Camino de la cruz
¿La nueva infantería de Jesucristo? Por Samuel Lagunas
De niño, aprendí en la iglesia bautista un coro que decía: “Aunque no ande en la infantería, caballería, artillería; aunque en avión no vaya volando pero soldado soy. Soldado soy de Jesús”. Inclusive ahora, quince años después, yo mismo lo he enseñado a niñas y niños de diversos lugares. Cuando decimos “infantería”, marchamos; “caballería”, simulamos estar encima del caballo; y “artillería” ponemos nuestras manos en posición de escopeta. No para encañonar personas sino ángeles caídos, demonios que acechan el alma. Precisamente con esa pedagogía paulina comienza Camino de la Cruz, el más reciente largometraje del cineasta alemán Dietrich Brüggemann. El padre Weber (Florian Stetter) imparte a sus catecúmenos una última lección antes de recibir el sacramento de la confirmación: ahora serán responsables de su fe y deberán incorporarse a la milicia del Salvador, abrirle paso en su corazón sacrificando todo aquello que pueda causarles algún placer o inducirlos a pensamientos indebidos: el rock, el góspel, el soul, las revistas, los promocionales de cine, el maquillaje. Evitar la vanidad y el orgullo. Todo ello significa luchar contra el diablo y sus huestes infernales. A su derecha, lo escucha María (Lea van Acken), la hermana mayor de una familia de 4 hermanos, quien está dispuesta a asumir el compromiso y cumplir con ese nuevo estilo de vida.
La cinta, narrada a partir de 14 estaciones, nos muestra el doloroso peregrinaje de María hacia Dios siguiendo el modelo martirial de Cristo. Doloroso en el cuerpo, especialmente. Ésa es una virtud de la película. A través de los 14 planos secuencia, la mayoría estáticos por completo y en espacios cerrados, somos forzados a presenciar el sufrimiento de María que no sólo es psicológico o emocional sino que daña sus brazos, su abdomen, su garganta. La fe parte del cuerpo y recae en él. Es una fe también interesada, no puede serlo de otra manera. Le preocupa su hermano menor. Él despierta su sacrificio y su trato con la divinidad. No le importa empeñar su cuerpo, porque al final le será dado uno nuevo en el cielo, donde hay ángeles que cantan y bailan. Góspel no, sino suites de Bach e himnos gregorianos.
La adolescencia en occidente es una época de tránsito. La adolescencia de alguien creyente es doblemente complicada. Ése es otro acierto de Camino de la cruz: evita los reduccionismos y logra encajarnos el panorama completo: el abuso de los compañeros, el intento de entender por parte de algunos, la incomprensión de la familia y el acompañamiento de los líderes espirituales. Evitemos los juicios inmediatos así como los maniqueísmos. En tópicos de fe, no hay buenos ni malos, inocentes ni culpables. Hay personas: complejas, ambiguas, incongruentes: que aman, que lloran, que ríen, que se desesperan, que se consideran indispensables para cambiar su familia, su ciudad, su país, el mundo.
¿Crítica contra los fundamentalismos religiosos? No nos apresuremos a tal conclusión. A pesar de que Brüggemann afirme en una entrevista que “todos los fundamentalismos son iguales”, su película sugiere lo contrario. Y qué bueno. Es cierto que los fundamentalismos religiosos comparten muchos rasgos: interpretación literal de los textos sagrados, exclusión, miedo a reflexionar sobre su creencia. Pero no todos repercuten en su ambiente del mismo modo. La fe, en su irracionalidad y locura, también puede dar vida.
Es la osadía de Camino de la cruz, lo que la vuelve genial: huir del estereotipo, del juicio vulgar y esencialista.
La película es también un encuentro con la muerte y todo lo que ello implica: abandono, debilidad, tristeza, esperanza. Mártires siempre los habrá, siempre los ha habido. Y en el cristianismo, religión edificada sobre cuerpos muertos ¡y resucitados!, sobreabundan. Son carne de cañón para las jerarquías corrompidas. Nunca faltan los aprovechados, ya sea el arzobispo o tu misma madre. Finalmente, ese último suspiro y toda esa construcción social que hemos hecho de la última visión: la luz al final del túnel, la mano amiga que se estira para recibirnos; esa última vía la caminamos solos. Después sólo la tierra cae sobre un féretro que desde el primer instante comienza a pudrirse. El resto no lo sabemos. Lo aguardamos. ¿Con fe? Unos sí, algunos dicen que no y a otros parece no importarles. Todo el espectro convive en el salón de clases y en la familia de María: un padre callado y lejano: indiferente (Klaus Michael Kamp); una madre arrobada, tradicional, poderosa (Franziska Weisz); una niñera empática y solidaria (Lucie Aron). Nadie parece faltar en la película. ¿Dios? Quizá esté en el milagro, tras la casualidad, en el lente estático de la cámara, o en ese otro adolescente (Moritz Knapp) que contempla la vastedad del cielo y la tierra llena de tumbas pero –centinela voluntario– permanece allí.
Camino de la cruz, ganadora por mejor guión en el Festival de Berlín, es una película indispensable para creyentes y ateos, para ortodoxos y heterodoxos, para militantes y para indiferentes, para fundamentalistas y para los otros siempre inclasificables.
¿Vuelve la religión a ser un tema importante en el cine? Para bien y para mal, parece que sí. Como espectadores y críticos, nos queda desempolvar los textos sagrados, las anécdotas de infancia, los temores y, ¿por qué no?, las esperanzas.
Me gusto mucho la crítica de la película, sinceramente la pelicula me conmocionó muchisimo ya que pude de verdad identificarme con la joven y su forma de pensar, pero creo que le falta algo esencial del catolicismo que me han enseñado desde siempre que es la alegría caracteristica de saberse hija de Dios y ser amada por Él sin importar cuanto podamos sufrir con la esperanza de alcanzarlo algún día.
Es todo lo que debería haber sido «Camino». Sin desmerecer a Fesser.