Callejón sin salida
Esperando a Katelbach Por Marco Antonio Núñez
“Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlí, Alemania.
Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven;
amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.”
1.
Una planicie bajo un cielo despejado y una carretera flanqueada por postes telefónicos. La línea del horizonte se sitúa en el tercio inferior del encuadre, siendo el espacio restante ocupado por el cielo. La carretera llega hasta el borde mismo de la pantalla y se prolonga en oblicuo, lineando una gran perspectiva, anticipando la previsible aparición de un vehículo. Un punto remoto se insinúa allí mismo donde la imagen se fuga. Pronto, ese punto gana la forma de un automóvil que avanza lentamente. Sin más dilación, entra el tema musical de Krysztof Komeda. Entran los primeros rótulos. Comienza Callejón sin salida.
Una imagen estática, un plano situacional carente de acción pero que basta a Roman Polanski para elaborar una compleja red de significantes que opera como contrapunto semántico de un dispositivo narrativo centrado en torno al motivo de la espera. Es decir, un plano previsiblemente contextual, supera con creces nuestras expectativas. Y lo hace desde el contrapunto y la ironía, invistiendo aquellos elementos de sentidos opuestos a los tradicionalmente otorgados.
En primer lugar, horizonte y cielo se codifican en la tradición clásica del cine norteamericano -cinematografía a la que en breve desembarcaría -, como motivos visuales que remiten al dinamismo expansivo o ascensional, la lógica del espíritu de conquista. La carretera, por su parte, potencia estos valores toda vez que dispone a la aventura al sugerir el viaje, el impulso vital o la fuga. Y todos ellos juntos se concretan en torno a una idea: libertad.
Sin embargo ya el título nos anuncia lo contrario, y a nuestros personajes, esa carretera despejada de obstáculos, les conduce solo a un punto de no retorno.
2.
George (Donald Pleseance) es un hombre de negocios que lo ha invertido todo -empresas, vida familiar -, en dos caprichos, a cada cual más extravagante: un castillo, el Castillo de Lindisfarne, lugar donde Walter Scott escribió Rob Roy. La segunda adquisición es Teresa (Françoise Dorléac). La máxima, “lo que posees te posee”, se encarna en George con precisión meridiana. La posesión, como veremos, le priva de sus atributos identitarios: la masculinidad, el dinero (invertido en aquella arquitectura fálica) y una respetabilidad social y familiar que presentimos en declive tras la visita de algunos miembros de su familia.
A este respecto, es reveladora la primera secuencia que transcurre en el dormitorio marital, espacio que manifiesta de sólito el rol de los respectivos sexos y que deviene en escenario de un sainete degradante. Teresa viste a George con un camisón y le pinta los ojos, sin que él oponga demasiada resistencia. La mascarada la culmina con una pantomima en la que corteja al pelele, adoptando una típica actitud agresiva masculina, quizá un eco del primer encuentro entre ambos.
La independencia de Teresa, su autoridad, la negativa a desempeñar el papel de dócil ama de casa que se le asigna, la liberalidad de su conducta sexual puesta de manifiesto desde su misma presentación, revierte en una usurpación transitoria del rol masculino hasta donde le es posible: “Si yo fuera hombre, le daría una buena lección”, reprocha a su marido por su conducta pusilánime cuando el atracador se enseñorea en el “castillo”, usurpando su condición de tal a George. Ella también se “traviste”, en su caso, del autor, Walter Scott. Por último, abofeteará a su marido cuando, tras disparar a Richard, entre en pánico. La relación de sometimiento y humillación latente en la pareja se explicita progresivamente negando al otro en sus atributos y el desempeño de su rol.
El otrora hombre adinerado que pagó por los servicios de la joven francesa y, en consecuencia la degradó a mercancía, se ha convertido en un patético esclavo de su deseo.
