Celobert
¿Pones dos platos? Por Fernando Solla
"- Yo no quise alterarme.
- Tú no tienes el poder de alterarme. No importas lo suficiente como para alterarme."
El nombre de David Hare no nos resulta del todo extraño a los aficionados al séptimo arte aunque a veces parece que no sabemos muy bien dónde ubicarlo. Responsable del guión de la citada El lector y de la creación, y humanización, de su personaje protagonista, Hanna Schmitz, cuya espeluznante interpretación le reportó un Oscar a Kate Winslet por esa maravillosa encarnación de una conductora de tranvía analfabeta reconvertida en vigilante del campo de exterminio de Auschwitz. Unos años antes, Hare ya conmovió a propios y extraños con ese prodigio de adaptación, adecuación y transformación de una novela a guión cinematográfico como es Las horas (The Hours, Stephen Daldry, 2002). Los que hayáis leído la obra original de Michael Cunningham antes, durante o después de experimentar el periplo vital en que nos sumerge el visionado de esta radiografía del alma humana, sabréis a lo que me refiero. Y los que no, pues ahí tenéis una recomendación literaria para el periodo estival.
Entramos en materia. Para la gente de teatro, espectadores y profesionales, y espectadores profesionales (que también los hay), David Hare es uno de los máximos exponentes de la dramaturgia británica contemporánea, junto con Harold Pinter y Tom Stoppard, autores que han influenciado en gran medida en el cine de Terence Davies, como apuntamos cuando hablamos de The Deep Blue Sea (2011). Hare está convencido que el escritor tiene como deber interpretar la sociedad donde vive y cree en la energía del teatro para conseguirlo, algo parecido a lo que postulaba Hugo Weaving en esa revolucionaria V de Vendetta (James McTeigue, 2006), cuando le espetaba a una abrumada Natalie Portman la siguiente réplica: “Mi padre era escritor. Te hubiera caído bien. Decía que un artista usa las mentiras para decir la verdad, y un político para ocultarla…”. No es casualidad que esta historia de venganza esté localizada en un Londres gobernado por un régimen dictatorial ultraconservador y fascista, en un futuro más o menos ficticio.
Encontramos en Hare a un autor temperamentalmente dividido entre el espíritu romántico y rebelde de sus personajes, siempre en permanente confrontación, y la presentación de un contexto magníficamente definido de las convulsiones de la sociedad británica contemporánea. Y Celobert (Skylight, 1995) es una estupenda muestra de su estilo narrativo directo, punzante, irónico y mordaz y de esa riqueza argumental que nace de los más íntimo de cada personaje para conseguir, después de la jornada teatral, un vívido retrato de una situación social conflictiva y fundamental para entender el momento histórico en que vivimos, recreada a partir de las diatribas internas o no de los protagonistas de sus obras.
No es la primera vez que Celobert se representa en Barcelona. El teatro Romea acogió la primera visita del montaje entre el 13 de enero y el 30 de marzo de 2003, con dirección de Ferran Madico. El montaje se repuso la temporada siguiente, del 23 de diciembre de 2003 al 1 de febrero de 2004. No nos alejamos demasiado del Raval barcelonés y en esta ocasión nos trasladamos al Goya, donde podemos disfrutar de nuevo de esta obra desde el pasado 18 de mayo hasta el próximo 22 de julio.
Y un servidor, militante teatral donde los haya, ha asistido con ilusión y perseverancia a cada una de las tres temporadas de este Celobert que tanto sacude y emociona.
Lo que a los 18 y 19 años casi provocó un cortocircuito mental y emocional, una herramienta de aprendizaje sobre el mundo del que empezaba a formar parte activa, intelectual y laboralmente hablando, y una primera toma de contacto con el proceso de autoconocimiento que supone querer a un semejante, no por su aspecto o contexto social, si no a través de una admiración mutua, de unos valores compartidos o no pero siempre defendidos con vehemencia y del descubrimiento de incompatibilidades emocionales, que no físicas… a los 28 sigue calando hondo, aunque esta vez las palabras dichas por los personajes de Tom, Kyra y Edward no me introducen en ningún mundo nuevo, si no que recrean con un nivel de conexión y cercanía francamente alarmantes, por reconocibles, la realidad por la que transito hace más de una década. Ojalá haya otro montaje de Celobert a mis 38, 48, 58…
Quizá entonces dejaré de sentirme más identificado con Kyra que con Tom, como en esta ocasión he dejado un poco atrás a Edward para admirar a Kyra, esa Kyra que Roser Camí, como ya hizo en la segunda temporada de la obra, interpreta con una entrega y sensibilidad inconmensurables, que emociona hasta los ladrillos del Goya, de ahí a que se condense tanto el ambiente, a que se nos empañen tanto los ojos, a que se transforme toda nuestra conmoción en una especie de vapor nebuloso y maravilloso que flota sobre la platea de la sala durante cada función. ¡Bravo!
