) y La jungla 4.0 (Live Free or Die Hard, Len Wiseman, 2007), con cintas de serie media o media-alta, de pretendido prestigio y repartos de peso, que anuncian su relación posterior con la serie B. En esas coordenadas se mueven Alpha Dog (Nick Cassavetes, 2006), El caso Slevin (Lucky Number Slevin, Paul McGuigan, 2006), Seduciendo a un extraño (Perfect Stranger, James Foley, 2007), Los sustitutos (Surrogates, Jonathan Mostow, 2009), Vaya par de polis (Cop Out, Kevin Smith, 2010) y RED (Robert Schwentke, 2010). En estos años Willis juega también al cameo y la autoparodia en sagas y gamberradas como Los mercenarios (The Expendables, Sylvester Stallone, 2010), Los ángeles de Charlie: Al límite (Charlie’s Angels: Full Throttle, McG, 2003), Oceans Twelve (Uno más entra en juego) (Ocean’s Twelve, Steven Soderbergh, 2004) y Grindhouse: Planet Terror (Planet Terror, Robert Rodríguez, 2007). Entre tanto ruido de petardos, 16 calles (16 Blocks, Richard Donner, 2006) se eleva tal vez como su película más personal y, desde luego, la que mejor retrata al Willis por venir; un héroe crepuscular cuya moralidad ya no encaja en el mundo. Duele la felicidad impostada del epílogo, cuando un Willis semi-rehabilitado trata de convencerse de que la vida le ha dado una segunda oportunidad.
La segunda década de los 2000, y hasta llegar a nuestros días, su filmografía aterriza de lleno en la serie B de la mano de la Emmett/Furla/Oasis Films. Willis se convierte en una máquina de rodar y hacer dinero (y cobrarlo) sin más ambición aparente que la de pasar el rato y mantener su tren de vida y el de su familia. Hasta 2014 se rastrea algún intento por recuperar el brillo en su género predilecto, el thriller de acción, caso de La fría luz del día (The Cold Light of Day, Mabrouk El Mechri, 2012), Looper (Rian Johnson, 2012), Los mercenarios 2 (The Expendables 2, Simon West, 2012), La jungla: Un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, John Moore, 2013), G.I. Joe: La venganza (G.I. Joe: Retaliation, Jon M. Chu, 2013) y RED 2 (Dean Parisot, 2013). Fuegos fatuos que se consumen en The Prince (Brian A. Miller, 2014), su primera colaboración con la Emmett/Furla/Oasis Films y punto de partida de una espiral decadente y sin freno que en tan solo ochos años, los que van de 2014 a este 2022, suma la pasmosa cifra de cuarenta películas, incluyendo las ocho completadas y/o en postproducción que figuran en Imdb con su nombre en los créditos.
Cómo no, Shyamalan salió al rescate en un par de ocasiones. El cameo en Múltiple (Split, 2016) y su regreso completo como David Dunn en Glass (Cristal) (Glass, 2019) fueron, junto con El justiciero (Death Wish) (Death Wish, Eli Roth, 2018), sus papeles si no más destacados sí los más conocidos a ojos del gran público y sus seguidores de siempre. “Tal vez creemos algo que ni siquiera es cierto”, se le oye decir en Glass a modo de despedida antes de aceptar su destino. Es posible que la carrera de Willis, como el viaje de David, haya sido desde el principio una historia de orígenes, y que sea ahora, en su abrupto final, cuando nos demos cuenta de ello. Las cosas empiezan y terminan, y entretanto solo nos quedan los recuerdos. Si la medida de un actor la da la pregnancia de su presencia y los recuerdos que deja, Willis, al menos para mí, fue un gigante. Me ha procurado diversión infinita y algunas de las mejores charlas cinéfilas que he mantenido con mis amigos. Carlos (tú sabes quién eres), nos seguiremos viendo en el edificio Nakatomi.
16 calles