Café de Flore

¡Mamá, café! Por Fernando Solla

“Hay fantasías a las que cuesta renunciar”Marc-André Grondin en C.R.A.Z.Y. (Jean-Marc Vallée, 2005)

Potentísimo nuevo largometraje de Jean-Marc Vallée, que nos ofrece con este Café de Flore una de las sorpresas no sólo del verano, sino del año cinematográfico que nos ocupa. Oda romántica y sugestiva, cuyo guión avanza más a través de las imágenes y los sonidos que de los diálogos, sumergiéndonos en la(s) historia(s) de los personajes con un ritmo que no se relaja en ningún momento, guiado por una mano firme que hace avanzar el argumento de manera fragmentada y que a cada minuto que pasa atenta contra la racionalidad dramática espaciotemporal de los espectadores, venciendo (por poco) la caída en una explicación esotérica ridícula más o menos simplista y risible y valiéndose de la inverosimilitud como elemento catalizador y, a la vez, canalizador y catártico del drama romántico (romántico, sí. Ni fantástico, ni de ciencia-ficción como hemos leído por ahí). Lo que nos ofrece Vallée es un extraordinario canto a ese amor imposible que sólo es posible (valga la incongruencia) en el relato de ficción, un amor que supera las barreras temporales, sociales y corporales. El realizador va tan a muerte con su particularísimo planteamiento del desarrollo argumental que une las dos (que en realidad son tres, o quizá una) historias y consigue que para el atónito espectador, que ocupa cualquiera de las plateas donde se proyecta la película, conmoción, escepticismo y desconcierto se conviertan en sinónimos.

Tras unos segundos en silencio, después de degustar las últimas gotas de este amargo y angustiosamente delicioso Café de Flore, empieza a renacer en nuestro interior aquel viejo, conocido y extrañado ardor provocado por la emoción más sincera y alejada de cualquier artificio esencial (que no formal), para acto seguido estallar en un sollozo ahogado y silenciosamente íntimo, delatado tímidamente por unas pocas lágrimas que empiezan a formarse en nuestras ojos, que nunca llegarán a derramarse, ya que lo que acabamos de presenciar ha transformado nuestra tristeza inicial en una especie de alivio intrínseco a nuestra naturaleza de románticos empedernidos y sin remedio.

Nuestros corazones inquietos se ven apaciguados a través de la caricia de esa mano simbólica que parece salir de la pantalla para que reconozcamos a los personajes de Jaqueline (Vanessa Paradis) y Antoine (Kevin Parent) en lo más profundo de nuestro ser, convirtiéndonos en portadores de la capacidad de hacer (más) grande la historia narrada, aplicando nuestra experiencia en el terreno amoroso y evocando en un mismo espacio mental y atemporal a aquellas personas (pasadas, presentes y futuras) que han trascendido sentimental y/o físicamente durante nuestro periplo vital y han modelado nuestra educación pasional, delimitando e influyendo profundamente en la definición que hemos creado de nosotros mismos. Si, como es el caso del aquí presente, se tiene la suerte de compartir jornada cinematográfica, con una persona cuya sensibilidad es afín a la propia y su repercusión en nuestra conducta es, como mínimo, importante, la satisfacción provocada por el visionado está asegurada.

Vanessa Paradis va tan a muerte en su interpretación como el realizador con las informalidades en el desarrollo narrativo de la historia. Vallée firma también el guión cinematográfico y la, ya de por sí estupenda, interpretación de la francesa se beneficia sobremanera de ello, ya que el personaje de Jaqueline es el más matizado y a la vez contradictorio, sensible y rudo, lleno de esperanza y desgarrador, luchador y optimista pero obcecado e inflexible de todo el dramatis personae. Sin duda esta madre abandonada por el marido tras el nacimiento de su hijo, con Síndrome de Down, que convertirá en objetivo principal y único en su vida que el retoño supere los veinticinco años de edad (esperanza de vida media para los que sufrían esta disfunción, al menos en el París de 1969) quedará grabada en nuestra memoria durante un largo período de tiempo. Jaqueline sabe que su hijo aprende mediante mimetismo, desarrollando una memoria diríamos que prodigiosa e imitando todo lo que ve, por repetición. Laurent (Marin Gerrier) aprenderá a querer, a amar, por ese mismo mimetismo que no es más que reflejo del amor profundísimo e inquebrantable que le profesa su madre. El primer amor es incondicional, puro, hermoso, esencial, ay sí, pero no imperecedero, y sí mutable y variable. Y también lo será para Laurent, con la llegada de Véronique (Alice Dubois), que padece la misma enfermedad que él, y que se convertirá en inseparable del niño, su segunda media naranja.

