Camino a la libertad
La espiritualidad de las ruinas Por Aarón Rodríguez
“Pero si el cráneo es una caja, será una caja de Pandora: abrirla de verdad significa dejar escapar todos los bellos males, todas las inquietudes de un pensamiento que se vuelve hacia su propio destino (…) Abrir esa caja es aceptar el riesgo de sumergirse en ella, perder en ella la cabeza, y por ella –como desde dentro- ser devorado”
En el minuto 44 de Camino a la libertad, el personaje interpretado por Ed Harris atraviesa una mastodóntica cueva.
La cámara está ligeramente contrapicada, pero todavía mantiene de alguna manera su capacidad para dar cuenta de la figura humana sin llegar a aberrarla del todo. Harris, por cierto, está presentado como una suerte de mesías abandonado, reflexivo, aferrado a ese cayado improvisado en el que se escribe el Moisés icónico del Hollywood de los grandes estudios.
Es, ciertamente, el movimiento humano el que obliga a la cámara a reconstruir su encuadre. Harris se dirige hacia la derecha del encuadre y mira hacia el cielo. El lento movimiento de su cráneo obliga a desvelar una portentosa fuente de luz, una especie de fuga en la que Weir escribe, con toda precisión, una mirada.
La cámara queda bruscamente desplazada contra el suelo, casi aplastada ante uno de los efectos más abstractos y plásticamente precisos del cine de los últimos años. Como aplastado queda, a su vez, ese hombre que ha quedado relegado a una muesca en la esquina inferior izquierda, hombre empequeñecido ante el misterio de esas dos hendiduras almendradas en las que se sugieren, de manera inequívoca, los ojos de Dios.
Ojos que, en cierta medida, parecen extrañamente ciegos o extrañamente silenciosos, como si en el acto mismo de su mirar se propusiera una imposibilidad significante. Esas dos hendiduras, en lo real, no significan nada. Quizá son testigos de un tiempo anudado en una naturaleza que ha sido simplemente escindido para acabar convirtiéndose en huella fílmica. Esas dos hendiduras, sin embargo, cobran un profundo dramatismo al antropomorfizar el espacio. La posición de cámara obliga a que coincidan, de alguna manera, con el eje óptico del espectador.
Miramos, somos vistos, en tanto somos también mirados mediante el objetivo de la cámara. La naturaleza, de alguna manera, es la máscara textural de Dios.
Los agujeros en la solidez de la materia son, por cierto, de una elocuencia indudable. Pongamos por caso esos otros agujeros que han aparecido, por obra y gracia del hombre, en otros cráneos que se han alzado contra el cielo.
El cráneo humano –en este caso, los cráneos de unos monjes budistas fusilados por los soldados comunistas- son pura materia, límpidamente depositados entre pequeñas piedras y traídos a la superficie por la caricia/exhumación de un ser humano. En el cráneo, ya se sabe, queda siempre el recuerdo de un gesto estúpido, el gesto ante la muerte, sonrisa calmada o risa histérica del tiempo agotado. Y sobre esas dos hendiduras que habían podido sustentar durante años dos ojos reales – ojos que habían visto, esto es, que habían experimentado o funcionado como pequeñas cámaras en la sala de proyección del alma- se genera ahora un tercer agujero, el diámetro del contorno de una bala que funciona, por lo demás, como toda una lección teológica o un gesto de rabiosa teodicea: la bala escribe en el cuerpo Dios aquí no actúa.
Weir en ningún momento quiere ocultar sus intenciones: Camino a la libertad no es únicamente una cinta conservadora, sino que se presenta como manifiestamente cristiana.
La experiencia del tránsito de los cuerpos desde el Gulag hasta la India está compuesto como un preciso vía crucis literalmente saturado de referencias icónicas al episodio de la Pasión. Así, por ejemplo, la joven polaca es presentada con una suerte de corona de espinas, desplomándose por el peso de su particular cruz/sombrilla en mitad de un desierto que bien hubiera podido coincidir con el desolado páramo del mítico Israel.
