Caras y lugares
Imagen-abismo Por Paula López Montero
Siempre he pensado que las películas de Agnès Varda tienen una de las mejores fotografías del cine de los 60. No cabe duda de que los rostros que retrataba tenían algo más que una pulsión estética y que gozaban de una suerte de narrativa intrínseca, enigmática, difícil de descifrar como tienen todos los buenos autores. Aunque Agnès Varda no es deudora del instante decisivo tan al alza en la estimación del valor fotográfico –si bien por admiración a Henri Cartier Bresson le encantaría tal y como aparece en Caras y lugares (Visages, Villages, 2017)- se parece más a una profundizadora de la psicología y las relaciones que mantienen los rostros con sus contextos y que posee una lúcida y pícara mirada sobre los entresijos del ser humano. De hecho, también como aparece en Caras y lugares, solo Varda consiguió retratar la pureza de la mirada de Godard siempre escondida tras las gafas en su filme que hace con Anna Karina, Les fiancés du pont Mac Donald (1961). En ese sentido, con la frescura de las miradas, caras y gestos de los personajes de Varda, recuerdo el rostro y la composición de Cleo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1962) como recuerdo el rostro de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer, 1928). Pero poco cine al uso hizo Varda, casi inaugurado y clausurado con esta maravillosa película, Cleo de 5 a 7, sino que su andanza con la imagen estaba más acostumbrada al trabajo con la realidad que al trabajo con la ficción. Es por ello que la mayor parte de sus títulos sean documentales, a parte de la gran obra fotográfica que alberga. No puedo dejar de refrescar Black Panthers (1969), Daguerrotipos (Daguerréotypes, 1976), Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000) o Cinévardaphoto (documental, 2004).
Hacía diez años que Varda no rodaba un documental para salas cinematográficas- el último fue Las playas de Agnès (Les plages d’Agnès, 2008)-, y esta vez no lo hace sola, sino que le acompaña el artista visual cuya identidad real no conocemos, conocido con el apodo JR y por sus fotografías de gran dimensión instaladas en lugares y edificios públicos, dialogando con el espacio y la mirada. Y una no puede dejar de percibir cierta despedida de la gran Varda. Ambos deciden emprender esta andanza documentalista con un único propósito, despertar el vacío que existe en algunos contextos (tiempos y lugares) a través de la imagen, de sus conexiones, memorias y ruinas. En este sentido, la imagen de las acciones que aparecen en el documental será llevada a cabo por JR no sin antes el diálogo y la narración de Agnès Varda. Un tándem para mi gusto interesante y susceptible de ser reconocido como una gran pieza artística y efímera –en cuanto a la instalación se refiere-pero rememorada para siempre en el documental, que habla de la mirada de Varda, de sus relaciones con el mundo, de sus pisadas, de su impulso a cambiar el mundo a través de la fotografía y de sus memorias.
El filme, que comienza travieso, con el realismo y el situacionismo de las conversaciones que mantienen ambos autores acerca del proyecto, podríamos decir que tiene varias estructuras narrativas en cuanto instalaciones artísticas construye, por lo que se desplegarían al menos diez tipos de imaginarios y sus correspondientes transiciones y hasta diez tipos de diálogos de esas imágenes respecto a su contexto. El título Caras y lugares, que no abandona esa poética propia de Agnès, ya aludiría a una relación que trata de perseguir durante todo el documental: la tensión entre la mirada, no ya de Agnès y JR que también, sino de los ciudadanos con esos lugares, tratando de encender una reflexión acerca de nuestros comportamientos y acciones. Por cierto, todos estos lugares compartirán una misma dialéctica en lo que tienen de ruina, de abandono, de no lugar, y por eso mismo de reactivación del imaginario.
Así Agnès y JR recorrerán en una furgoneta, cuya cabina es el interior de una gran cámara de fotos, –casi alusión como si se tratara del cine-ojo de Vértov- las carreteras francesas como si de una road movie se tratara en búsqueda de historias a las que devolver su valor. La primera historia es la de un pueblo minero en el que solo habita una única mujer que ejerce resistencia frente a la despoblación total del territorio y a la que le dedican su rostro impreso en la fachada de su casa; la segunda es la del agricultor solitario que convive con sus tractores y que ya no tiene con quien relacionarse excepto su familia precisamente por la tendiente mecanización del trabajo agroganadero; la tercera será la de los ganaderos que en otro ejercicio de resistencia deciden no quemar los cuernos a las cabras y no sucumbir a la violencia que llevamos a cabo, a cambio de rentabilidad y producción y sobre cuyos muros de la granja imprimirán una gran foto de una cabra con cuernos. Les seguirá la foto de la camarera del bar en la costa francesa, un pueblo totalmente deshabitado en el que imprimen un montón de rostros de personas, la fábrica en la que los empleados no se conocen, el hombre vagabundo que vive en un castillo hecho de chapas y otras baratijas y conserva en su rostro la felicidad, las mujeres de los astilleros del puerto ante un trabajo profundamente masculino, el bunker de los alemanes que se precipitó a la costa de Normandía, la relación entre Jean Luc Godard y Agnès Varda o la fragmentación del cuerpo de Varda, de su mirada, de sus pies y manos que ahora viajan más lejos de lo que ella puede hacer. Caras y lugares cuenta muchas historias que merecen ser vistas, escuchadas e imaginadas.
Hay una lectura que me parece pertinente y que destaca en toda la narración y que aparece precisamente en la instalación del bunker alemán, cuando Agnès quiere imprimir la foto de un antiguo amigo suyo que estaba tumbado en las ruinas de una casa sobre lo que queda del bunker y a lo que llama: “imagen-abismo”. Me parece tremendamente potente la idea que persigue el filme en cuanto que concibe toda la imagen como una ruina, y que al plasmar esa ruina sobre otra ruina, lo que puede ser esos lugares deshabitados o no lugares, se genera un abismo en el que Agnès Varda y JR tratan de despertar la creatividad. En otro momento, Agnès Varda ante la pregunta de un campesino de por qué imprime la foto de sus pies en un vagón de tren le dice que es para suscitar el poder de la imaginación. No pude en ese momento sino pensar en la vieja sentencia que recorría y que recorre precisamente el especial de Mayo del 68 en el que ella también ejerce tanta influencia como es “La imaginación toma el poder”. Y entonces una oleada de clarividencia me inundó, no es la imaginación la que debe materializarse mediante algo tan indigno como el poder, sino el poder de la imaginación el que debía y debe irrumpir en la escena artística, política, pública e incluso interior para generar un diálogo con esos espacios muertos, con esas ruinas, con esos cuerpos, tratando de hacer algo que siga persiguiendo la cuestión, la reflexión misma y que no abandone el empeño de ser libre, soñador, utópico y seductor.
Creo que Agnès Varda, que ya firma este documental con 89 años, toma lúcidamente la propuesta que ha perseguido durante toda su carrera y la expone de la forma más sencilla e inteligente posible sin abandonar la belleza y el retrato de las imágenes y que componen una vida entera. Esta mirada sobre la vida, sobre las relaciones humanas tan característica de una mente que ha madurado a lo largo del camino y que tiene tantas fotografías como historias que contar me parece digna de ser admirada. Si hay algo que caracteriza precisamente esta generación es el acumulamiento de imágenes y la falta de narraciones que las acompañen. La vejez en el cine sigue trayéndonos discursos con los que punzar a una juventud adormecida, pienso también en la despedida de Dean Stanton en Lucky (Carrol Lynch, 2018).