Call Me by Your Name
La mirada de Elio Por Manu Argüelles
Un regenerarse y un perecer, un construir y destruir sin justificación moral alguna, sumidos en eterna e intacta inocencia, sólo caben en este mundo en el juego del artista y en el del niño. Y así, del mismo modo que juega el artista y juega el niño, lo hace el fuego, siempre vivo y eterno; también él construye y destruye inocentemente; y ese juego lo juega el eón “consigo mismo”. Metamorfoseándose en agua y en tierra, lo mismo que un niño construye castillos de arena junto al mar, el fuego eterno construye y destruye y de época en época el juego comienza de nuevo.
Uno de los milagros del cine norteamericano de la década de los años ochenta fue la aparición de John Hugues. Psychedelic Furs cedía una de sus canciones, Pretty in Pink, para la banda sonora de una de sus mejores y más celebradas películas: La chica de rosa (Pretty in Pink, 1986), que además daba el título al film de Hugues. El grupo nacía en la era post-punk, bajo la influencia del punk, la psicodelia y el glam de David Bowie. Musicalmente en mi biografía está Bowie y después todos los demás. Psychedelic Furs publicaba su disco Forever Now en 1982, en pleno apogeo de la new wave, tendencia musical que nunca he dejado de escuchar. Luca Guadagnino incorpora la canción Love My Way, perteneciente a este LP en dos ocasiones muy revelantes: Oliver (Armie Hammer) baila la canción, Elio (Timothée Chalamet) mira. Oliver se entrega con ese fervor y entusiasmo del que quiere que lo musical se apodere de él, que se rompan los mecanismos de control y se alcance un espacio que ya no está aquí, una dimensión mental y sensorial que ya es algo que se diluye para encontrarse con la emoción pura: una liberación. Uno cree que se eleva cuando la cinética del movimiento al compás del ritmo desbloquea tu cuerpo, lo suficiente para que tú y eso que no te puedo decir te lo esté diciendo ahora, cuando quiero que me llames por tu nombre. De la misma manera que no podemos hablar de esas cosas –tal como Oliver le dice a Elio– pero cuando lo dice ya lo está haciendo. Porque estoy bailando para ti, para que me desees, para que esas barreras invisibles entre nosotros caigan.
Aarón Rodríguez, uno de los analistas cinematográficos que siempre tiene en su poder la frase exacta que te parte en dos, escribía en esta misma publicación: cómo se puede separar la vida de lo escrito, y por extensión, cómo se pueden ver las películas sin mancharse las manos, o a lo peor, fingiendo que uno habla casi de oídas, desinteresadamente, como si el metraje no fuera con él. Porque cuando Oliver baila la canción por segunda vez junto a una chica delante de una iglesia, mientras Elio los observa en la lejanía junto a los amigos de la chica, esa secuencia me devuelve una imagen de mi inocencia, cuando miraba embelesado y fascinado Tocata por donde desfilaban todos aquellos adultos que yo no era pero que esperaba/deseaba ser. Aquella forma de moverse, aquel look, aquella actitud que paradójicamente nunca conseguí alcanzar. Porque cuando ya crecimos, la combinación de objetos, imágenes y gente era otra, nuestra forma de comportarnos también y los grupos que ahora sí los controlabas eran diferentes: bienvenidos a los 90. Con Call Me by your Name no puedo escribir sin meter la manos en el barro, no puedo apartarla por todas esas referencias que componen mi puzle emocional. Desconocía que Love My Way tendría una importancia capital en el último trabajo de Guadagnino, una de las fijas en mi playlist y que por puro azar había escuchado la noche antes de asistir a la proyección. Cuando esta suena en el largometraje, la sorpresa rápidamente cedió a un escalofrío que me recorrió por todo el cuerpo. En ese instante, empecé a sentirme vulnerable. Hasta ese momento había estado muy pendiente de la puesta en escena (cómo Elio es el punto focal principal y Oliver siempre está supeditado a su presencia en el plano) y en ese sentido agolpaba frenéticamente apuntes en mi libreta. Proseguí, no quería romper la concentración, quería sentirme fuera del film porque me interesaba estudiarla para trabajarla y pensarla posteriormente. Pero a partir de ese soplo todo empezó a tambalearse, se empezaba a abrir una brecha. Ya no pensé que Call Me by Your Name era la historia de un primer amor sino que más bien nos sitúa en el momento exacto en el que empezamos a odiar las despedidas; ahí ya no pude seguir tomando notas: estaba dentro y me empecé a sentir muy incómodo. Ya no quería estar allí, lo que hubiese dado por haberla visto en soledad y poder manejar a mi manera un brote de emoción que allí, en el cine, era él quien me estaba gobernando y no al revés. Me estaba asfixiando así que preferí quedarme en lo que le dice el padre a su hijo en el desenlace (uno de los speech más espléndidos que he escuchado en este año), y me repetía al salir una y otra vez que debemos habitar el plano final y conservarlo en nuestras retinas, que cerremos los ojos y siga ahí, que veamos otra película y siga ahí, que nos oprima el pecho hasta que nos falte la respiración, que se forje como una imagen eterna en nuestra mente, como Love My Way y su efecto de magdalena proustiana.
Y sin embargo, por esta distrofia que padezco por un exceso de sentimentalidad, Call Me by Your Name jamás apela a un desgarro o a un desbordamiento como el que estúpidamente estaba sufriendo. Es una película que tiene en su poder el vitalismo, la naturalidad, la entrañable confusión y desorientación de Cuento de verano (Conte d’été, Éric Rohmer, 1996) y el descubrimiento y el aprendizaje a través del deseo y de lo erótico de una película de formación como Maurice (1987), dirigida por James Ivory quién adapta aquí la novela de André Aciman: Llámame por tu nombre (2008). No hay nada en Call Me by Your Name que me pueda retornar una experiencia similar a la que se explica en el largometraje. Nada de amores prohibidos, furtivos y correspondidos y, no obstante, toda la angustia está ahí en contra de mi voluntad. Ese retorno a ese estado de conciencia en el que sé tan poco de las cosas importantes aunque la gente se cree que lo sabes todo. Porque más allá de nostalgias prefabricadas y artificiales, en ese uso mercantilista, facilón y pornográfico de apelar a nuestro pasado, el filme de Guadagnino jamás te busca con esas artimañas. Y sabe mecerte, engatusarte, te distrae lo suficiente para que acabe apuñalándote por la espalda y ante su final uno no puede hacer otra cosa que dejar que la herida sangre. Porque cuánto tiempo evitando el dolor, cuánto esfuerzo por tratar para que las cosas no te afecten, cuánto hemos perdido de nosotros mismos porque hemos querido pasar rápido página ante la pérdida y la ausencia. En ese pesar pierdo mi nombre…pero gano el tuyo. La mirada de Elio frente al fuego, la mirada de Elio.