Camera Obscura: Valentina Alvarado
La mirada cansada Por Javier Acevedo Nieto
Luz…
Cuando mis lágrimas te alcancen
la función de mis ojos
ya no será llorar,
sino ver.
Colofón (León Felipe)
La función de nuestros ojos ha sido históricamente apresada entre las pulsiones del arte. Pareciera que el régimen de la representación — aquel que se rigió por el ideal de la mímesis y la fidelidad al sistema de lo real — ha dado paso al régimen de la emoción — qué es toda vanguardia salvo el beso negro del clasicismo, qué es la posmodernidad salvo el profiláctico de la vanguardia —. En este régimen de la emoción los ojos ya no ven, ya no lloran; proyectan la ficción del arte en una permanente doctrina del shock. Desbaratar la ficción de las imágenes es una labor complicada. En cierto modo, buena parte del pensamiento crítico sigue inmerso en la construcción de una neomitología de la imagen capaz de apuntalar las agrietadas paredes de ese templo llamado Arte — nótese cómo la A mayúscula apuntala aún más la desastrada ruina de nuestro pensamiento contemporáneo —. Empeñados en redescubrir la enésima teoría de lo sublime en el gesto prostético de alguna imagen que parezca querer hablarnos, olvidamos la filistea labor de desenmascarar la ficción de la imagen. Cuanto más leo, menos quiero saber; presiento que toda exégesis de la obra crítica actual consiste en volverla un poco más corintia, a saber, un poco más vestida y abrigada con los ornamentos exóticos de pensamientos y emociones espoleadas por el hiperlenguaje.
Esta diatriba viene a corregir un poco mis notas anteriores sobre la presente edición del (S8). En la primera crónica postulaba la necesidad de que no todas las imágenes hablaran de nosotros, defendiendo la privacidad de todas esas intimidades que no quieren nuestra mefistofélica empatía. En la segunda abogaba por esa naturaleza como hiperobjeto que nos mandaba al rincón de inmolarnos como especie e inauguraba una nueva geología de las imágenes. En esta otra meada fuera de tiesto — disculpen el enconado juego semántico — creo/pienso/presiento que el Camera Obscura dedicado a la labor de la artista venezolana Valentina Alvarado es el idóneo para un festival como el (S8). Esta afirmación, lo reconozco, es un poco viperina en la medida en que la obra de Alvarado tiene todos los goznes necesarios para abrir el discurso crítico institucionalizado y enclaustrado en ese Edén endogámico llamado circuito de festivales. No obstante, sería injusto despachar el sujeto creativo y el predicado institucional con un complemento tan airado. El fotograma que abre este esputo crítico pertenece a Trópico desvaído (2016), uno de los primeros cortometrajes de Alvarado grabado en Super 8 que marca el primer punto de ruptura contra el posible discurso del crítico con riñones mullidos. Lo hace con un pequeño símbolo del hogar en llamadas, elemento clave en la obra de una artista residente en Barcelona que experimenta lo que los alemanes — supremacistas deseables hasta en el lenguaje — llaman Fernweh: la nostalgia por un lugar en el que nunca se ha estado. Alvarado extraña Venezuela, pero la Venezuela que nos enseña solo existe en su mirada. Su ontología del montaje en cámara a través de pequeños collages, encuadres recortados en forma de diapositivas, marcos en cartulina y manualidades artesanas construye un ejercicio plástico contra toda idea de frontera espacial a partir de su íntima estructuración de la mirada a través de la cámara.

Trópico desvaído
Alvarado era diseñadora gráfica y pasó del GIF al fotograma. Por eso toda su obra se articula en estos microgestos de montaje externo y visible como puede ser ese folioscopio recortado en forma de casita frente al mar. Quizá Alvarado sienta que su patria es la mar, las imágenes sus olas y el salitre el granulado del Super 8. Desde luego, esa Venezuela que se nos muestra en microfilmaciones o láminas frente a la lente que se empaña es un poco una suerte de Ítaca de pegajoso corta y pega.
Trópico desvaído
Pero es su Ítaca y, aunque uno piense y se cuestione acerca de la gentrificación de ciertas dinámicas del experimental, el universo del exilio de la artista venezolana es tan suyo como ajeno es cualquier texto que el crítico componga vampirizando sus memorias personales. Su pequeña rebeldía contra la institucionalización de las imágenes es que toda su obra es un postfílmico compuesto en el instante fílmico: el montaje en cámara y las capas de visión que empañan la retina de la lente nos niegan la emoción instantánea poniendo de manifiesto cuán artificial es nuestro sistema de visión. Esto es importante porque Alvarado no espera nada de sus imágenes y en la cualidad matérica de sus obras se aprecia un deseo por coquetear con la memoria. El crítico se tirará de los pelos — si le quedan — deseoso como está de que las imágenes le digan algo, de que el régimen de la emoción le convierta en un caprichoso sumiso que vivifique la imagen y le dé el cuerpo de sus humedades fa(s)cinerosas. Es curioso cómo el artificio de texturas y marcos que emplea Alvarado dota a su obra de un carácter melancólico. Su Venezuela se traduce en Fernweh, y el crítico de la nostalgia — esos que van con abrigo y se creen un personaje de Angelopoulos — ve cómo su pasaporte no sirve para acceder a ese lugar en el que nunca ha estado. Puede intentar invocarlo en imágenes ajenas, pero como buen Polifemo tuerto está varado en la isla de su irrelevancia.
Levantamiento de una isla (2017)
Levantamiento de una isla es otra experiencia artesana en la que el espacio físico de la memoria se conjura a través de recortes, microgestos y composiciones frente a la cámara. Alvarado es un poco Raúl Ruiz en el sentido en que, casi sin quererlo, sus juegos de texturas y su infantil violencia contra la lente — paseando sus dedos sobre ella, echando aceite para emborronarla etc. — remitifican el sentido de la imagen para revelar cuán artificial es cualquier sistema de visión. Ese fotograma de uno de sus primeros cortometrajes con la casa ardiendo nos habla de un hogar que nunca volverá. La inestabilidad del exilio del proceso artístico deriva en un precioso simulacro de un diario de viaje de una artista sin hogar; dicho de otro modo, toda su obra es un único videoblog en el que el sentido de la imagen es itinerante. El crítico intentará elidir el espinoso axioma de que las imágenes no significan nada y quizá acuda a la enésima teoría morfogenética, esa que nos dice que ciertas células — imágenes — tienen una finalidad específica en su desarrollo dentro de los límites de un sistema — el cine —. La vivificación de un organismo cine y una célula imagen es la clave para modelar a el sujeto amoroso que es estudiado por el régimen crítico de la emoción. Sin embargo, toda procreación entre pensamiento e imagen es estéril en la obra de Alvarado, auténtico embrión abortado en texturas y densidades.

