Capitán Philips

Visión y Ceguera Por Pablo Sánchez Blasco

Coincido con Ignacio Pablo Rico –en su texto para Miradas de Cine sobre Capitán Philips en que aquellos recursos cinematográficos que caracterizan al cine de Paul Greengrass –cámara en mano, textura naturalista, tiempo real, protagonista colectivo, suspense, personajes anónimos– adquieren su complejidad, no ya en función de la inmediatez como sinónimo de realismo, sino de la inmediatez como sinónimo de vivencia que vincula el tiempo presente del individuo al tiempo histórico de la colectividad. Su valor fundamental consiste en tomar las herramientas de un reportaje apriorístico en primera persona y construir con ellas una ficción donde emerge el concepto de Historia como una marea que devora la cortedad de la experiencia inmediata y la recubre con las sucesivas capas del conocimiento en pasado. Durante los primeros minutos de Capitán Philips, la tripulación del Maerks Alabama se dispone a ejecutar un simulacro de abordaje que es interrumpido por un abordaje real, justo en ese preciso instante, sin una distancia de seguridad entre la ficción y la realidad, sin tiempo de preparar ese discurso que nos proteja, como seres anónimos y corrientes, de los avatares imprevisibles de la gran historia.

En el cine de Greengrass, la idea de tensión termina –que no nace– en la puesta en escena, que es el medio para reproducir las tensiones contrapuestas en el componente vertical de esa historia –visión temporal, diacrónica, de los sucesos narrativos– y sobre todo en su componente horizontal –el enfrentamiento de fuerzas, intereses, grupos políticos o sociales, incluso ideas, que la componen–. Solo cuando ambos elementos aparecen armonizados a la perfección podremos hablar de que la película –o el relato histórico que se ejecuta– cumple con sus cometidos como tal. Es preferible por ello United 93 (2006), con su perturbadora sensación de caos y desorientación, a la fallida Green Zone: Distrito protegido (2010), en la que sus ansias didáctico-históricas devenían en lo que, de nuevo, Ignacio Pablo Rico describe como “descripción llana, aséptica, superflua y mecánica” –en este sentido sería interesante confrontarla con Generation Kill (2008) para comprender sus erorres–. Pero aún parece mejor que aquellas dos Capitán Philips, debido a la robustez dinámica de un relato donde el poder de la Historia se da a conocer progresivamente –al igual que lo hace el poder del ejército norteamericano– sobre un episodio concreto y, si cabe, anecdótico de la geopolítica mundial.

Si la diferencia entre el género de aventuras y el género bélico es, en ocasiones, una simple cuestión de número, Capitán Philips aprovecha su intrascendencia para adscribirse al primero desde sus cánones y estereotipos consagrados por la tradición –la trepidante secuencia del abordaje, el duelo psicológico entre capitanes o el enfrentamiento con el que culmina–. Durante sus dos horas y veinte minutos de metraje, la película carece de un solo descenso de ritmo, siempre rugosa y convincente gracias al dominio extraordinario del montaje y del movimiento interno del plano. Greengrass insiste en rodar con materiales reales y desnuda cualquier crítica contra su pulso “nervioso” mediante secuencias espléndidas, espectaculares, en las que la vitalidad de la imagen no impide constatar su fuerza estética y simbólica. Como thriller de suspense y acción, Capitán Philips es tan generoso que acarrea por sí solo la literalidad de su mensaje sin más que una o dos secuencias explícitas que lo esbocen –me refiero a la conversación inicial sobre el futuro del mundo y a las protestas de Muse contra la explotación de Somalia–. En cierta medida, el propio género de piratas se ha ofrecido desde sus inicios al contraste de tamaños y consideraciones legales en el mar. Así que, con este relato de supervivencia, Greengrass solo necesita humanizar a sus piratas somalíes para construir una tensión moral entre los bandos que provoque cierta reflexión ulterior. La colisión entre los dos mundos se prefigura ya en la secuencia del poblado somalí, pero es su vivencia y su conocimiento lo que importan, desde que surge su perfil en el horizonte hasta la convivencia forzada que sustenta la película. Si Green Zone: Distrito protegido era el viaje para conocer, o simplemente para “ver”, al verdadero pueblo de Iraq, Capitán Philips pretende ser otro viaje para conocer y ver la realidad del Tercer Mundo africano. Y es aquí donde tenemos un problema.

Capitán Philips

Según veía Capitán Philips, una y otra vez me descubría recordando los Infortunios de Alonso Ramírez, un libro escrito en 1690 por Carlos Sigüenza y Góngora y que narra también el secuestro de un marinero por unos piratas extranjeros. La historia de dicho libro resulta peculiar porque, ante la ausencia de datos verificables, fue considerado como ficción durante varios siglos para luego comprobarse, en fechas relativamente recientes, como una historia real, de hecho como el testimonio de su personaje ante la Corte del Virrey que debía juzgarle. Si siempre se había tenido por una ficción era debido a su narrativa en primera persona y, especialmente, al uso de estereotipos y patrones culturales que hacían cuestionables los hechos relatados.
Pues bien, Capitán Philips se nos presenta como basada en hechos reales sin perjuicio para que, dentro de un par de décadas, no haya más forma de visionarla que como pura ficción.
Ambas obras recrean el relato de un superviviente contado por él mismo. Ambas simulan un conato de objetividad que sucumbe a la perspectiva subjetiva del protagonista. Y ambas, en definitiva, utilizan la forma del relato como intermediario para ordenar una realidad caótica y desconcertante.

