Calvary
El infierno somos nosotros. Por Enrique Campos
“Probé el semen por primera vez a los siete años”. John Michael McDonagh no se anda con muchos rodeos en la apertura de Calvary. Un sacerdote con la estampa de Brendan Gleeson, un confesionario lleno de rojo sangre –o rojo muerte, o rojo pecado-, y el relato de un abuso. Y una amenaza: el parroquiano tiene la firme intención de matar a su confesor. Sin ningún motivo. Es un hombre bueno, un hombre inocente. Él también fue un niño inocente. Dentro de la muy desorientada conciencia de alguien traumatizado por el horror de una sotana sin conciencia, matar a un cura que no tiene las manos manchadas de sangre (ni de semen) es la manera más lógica de desquitarse. Empieza el “calvario” para el padre James, que no tiene grandes pecados que expiar, y los que cometió los purgó con creces. Su papel es ni más ni menos que el de un Cristo moderno. Encaja puñetazos por los pecados de los demás. Es humano, comprende las debilidades, las acepta, las perdona. Una vez conoció la carne, conoció el amor; incluso tiene una hija en constante pecado mortal por su afición a abrirse las venas, un ángel con las alas rotas y el rostro de Kelly Reilly.
Muchos nos preguntamos en nuestras tertulias filosóficas de barra de bar qué impresión se llevaría el nazareno si volviera a caminar entre nosotros.
En Calvary hallamos respuestas interesantes.
Así lo dispone su autor. No es un calvario metafórico. En un pueblo pequeño, a la orilla de un mar que sobrecoge por la belleza de sus violentas embestidas contra los acantilados, se concentran los siete pecados capitales –quizá alguno más- y las cuchilladas a los mandamientos son reiteradas. Son el pan nuestro de cada día, por no abandonar la jerga de los Testamentos. Gleeson, el hombre que sirve para un roto y para un descosido, el gruñón buenazo de 200 kilos, se ve confrontado a cada paso por la desconfianza de todos y de todas hacia la institución que representa. Ha renunciado a las palabras que de tanto repetirse desde el púlpito suenan a anuncio barato de televisión y adoptado el rol de padre, de verdadero padre. Y de psicólogo. Y hasta de compañero (abstemio) de borracheras. No es un mediador entre Dios y los hombres, sino entre los hombres y sus propias torpezas. Como Cristo, propone dejar en manos del César lo que sea del César y sólo reconoce un enemigo: el cinismo. “No tienes integridad, es lo peor que puedo decir de una persona”, le espeta a su asistente. Es lo único que transforma al cura de inmensa humanidad –literal y figurada- en un bulldog capaz de abrir los cielos de pura ira. El cinismo, la negación última de la capacidad humana para sobreponerse a sus flaquezas. O así lo ven McDonagh y James.
Aunque lo parezca, Calvary no es un juicio de faltas contra la Iglesia. Esas faltas se dan por sentadas, basta con remitirse al preámbulo de la película. La Iglesia va a recibir lo suyo, pero los “mortales” recibirán tanto o más. Le han dado la espalda a la cruz, con sólidos argumentos, y aun así no se han convertido en mejores personas. Son un puñado de descreídos que se toman a mofa la mano tendida del único tipo decente del lugar. Vuelve la parábola. Eso sería Jesús; un ingenuo, un pirado que habla de estupideces como llevarnos bien y tratar de putearnos sólo lo estrictamente necesario. Brillante McDonagh en la paradoja que plantea. Las razones que nos alejan de la podredumbre vaticana y sus tentáculos son al mismo tiempo la licencia para pecar. Dicho de otra manera, a la manera de Calvary: dentro de la Iglesia algunos escogen el camino adecuado, fuera de la Iglesia tampoco. Cada vez que este Jesucristo pelirrojo, arrugado como un pescador (de almas), se encara con la suciedad McDonagh vuelve a encender las luces rojas del confesionario. El pueblo es el mundo, y el mundo en realidad nunca ha querido que nadie lo salve. “La fe, para la mayoría, es el miedo a la muerte”. Alto y claro.
Lunes, martes, miércoles, jueves… La Pasión del padre James es ahora más solitaria que la de hace dos mil años. Su titiritero no le provee de más discípulos que un perro y esa hija desorientada. Por el contrario, no faltan los fariseos, los judas, los pedros… Ni los palos. Las consecuencias de comportarse como un malnacido pueden ser graves, aunque nunca tan graves como las de comportarse como un hombre de bien. De nuevo, brillante McDonagh. La bondad, la bondad sincera e incondicional, y este es el quid de la cuestión, es una carretera de una sola dirección. Al final habrá una cruz, una bala, una hoguera. Elegir la enfermedad y elegir el frío, pero no equivocarse de camino. Esto último no se lo apunten al cineasta irlandés, es de otro buen sufridor, un tal Vegas; pero el padre James le compraría el concepto. Nosotros también. Porque no hay dogmatismo en Calvary ni redenciones de medio pelo, y resistirse a la a la homilía cuando las tentaciones aparecen a la vuelta de cada esquina, eso sí que merece una misa.