Gran ovación también para Josep Maria Pou, hombre de teatro donde los haya, ligado a este proyecto desde el principio. Fue el protagonista de las dos primeras temporadas y ahora, no tiene suficiente con repetir personaje que dirige el montaje en el teatro del cual es también programador y máximo responsable artístico. Que a estas alturas, señor Pou, se mantenga firme en su afán de compartir con nosotros sus tribulaciones, transformadas en palabras por estos autores a través de estas obras es algo que no nos cansaremos de agradecerle. Aunque nos sigamos refugiando en este idealismo que para su Tom Sergeant es banal, infantil, ingenuo e insultante y no compartamos su pragmatismo capitalista (al menos explícitamente, ya que, queramos o no, nos regimos por él) admiramos y aplaudimos su férrea dirección y su interpretación generosa, matizada, cercana, verosímil y, en definitiva, estupenda. Acertada también nos parece su decisión de regalarle al joven Jaume Madaula el papel del hijo de Tom, Edward Sergeant. Meritoria la composición que realiza del personaje, uno de los secundarios mejor dibujados del teatro de Hare.
¿Qué vemos sobre el escenario? Kyra (Camí) llega a su casa, un loft del extrarradio londinense. Se pone cómoda. A través de la ventana vemos los tejados y chimeneas de las fincas colindantes. Enciende una lamparita, pone música, se desviste y se refugia en su cómodo pijama. Hogar, dulce hogar. Edward (Madaula) llama a la puerta. Al principio Kyra se asusta y no reconoce al chaval, que intenta aparentar madurez y tranquilidad, aunque no consigue disimular su nerviosismo. Edward le explica que hace un año que Alice, su madre, murió de cáncer y que siente “…cosas extrañas que no puede hablar durante la cena” con su padre, una persona a la que considera “…emocionalmente no disponible”. Intuimos una pasada, aunque no olvidada, vida en común: “…lo único que echo de menos es un buen desayuno, nada más”.
Días después misma rutina. Llegada al hogar y misma música (quizá la banda sonora de la vida de Kyra). Visita deliberada de Tom (Pou) vistiendo sombrero y bufanda, que le sirven de protección del respeto miedoso que él mismo proyecta ante los demás y, más aún, ante sí mismo. Enseguida empiezan los reproches que nos evocan el pasado en común de los protagonistas. “¿Has aparcado los tanques en la calle…? Descubrimos que Kyra fue amante y camarera de Tom, amiga íntima de Alice, y canguro (y segunda madre) de Edward. Después de escarnecer con ahínco el compromiso social y el aislamiento de ella (“…he dejado de leer los periódicos. No estoy de acuerdo con ellos”), Kyra decide poner dos platos en la mesa e invita a Tom a cenar, el cual terminará desmoronándose y confesando el sentimiento de culpabilidad que le provocó que Alice enfermara mientras Kyra abandonaba, desarraigada, la familia en la que se la había incluido, desestabilizando la estructura de la misma (“…Le puse el cielo como techo y debajo, su cama…”).
No nos asustemos, que sólo hemos desvelado algunas pinceladas de los primeros veinte minutos de este maravilloso montaje. A través de la historia de Tom y Kyra (y de Alice, ese gran protagonista ausente, ya que aunque ninguna actriz la interpreta, nos hacemos una idea tan vívida de ella que se convierte en un fantasmagóricamente presente cuarto protagonista), David Hare consigue transformar el simple hecho de asistir a una representación teatral en un ejercicio de participación activa, en un debate de ideas que complementa todo lo que hemos visto y leído en los periódicos del día.
¿Pueden los capitalistas vivir realmente con los idealistas sociales? ¿Seremos capaces de perdonar el pasado e, incluso, a nosotros mismos, superando cualquier sentimiento de culpa? ¿Vale la pena perseguir una idea de futuro a partir del desempeño de un trabajo en el que realmente creemos? ¿Puede nacer un amor puro e inocente a partir de una infidelidad y, por tanto, de un engaño? ¿La voluntad de ganar dinero a raudales nos descalifica para tener sentimientos, o al menos, mostrarlos? ¿Por qué han de pagar las nuevas generaciones el deterioro de los servicios públicos británicos causado por las privatizaciones realizadas durante el gobierno conservador de Margaret Thatcher? ¿Querer y ayudar a un desconocido que bajará en la siguiente parada del autobús nos dignifica o hace que nos desviemos del riesgo auténtico que supone querer con todo el corazón, a la vista de todos, dándose al otro de verdad?
Y todo a través de la confrontación a tres bandas entre un agresivo empresario, una profesora y un joven perdido y asustado, que no sabe qué bando escoger, obviando algo básico: no hay necesidad alguna de posicionarse todavía (quizá nunca), no hay que rendir cuentas ante nadie más que uno mismo, ya que las personas sólo somos personas y no tenemos que andar siempre (o casi) explicándolo todo. Celobert es ése sólo, ése casi.
Recomendamos fervorosamente la asistencia al Teatre Goya barcelonés para ver esta función, que estará en cartel hasta el próximo 22 de julio. Una obra con mucho diálogo y a la vez construida a base de silencios, que permite a los espectadores traspasar la cuarta pared y compartir esa apetecible cena, cocinada a tiempo real que inunda la sala con su aroma agridulce. Con el valor añadido de escuchar las palabras de un autor que ilustra y muestra una doble realidad, íntima y social, sin moralizar ni adoctrinar. Y con una pareja protagonista de esas que no se olvidan fácilmente.