No es que pretenda discutir que el ser humano necesite relatos, eso es irrefutable. Las narraciones clarifican el amasijo de estímulos de la realidad por sus causas y consecuencias, sus fundamentos, sus intereses y sus enseñanzas relevantes para el futuro. Una vez establecidas, las historias imponen orden, que es semejante a ordenar, clasificar y, a partir de entonces, encasillar que conduce a prejuzgar. Las dos últimas obras de Greengrass, en mi opinión, acometen ese salto de forma involuntaria; pretenden hacernos ver a través de una estructura interpuesta que modifica en exceso nuestro grado de visión. Al ver una película como Capitán Philips, conviene preguntarse si este tipo de estructuras sigue ayudándonos a ver la realidad o, por el contrario, asistimos a una realidad a través, o a pesar, de la misma estructura. Dicho de otra manera: es imposible que sus matices originales retengan a los patrones asumidos por el público a lo largo de los siglos. En la conciencia del espectador, la batalla de Greengrass por un realismo convencional sostenido con estructuras clásicas está perdida de antemano. Solo vemos lo que queremos, o lo que sabemos, ver.
Citando con bastante libertad al crítico Paul de Man, una película como Capitán Philips contiene un grado equivalente de visión y de ceguera en su relato.
Las alteraciones “realistas” de su sistema retórico nos impulsan hacia una verdad que es negada por la naturaleza de ese mismo sistema. De algún modo, la analogía entre el relato de piratas tradicional y los piratas somalíes parece iluminar la lucha de fuerzas contemporánea. Sin embargo, ¿resulta correcto juzgar un problema tan actual con esquemas de hace tres siglos? ¿Acaso tenemos opción de posicionarnos entre Tom Hanks y unos delincuentes anónimos? Y, sobre todo, si de verdad esta experiencia sirve para comprender, para ver de cerca la realidad desnuda de cuatro piratas somalíes, ¿por qué estos responden a estereotipos del género como el jefe inteligente, el joven inexperto y el secuaz brutal? Una película cualquiera sobre terrorismo o sobre atracadores profesionales utiliza los mismos estereotipos que despliega aquí Capitán Philips. La tiranía de estos modelos, o de estas esencias moldeables por el guionista, acaban por devorar la verdad introducida en los personajes. Podría ser significativa, por ejemplo, la idea de que Muse fantasee ingenuamente con vivir en América –a partir de los mitos creados por su industria cultural–, pero es que esto ya servía para caracterizar a un personaje divertidísimo en Avanti! (1972) de Billy Wilder.

Capitán Philips, a pesar de su secuencia somalí, tiene una inexcusable perspectiva occidental sobre los hechos, consolidada sobre la fortaleza de héroe clásico que transmite Tom Hanks –magnífico su trabajo, por otro lado–. Los somalíes son siempre los Otros en un relato donde conceptos como ‘orden’ o ‘seguridad’ reparten las simpatías entre ambos universos. En su final, cuando Richard Phillips llora mientras es atendido por dos impecables sanitarios, la sensación que acude a nosotros no es tanto la del horror experimentado como la del alivio por regresar a la normalidad, al orden que habíamos perdido durante las múltiples horas de zozobra en el mar. Cambios y matices bienintencionados no tumban las bases del género porque el género sigue ahí, a máximo rendimiento, tras los resortes internos de la película. Greengrass, a fin de cuentas, no está tan lejos, en esta ocasión, de Wolfgang Petersen o de John McTiernan en cuanto a su propuesta narrativa.

Al igual que ocurría en Green Zone: Distrito protegido, con este film cabe preguntarse si su indudable eficiencia se debe a que nos muestra algo desconocido o algo perfectamente conocido por todos. ¿Cómo es posible aprender una idea que ya sabíamos de antemano? En la primera secuencia de Capitán Philips, el marino habla con su mujer sobre la velocidad de nuestro mundo, la competencia que se avista en el futuro y las dificultades que sus hijos van a encontrarse. En su cabeza ya se prefigura el enfrentamiento que va a tener con los piratas. Entonces, ¿él mismo ha llegado a conocerles en su aventura o simplemente ha utilizado estructuras previas para tratar con ellos? ¿Hasta qué punto los patrones culturales han amortiguado el conocimiento de unos y de otros? Resulta muy curioso, en ese sentido, el detalle irónico de que Muse tilde a Phillips de irish en lugar de su nombre real, ya que tampoco este llega a conocer más que los tópicos transmitidos sobre Somalia. ¿Acaso la experiencia individual de un día puede otorgar autoridad sobre un tema tan complejo?

Paul Bowles decía años atrás –desde su doble nacionaliad de turista y viajero– que nadie sabía lo que podría pasar cuando Oriente y Occidente colisionaran en la Historia. Relatos tan libres como Un episodio distante trataban de sumergirnos en un viaje que era solo de ida, puro aprendizaje sin agarraderos ante un mundo extraño y primitivo que invalidaba nuestras nociones morales y culturales. Por el contrario, en Capitán Philips presenciamos un viaje de ida y vuelta donde los arquetipos y los cómodos escalones del género estructuran nuestra experiencia de acuerdo a unos principios previos, por tanto comprimidos, por consiguiente mutilados a unas opciones de conocimiento dadas.

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