Levantamiento de una isla
Así emborrona la artista la lente para intentar construir su espacio de lugar de memoria. Nos niega el acceso a la emoción y revela la ficción del arte desbaratando la pureza de la mirada. Es tan genial que siento que mis ladridos y diminutas meadas contra el templo del Arte resultan hasta placenteras. Antaño titulé a una de mis críticas para la Seminci “La mirada encendida” 1 movido por la emoción postfílmica. Ahora debería titularse “La mirada cansada”, no porque mi miopía sea aún peor, sino porque hace tiempo que una larga catarata me impide ver con nitidez cualquier película. Al mismo tiempo mi mirada es más limpia ya que así puedo entender este tipo de obras como una rebelión de una artista muy consciente de que su obra es primero suya, después egoísta — no, no está ahí para que tú la fagocites en tu empatía monocelular — y finalmente un accidente, no tiene sentido. Cínico me podrá llamar alguien; no obstante, no soy un brillante Diógenes ni con mi lámpara — fundida la mayor parte de las veces — busco imágenes honestas, solo soy un perro poco mordedor que sabe que no hay imágenes honestas — un calificativo que es tan solo excreción de pensamientos indigentes —.
Alvarado sigue proyectando su prodigioso egoísmo de imágenes exiliadas y llega a El mar peinó a la orilla (2019). Es este otro ejercicio de densidad de la mirada a través de la manipulación de la lente y el dibujado de mundos de manualidades que alteran el profílmico. Cuando la luz del proyector golpea la pantalla un fuego fatuo borbotea en la superficie rectangular. Muchos se abrigan y frotan las manos ante este fuego que no da calor, por mi parte — en mi viaje de invierno por el frío polar del reino del cine — solo siento el callado crepitar de mi vejiga. Ya no le pido nada a las imágenes ni estas me emocionan. Alvarado tiene una intuición y, aunque su respeto por el celuloide sea absoluto, sentencia que es la rigidez e inamovilidad del formato lo que le atrae sobre la flexibilidad del digital; hay un morboso placer en el hecho de agredir lo inamovible con sus cortometrajes que alteran la puesta en mirada.

El mar peinó a la orilla
Los brochazos pintando una nueva realidad. El crítico romántico — además de nostálgico — se sentirá como Goethe moribundo cuanto este — según la leyenda — dijo en su lecho de muerte eso de “¡Más luz!, ¡más luz!”. La frialdad de una sección online le privará del calor de la sala y de la luz de la pantalla, qué drama. Y qué más decir de la obra de Alvarado, que en los márgenes de la representación desnuda el trémulo cuerpo de la imagen hasta parece pintar sobre su carne un memento mori con acuarelas. Creo que, pese a ser ideal para un festival y aunque uno olisquee cierta gentrificación — mi mediocridad merodea ciertas cunetas intelectuales, desgraciadamente —, su obra tiene el motor inmóvil más poderoso: construye su historia a partir de la ausencia de una historia propia. Eso es muy valioso en los tiempos en los que la emoción dicta sentidos de vivir, porque con frecuencia se olvida el modo de existencia de nuestras vidas e imágenes.

Propiedades de una esfera paralela
Todo acaba con Propiedades de una esfera paralela (2020). Un montaje paralelo y blando a partir de dos líneas de composición de la imagen. Dos ojos divididos y violentados, una visión escindida entre los permanentes juegos semánticos que marcan su obra. Hay juegos metafóricos que emergen como espectros extraños en nuestra cultura visual. Todas sus pequeñas rimas visuales y montajes de microgestos desvelan ese hogar añorado. Todas sus imágenes escriben una anamnesis, la historia clínica de su cuerpo buscando refugio en un universo íntimo. Qué nos queda al resto salvo el rastro de un mar y un espejo húmedo como resaca de olas que no nos mojaron. Quizá cuando nuestras lágrimas dejen de querer alcanzar místicamente el cine ya no lloraremos más por ese lugar ausente que queremos que nos emocione y volvamos a la función más elemental de todas: ver, simplemente ver. Por mi parte este colofón al (S8) puede parecer pesimista, nada más lejos, mi orfandad respecto a los posicionamientos críticos frente al cine de festivales es un deseado exilio. Creo que el gran logro de la edición estriba en la ambigüedad abierta por cineastas — ellas mayoritariamente, habituadas también a ser huérfanas de imágenes — contra el tejido institucional y la circulación de un pensamiento que acaso es mero apuntalamiento de un templo en ruinas. Contra la ficción del arte solo queda el silencio. Dejen que camine solo, con muy pocos deseos.
- ACEVEDO, Javier (2018): Genèse: La mirada encendida en Cine Divergente https://cinedivergente.com/genese/ ↩