La escritura de Weir convierte a la mujer en una suerte de elemento sagrado, voluntariamente alejado de lo sexual –no hay, contra todo pronóstico, ni una única escena que realmente se haga cargo de su deseo como cuerpo, sino que antes bien parece que su existencia es una suerte de foco límpido que permite la comunicación, la concordia, la esperanza. La mujer es a la vez mártir y sombra que no problematiza a los demás por lo que, después de todo son –hombres deseantes-, sino que se convierte en una suerte de molestia logística, puramente pragmática –consume comida, avanza con menos rapidez que los demás.
Weir, al contrario que otros directores como Rithy Panh, no puede acercarse a la catástrofe del ser humano sin hacer que sus imágenes, de alguna manera, la respondan. Acepta la posibilidad de un relato que construya antes de ceder en la simple mostración del horror. Para ello, en vez de optar por una teleología histórica como ocurre con Steven Spielberg, esboza un tapiz religioso que parece mucho más cercano al desarrollado en los últimos años por Andrzej Wajda o István Szabó. De hecho, no es de extrañar que las (muy pocas) películas realizadas en torno a la barbarie soviética hayan siempre encontrado en el catolicismo uno de sus grandes motores textuales. Más allá de las posibilidades de manejar lo sagrado –que no son, va de suyo, el punto fuerte de Weir-, su película resulta especialmente interesante para que nos podamos preguntar, precisamente, por qué tenemos tan pocas imágenes del Gulag, por qué esas pocas imágenes han quedado ocultas tras la mucho más fotogénica pose de las campañas bélicas aliadas en Europa durante la II Guerra Mundial.
Digámoslo claro: todavía no se ha rodado el Shoah del Gulag. En adición a esto, las actuales autoridades rusas siguen siendo absolutamente reacias a liberar sus fondos audiovisuales, ahuyentando a los historiadores y desmotivando a cualquier creador que quiera aceptar el riesgo de la representación del infierno de Siberia. Lo que queda –lo que hay, por lo tanto, en la cinta de Weir-, es una postalita de aquellos campos que parece más deudora de la cultura popular que de un trabajo de antropología fílmica. Queda, sin duda, el relato. Queda, en cierto sentido, una idea muy brillante que resuena en los dos ejes narrativos principales de la cinta: el hombre amenazado por un real interior –la condición asesina, homicida, que atraviesa los intercambios simbólicos e ideológicos de nuestros cuerpos- y un real exterior –la tierra como espacio no habitable, el cuerpo como extraño mecanismo de fragilidad en el alimento y el cobijo.
Sólo en el punto en el que se cruzan esos dos ejes temáticos puede emerger la lectura de Weir hacia el grupo, la conexión propuesta entre espiritualidad y presencia del Otro, del compañero.
Hay una secuencia especialmente brillante en la que Weir muestra, con absoluta precisión, sus mejores virtudes a la hora de construir imágenes.
A mitad del metraje, los protagonistas creen haber escapado finalmente de territorio comunista. La división del plano en términos de profundidad divididos por el uso de la distancia focal y por sectores horizontales gracias a la línea del territorio genera un extraño efecto significativo, una dislocación en la que, como ocurría con los ojos de Dios que veíamos al principio, lo único que queda esa esa extraña puerta, situada en mitad de ninguna parte, puerta tras la que no se observa ni refugio ni ciudad habitable.
La aventura humana queda extrañamente cristalizada en esa inmensidad de lo natural, en el gesto de intentar conquistar aquello que se resistirá siempre a toda posibilidad de escritura. La puerta misma, su extraña verticalidad vacía, algo así como el pórtico de un palacio imposible, da testimonio de la dirección del viaje pero también recuerda el indescifrable contorno de su llegada. Los protagonistas de Camino a la libertad atraviesan espacios desolados, se desintegran lentamente allí donde lo único que quedan son ruinas de un proyecto humanístico, pero también esa textura agresiva del mundo entendido, en tanto planeta, como ruina y testimonio del enigma del habitar. Su gesto –andar, atravesar, marcar una dirección- es también el gesto de marcar un sentido. De ahí que Weir fracase en los minutos finales al intentar hacer emerger, mediante un croma, la potencia de su propia metáfora en torno a la Historia de la caída del comunismo. Incapaz de dejar la sugerencia flotando en el interior del frame, Weir necesita, una y otra vez, intentar mover la cámara hacia esos dos ojos almendrados que ha encontrado en la cueva, intentar comprender esa mirada espiritual que intuye en lo propiamente ruinoso.