Café de Floré

Tranquilos que queda muchísimo por descubrir. Lo dejaremos aquí, frenando en seco nuestro entusiasmo para que no se convierta en spoiler. Lo que sí que podemos asegurar es que de esta relación amorosa entre madre e hijo nacen un conjunto de escenas antológicas, preciosísimas y desde el momento mismo del visionado preciadísimas, como son esa felicitación disfrazada de bronca de Jaqueline a su hijo cuando éste aprende a defenderse por sí mismo, el imprevisto y breve monólogo (bravo, Paradis) que repasa la valentía o falta de ella del sistema educativo, la responsabilidad de los padres por encima de la escuela y la condena social que supone padecer una enfermedad como el SD; el pastel de cumpleaños repleto de esas velas gastadas que vienen dentro de una especie de capuchón rojo como las que la pareja enciende en Notre-Dame o la Madeleine, y ese momento matutino, cotidiano y diario en que Laurent pide, reclamante y exigente “¡Café, Mamá!”. Y la madre, pues va y se lo prepara. Se levanta de la cama, enciende el tocadiscos y empieza a sonar la canción de Matthew Herbert que da título a la película. Impresionante.

Gracias, Jean-Marc Vallée, por proporcionar al personaje de Laurent de una historia propia, particular y con enjundia, más allá de la misma enfermedad, tanto del personaje como del intérprete. Este es, sin duda, el mayor logro de toda la película y merece nuestro aplauso más sonoro y sonado. Ya era hora de quitar un poco de almíbar en las historias amorosas y románticas y el nombre de ese nuevo fenómeno será Laurent, un personaje que, en palabras de una narradora que parece actuar de médium entre las mentes de los personajes y de los espectadores “…no lo tiene todo para ser feliz, pero tampoco la lucidez para saberlo”. Quien sí que posee recursos de todo tipo para alcanzar esa paz de espíritu tan ansiada por todos nosotros es Antoine (Kevin Parent), DJ residente en Montreal en 2011. Esposa amantísima y dos hijas, economía holgada y la música, esa música electrónica que le da ganas de vivir y a través de la cual conoce a Rose (Evelyne Brochu). De nuevo encontramos una segunda media naranja. Con Carole (Hélène Florent) aprendió (¿por mimetismo?) a compartir su pasión por la música, la fascinación que representa verse reflejado en los ojos del otro, el sexo y, posteriormente, un hogar, una familia, un proyecto de vida en común. Esa mirada de perplejidad y extrañamiento constante ante el mundo que le rodea es la excelente aportación de Kevin Parent a su personaje. Esa mirada que busca incesantemente encontrarse con los ojos de la mujer de su vida. El montaje fragmentado de la película nos hará dudar en un principio si ese ideal lo encarna Carole o Rose, en un curioso y constante escaqueo del punto de vista narrativo de Vallée, al menos durante la primera parte de la película. Meritoria la interpretación de Hélène Florent, que consigue evitar el ridículo que comentábamos al principio de este texto, ya que Carole es el personaje más inverosímil (en apariencia), que curiosamente corre el riesgo de provocar nuestro rechazo y apatía, a pesar de ser la mujer abandonada, que parece resignarse y aceptar la situación, aunque le provoque las más terribles e incomprensibles pesadillas, cuyo significado será clave en el desarrollo de la historia.

Nos quedamos con ese retrato de la presencia de otras personas en la vida de los demás y la defensa incansable de las historias de amor imposibles. Y no nos referimos a esos amantes torturados porque la persona querida pertenece a otra, si no a la traslación de esa imposibilidad hacia la materialización de ese amor, a casos tan reales como los vividos por esos nietos que echamos de menos a nuestros abuelos que ya no viven entre nosotros o a ese ideal romántico que sólo existe en nuestra cabeza y que quizá, quién sabe, vivió décadas atrás (hasta que de repente lo encontramos en el presente). Vallée consolida una técnica fascinante que podríamos bautizar como verosimilitud inverosímil. Finalmente queremos destacar el uso y selección de la banda sonora, que nos acerca a esa joyita que para muchos significó el reflejo de la aceptación de algunos condicionantes vitales definitorios en el desarrollo de la identidad individual y adulta llamada C.R.A.Z.Y (2005). Vallée combina la maravillosa canción de Matthew Herbert y sus múltiples variantes con temas (deberíamos decir temazos) de The Cure, Sigur Rós, Pink Floyd y hasta Cole Porter.

No deja de sorprendernos la similitud del amor de Jaqueline y Laurent con el descrito en el cuento Muerte de Lisa Sperling (Mort de Lisa Sperling, 1958) de nuestra Mercè Rodoreda, que empezaba con las palabras “…Vet ací els enamorats… on són els enemorats?” (“…He aquí los enamorados… ¿dónde están los enamorados?). En ambos casos, celebramos la sublimación artística de ese acto, más valiente de lo que parece, en que tanto aceptamos el nacimiento del amor más puro como su pérdida. En pequeñas dosis se saborea mejor.

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Comentarios sobre este artículo

  1. ALBERTO dice:

    QUE BIEN ESCRITO EL TEXTO Y LA MIRADA Y LA MANERA DE SORBER EL CAFE DE FLORE… FELICITACIONES
    TRATARE DE BUSCAR OTROS COMENTARIOS TUYOS SOBRE OTRAS PELICULAS… GRACIAS

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