Call me by your name, de Luca Guadagnino
EL cuerpo (el nombre) en el que no estás Por Aarón Rodríguez
(Apuntes al margen de Call me by your name)
01.
El tiempo y las películas.
Porque el tiempo es inevitable pero las películas permanecen. El tiempo es constitutivo del valor de cada acción, y así cada cuerpo es amado únicamente ahora, y después del amor, será ya otro cuerpo al que quizá podamos seguir amando o quizá no. El problema es que el tiempo no es exactamente un continuo, sino que tiene desgarros, agujeros, fisuras, por los que desemboca en la vida (lo llamamos recuerdo) y de pronto cuerpos que ya no pueden volver jamás (ya no existen) reaparecen como fantasmas, o como imágenes proyectadas, o como sueños molestos. Cada noche, cuando apago la luz (cada vez que entro en una sala, cuando el proyector se enciende) cierro (abro) los ojos y acudo con todo mi deseo al encuentro de los cuerpos perdidos.
De ahí que el psicoanálisis, en su tránsito con el cine, lo tuviera fácil para decir que las películas funcionan como una búsqueda interminable de la imago materna o del objeto de deseo perdido –que viene a ser, al fin y a la postre, lo mismo. Yo, que hace ya unos años que dejé de creer en Lacan, lo matizaría y diría que las películas, para que funcionen, tienen que ser una búsqueda interminable de los tiempos perdidos.
02.
La juventud y las películas.
El problema de la juventud es que es la gran fiesta de inauguración del tiempo y, en fin, a partir de un momento muy determinado –todos podemos fecharlo-, la experiencia absoluta de la belleza se acabó. Nunca sentí simpatía por Humbert Humbert ni sus herederos contemporáneos, esos señores de cuarenta tacos que se pasean por las pasarelas de la seducción metiéndole ficha a niñas y niños que emergen de la tardoalescencia. En Call me by your name la cuestión es distinta porque plantea ese ideal filosófico puro del encuentro entre dos inteligencias casi puras, dos cuerpos casi puros, de un temblor experiencial tan extraordinario que nos ilumine con su sentido. El problema, lo decía antes, es que (casi) nadie retiene ese momento afortunado al pasar los años y toda la vida –quiero decir toda la vida– es ese plano final en el que el protagonista clava sus ojos en la chimenea. No es de extrañar que los títulos de crédito hagan lo imposible por permanecer en el relato el mayor tiempo posible. El tiempo posible, el tiempo de lo posible, ya ha terminado. Lo que queda después es la vida, que es otra cosa, y que nunca se cuenta. Se apaga el proyector y es imposible no experimentar al mismo tiempo, el más certero agradecimiento y la más profunda angustia.
03.
El amor y las películas.
Por lo que en el paréntesis del verano (el paréntesis del último verano, que es una idea que me ha obsesionado siempre, desde que yo mismo atravesé la frontera penúltima del deseo y me convertí en una momia cinéfila envejecida y sabia) se abre el territorio en el que se juega la propia construcción de lo que uno ha sido. Toda esa ignorancia, toda esa incapacidad de controlar el cuerpo, la música –siempre mala, siempre hortera-, todo ese mundo de libros que se abrían por leer y las promesas irreprochables de los futuros artistas que acabaron de teleoperadores y de las futuras artistas que se sacaron un máster por lo privado, y todo el sudor derramado y las lágrimas y correr a toda velocidad por los caminos ya resquebrajados de la infancia sorprendido, desarmado ante la vida y el amor y el sexo, y una mujer o un hombre, y un cuerpo que nos trajo la más horrible de las certezas: voy a marcharme.
Y, en efecto, se marchó.
Y, en efecto, cuando todos nosotros, los imbéciles y las imbéciles, nos hacemos veinte perfiles en redes sociales para tener Instagram, Facebook, Twitter, para que vean lo inteligentes que somos, para que vean todos que no hemos fracasado –publicación en abierto: ¿estás seguro de que todo el mundo podrá ver el contenido de tu publicación?-, él o ella, el tiempo perdido, simple y llanamente, no habrán dejado rastro. En el mejor de los casos, será un seudónimo que no podremos encontrar. En el peor, una fotografía familiar orgullosamente oronda de dos niños, sobrepeso, calvicie, en un álbum rubricado con mayúsculas y minúsculas (VeRo_&_JuAn_2017) y uno deseará la muerte urgente. Quedan dos opciones: enloquecer o salir corriendo al cine.
El tiempo vivido, el tiempo del amor y sus fracasos, el tiempo del deseo y sus triunfos, seguirá arañando el interior de nuestro pecho con sus garras afiladas. ¿Recuerdan el Alien que emergía del interior de John Hurt?
Quién sabe. Quizá el amor era eso.
04.
La paternidad y el amor.
Por lo demás, me gustaría escribir más de cómo haber sido padre ha cambiado mi manera de ver las películas, pero en confianza, soy demasiado cobarde. No he llegado a ese punto de eso que ahora llaman “paternidad consciente” –y lo digo como un fracaso- como para ser capaz de poner palabras a ciertos sentimientos. Baste con decir, simple y llanamente, que el tiempo perdido ha quedado reiniciado, de alguna manera que no puedo explicar con claridad, en mis propios hijos. Y es ahora cuando entiendo la segunda catástrofe: convertirse en silencioso acompañante de su dolor, de su descubrimiento de la vida, ser capaz de aceptar sus propias decisiones, ser capaz de no defraudar jamás el peso de la experiencia sobre sus hombros.
Acción imposible, claro, porque si algo caracteriza en lo íntimo a todos los padres, es que fracasamos.
Pero mientras tanto, puede que en ese monólogo casi-final del padre de Call me by your name me encontrara con todo aquello que yo podría, que yo querría decir, legar, ofrecer a mis propios hijos. Es una pieza absoluta de cine, uno de esos momentos en los que pueden más cinco minutos de metraje que todos los libros que se amontonan en las estanterías de los grandes almacenes sobre la crianza, el método Montessori, educar sin lágrimas y la polla en verso. Educar sin lágrimas, dicen: ¿algo nos ha educado más que el gesto absoluto de comprensión, el silencio respetuoso, ante nuestra propia lágrima? ¿Hay algún reto mayor para el padre que estar a la altura del propio sufrimiento de su hijo?
Únicamente por esos cinco minutos habría que defender que Call me by your name es una de las mejores películas del lustro, una cinta tan extraordinariamente humana que hace palidecer de un plumazo a casi todas las películas que vamos encontrando en nuestro pequeño devenir diario. ¿Se han fijado en el amor que desprenden esas líneas de diálogo y en la valentía que era necesaria para rodarlas así? ¿Por qué no le exigimos al cine que hable siempre en esos términos, y si lo hiciera, no seríamos consciente de una vez de hasta qué punto las películas nos cambian la vida?
Y, por el momento, basta.
Es necesario salir de la sala de cine y olvidar, de alguna manera, Call me by your name. Es necesario entrar en las cafeterías, hacerse análisis médicos, llevar el coche al taller o a pasar la ITV. Es necesario vivir, tomar un autobús, escribir un informe.
Pero, ¿qué hacemos con este dolor en el pecho?
Dios mío, ¿qué hacemos?