Catelyn o la pérdida
Por Aarón Rodríguez
De Juego de Tronos se suele decir, quizá con algo de razón, que utiliza como fundamento narrativo básico la posibilidad de la muerte de sus personajes. El gesto épico que va apilando los capítulos –la dichosa batalla por el trono de hierro, las traiciones y los inevitables combates cada dos entregas- es como un magma inevitable que, extrañamente, se refuerza cada vez que uno de los puntales de la ficción es arrasado.
No puedo evitar preguntarme por qué el espectador medio -generalmente muy ocupado en negar su propia mortalidad o en bordearla a base de hacer mucho ejercicio y pensar en positivo- se engancha a una serie como Juego de Tronos. De hecho, me sigue pareciendo una extraordinaria paradoja de la ficción: aquello que queda anhelado en el interior del frame es lo mismo que queda expulsado de la actividad cotidiana.
(Andabas sentada al otro lado de la mesa, yo había tenido un mal día y no estaba para jugar a fingir adoración, así que quizá me pude permitir decirte claramente lo más certero que te he dicho nunca, y por extensión, lo más certero que te va a decir nadie jamás: que a partir de cierto punto, la vida no es más que pérdida. La vida no es más que situarse en una situación de pérdida constante en la que todo –el cuerpo, el deseo, las aspiraciones, las posibilidades, los amigos, los familiares- comienza a derrumbarse de manera extraordinaria. Decía Phillip Roth por algún lado que la vejez era una masacre interminable, pero no especificó en qué punto exacto comenzaba a sonar, por así decirlo, una versión en bucle de Las Lluvias de Castamere. Quiero decir, andabas sentado al otro lado de la mesa y mientras cogías elegantemente el cleenex y secabas con un ademán preciso y estudiado una única lágrima, y yo no podía parar de pensar en el segundo exacto en el que, al cerrar los ojos, descubrí lo mucho que te parecías a Catelyn Stark. De tal manera que –te lo dije, pero sé que no me creerás hasta que sea demasiado tarde- en aquel momento me aplastó mi propia paradoja: soy un profesor de cine que debe enseñar la manera en la que se impone la pérdida a cuerpos que todavía nada (o casi nada) saben de ese segundo exacto en el que alguien, un amante sin rostro, se nos acerca con un féretro de celuloide en la mano y masculla: “Los Lannister mandan sus saludos”).
Juego de Tronos, pese a los dragones, los esclavos liberados, las posiciones políticamente correctas, los desnudos y la imposible continuidad de sus tramas, no deja de tener algo en su interior que remite a lo profético. Algo que es a la vez una advertencia del mundo que llega y de la posición existencial que conviene adoptar ante él. Quizá por eso es, en última instancia, uno de los productos culturales pop más lúcidos y precisos de nuestra época: al contrario que todas las voces que fingen epatarse ante la belleza del mundo y la riqueza de sus posibilidades, lo único que propone es la moneda sucia, inevitable y constante de la pérdida misma.
Y por eso, a veces, casi agradecemos que un rostro –el rostro de Catelyn Stark al ser degollada- nos diga la verdad.