De la anterior guisa -travestido -lo hallará Richard cuando entre en la casa para avisar a Katelbach de su localización. Richard encarna al varón rudo, expeditivo, violento, viril en definitiva -no en vano, George pronto gana con él suficiente familiaridad como para llamarle “Dickie” -, el tipo de hombre que Teresa demanda. Durante la primera noche Richard los encierra. George no tiene problemas para conciliar el sueño, pero ella pronto se asoma a la ventana, desnuda. Con uno de los escasos raccords de mirada que Polanski incluye, busca a Richard en el patio.
Con anterioridad ya la vimos yaciendo sobre un adolescente vecino, que si bien puede satisfacer su furor uterino, resulta incapaz de ofrecer la protección que parece demandar bajo su apariencia independiente. Pero Richard es un misógino escarmentado, no solo indiferente a los encantos de Teresa, sino manifiestamente hostil a ellos. Quizá sea este el venero de la compasión casi, que en ocasiones, parece inspirarle George. Sabe bien lo que una mujer así puede hacer con un hombre débil.
Se compone así un curioso triángulo, en ocasiones, cómico, formado por el “hombre”, la “mujer” y el “andrógino”, entre los que se entabla una peculiar relación no exenta de cierta simpatía recíproca entre los hombres, donde no falta la confianza ni la confidencia. Polanski concreta este triángulo dramático visualmente construyendo la gran mayoría de las imágenes con los tres personajes dentro del cuadro, haciendo valer siempre la mayor envergadura de Richard frente a la debilidad de George, llenando la imagen con la apabullante sensualidad de Teresa. Opción estilística que revierte en una ausencia de focalización sobre ninguno de los personajes y la negación casi sistemática del contracampo desde el corte neto, solo descubierto en amplias panorámicas, rasgo que confiere a la cámara una condición de “cuarta pared”. A lo que contribuye la frecuente evolución de los personajes desde el fondo del campo (ocasionalmente en exteriores, campos largos, como el referido al comienzo o durante el plano-secuencia de la amanecida), hacia la cercanía del plano medio, esquema dinámico donde se favorece la integración del personaje en el espacio del que es cautivo.
La localización en la costa británica de Northumbría, tiene la peculiaridad de que la marea vespertina lo deja aislado, elemento que tendrá un desempeño más simbólico que narrativo, especialmente por su elocuente plano final.
3.
Richard espera a Katelbach. Teresa espera a un hombre. Geroge espera la felicidad que su riqueza debe proporcionarle. Ya apuntamos que estamos ante un filme que teatraliza la espera y una forma peculiar de asedio: la marea, la necesidad de afirmarse negando al otro, con su aniquilación en el plano simbólico y en el físico, luego de una escalada de tensión que termina con George disparando, casi sin querer, sobre Richard.
En definitiva, motivos que se concretan visualmente en el estatismo, el inmovilismo -ya una de las primera imágenes es una de las cometas de George atrapada en el cableado telefónico-, motivos potenciados por el aislamiento que origina la pleamar y la voladura final del único coche debido a la ráfaga agónica de la Thompson de Richard. Los hombres parecen siempre anclados al espacio. En numerosas ocasiones los vemos sentados o dormidos, discutiendo, mientras Teresa deambula por el castillo o corre a bañarse al mar. Al final, solo ella logra escapar de aquel aislamiento y aquella dilación del desastre. Naturalmente, en compañía de un tercer hombre, como antes había escapado del burdel donde previsiblemente George la encontró. Como lo hará de nuevo en un futuro.
El paisaje, como vemos, ha establecido un punto de fuga que irónicamente atrapa solo a los personajes masculinos. Richard y Albert (Jack McGowran) mueren. George también trata de huir, pero el lastre es demasiado, y termina rodeado por la pleamar sobre un farallón, componiendo una patética figura próxima a una de esas gallinas que invaden el castillo -y que prestan por analogía, su carga semántica a la pareja: cobardía y promiscuidad -, añorando a Agnes, el hogar que rompió, la vida a la que renunció.