Celos: el hombre CAD

Hagamos del drama un LOL: los celos en la comedia reciente norteamericana Por David Martínez de la Haza

Los celos, de acuerdo con la Wikipedia, fuente totalitaria de toda la sabiduría universal actual, son una “respuesta emocional que surge cuando una persona percibe una amenaza hacia algo que considera como propio”. Comúnmente, la psicología actual interpreta los celos como una respuesta natural ante la amenaza de perder una relación interpersonal importante. La extensión patológica de los celos, conocida como celotipia, constituye una entidad “fuertemente autodestructiva (…), que condiciona un estado de infelicidad, en función de sus miedos y sospechas de engaño, muchas veces completamente infundados y prácticamente no acepta otra condición de verdad que no sean las evidencias que confirman su inseguridad en la relación”.

Podemos entonces convenir que cohabitan en el tema de los celos varios elementos clave a la hora de construir el gran drama cinematográfico: pasión, amenaza, pérdida, miedo, incluso violencia. No obstante, cuando me propusieron escribir unas palabras sobre este “estado alterado” y su implicación en el cine, preferí abordar el tema por la vía quizás más amable. Al menos más amablemente patética: los celos en la comedia.

Dejamos por tanto fuera obras tan gloriosas a la hora de enfocar la incidencia de los celos (o la ausencia de los mismos) en el devenir de las relaciones, como en aquella El infierno (L’enfer, Claude Chabrol, 1994), que adaptaba el guion de la obra inconclusa de Henri-Georges Clouzot, o en El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963) basada igualmente en un texto ajeno, en este caso la novela ‘Il disprezzo’ de Alberto Moravia. También pasamos de largo a la hora de hablar de thrillers psicológicos como Atracción fatal (Fatal Attraction, Adrian Lyne, 1987) o Perdida (Gone Girl, David Fincher, 2014), ambas exitosas producciones norteamericanas que comparten una visión que oscila entre lo moderadamente cuestionable y lo abiertamente misógino a la hora de relacionar una cierta empoderización de la mujer engañada con la venganza y el trastorno de la personalidad o la psicopatía, aunque éste y otros aspectos derivados de esta misma especulación -como por qué Hollywood parece a veces empeñarse en adjudicar este rol más desequilibrado a la mujer y otorgar un rol más cómico al hombre, cuando se trata de afrontar el asunto de los celos-, bien merecerían una reflexión en otro tiempo u otro espacio.

Los celos en la comedia funcionan, qué duda cabe. No sólo funcionan, sino que han dado pie, al menos en los últimos treinta años, a obras muy a tener en cuenta dentro del género. Ahí están por ejemplo la simpática nadería Vida y amores de una diablesa (She-Devil, Susan Seidelman, 1989), las exitosas comedias románticas French Kiss (Lawrence Kasdan, 1995) o La boda de mi mejor amigo (My Best Friend’s Wedding, P.J. Hogan, 1997), o la más reciente y francamente apreciable Paso de ti (Forgetting Sarah Marshall, Nicholas Stoller, 2008), dentro de lo que podríamos considerar comedia más pura, más netamente humorística. Por otra parte, conviene recordar un buen puñado de obras con un tono más melancólico, más interesantes si cabe a la hora de abordar esta temática, como Alta fidelidad (High Fidelity, Stephen Frears, 2000), Persiguiendo a Amy (Chasing Amy, Kevin Smith, 1997) o Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim vs The World, Edgar Wright, 2010).

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Paso de ti

En esencia, los celos son seguramente el primer desajuste emocional ad hoc relacionado con la adolescencia, tanto en cronología como en importancia. No en vano los celos van estrechamente ligados a dos cualidades absolutamente inherentes a dicho ciclo vital: las primeras implicaciones sentimentales y las inseguridades. De ahí que las películas que de entrada me vinieron a la mente para, de alguna manera, ilustrar cinematográficamente esta condición juegan con esa cierta atipia inherente a la adolescencia que son los celos: una cierta adhesión no siempre voluntaria a una reafirmación de la individualidad, pero también una especie de pulsión iracunda (muchas veces hacia el exterior; siempre hacia el interior) adaptiva ante la pérdida de lo que hemos asumido como propio.

Pienso en la comedia norteamericana que hasta el día de hoy ha tratado el tema y veo una constante: un eterno adolescente implicado. Es cierto que, en la mayoría de casos, se trate de un hombre perfectamente adulto según su pasaporte, pero que de alguna forma mantiene ciertos rasgos (sentimentales o conductuales) propios de la adolescencia. Casi como si los celos formasen parte semiológica de lo que se ha venido a llamar «Síndrome de Peter Pan». Echemos la vista atrás y pensemos en, por ejemplo, a qué se dedican estos hombres celosos en la comedia americana reciente: Holden McNeill y Banky Edwards de Persiguiendo a Amy, dibujantes de cómics; Peter Bretter en Paso de ti, compositor de música para programas de televisión; Rob Gordon de Alta fidelidad (es verdad, coproducción británica-norteamericana), dueño de una tienda de discos; o Scott Pilgrim en Scott Pilgrim contra el mundo, el más cercano por edad a la adolescencia, bajista en un grupo de punk. Es como si hubiera una cierta tendencia a justificar al hombre cómico celoso otorgándole una ocupación que es una especie de remanente de un anhelo adolescente, casi un énfasis a la hora de darle sus rasgos de personalidad.

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Alta fidelidad

El hombre celoso se muestra aquí empequeñecido, trágico tanto o más que cómico, golpeando de forma ocasional la cuarta pared en busca de la empatía con el espectador, algo constante por ejemplo en Alta fidelidad, quizás por su origen literario más confesional. Y encontrándola, porque en tanto que humanos -y por extensión falibles e imperfectos- sentimos una cierta atracción simpática por el reflejo en la pantalla de nuestra propia esencia voluble y penosa. En lo que llamaríamos comedia cinematográfica, el hombre celoso abandonado -y ocasionalmente la mujer celosa abandonada- suele caer de manera casi indefectible en situaciones ridículas, casi grotescas, mientras determina cuál es su nuevo rol, normalmente en base a dos patrones relativamente constantes:

1) Jugar a esa cosa tan rara, boba y ocasionalmente mezquina de “luchar” por volver con la persona deseada

2) Asumir el papel de abandonado-despechado.

Normalmente ambos patrones son superponibles o intercambiables.
Ahí está ese paradigma de nueva comedia sobre lo que llamo el hombre CAD (Celoso-Abandonado-Despechado)…
… que es la, insisto, maravillosa Paso de ti. El CAD, esa persona normalmente insegura, siempre nostálgica, incapaz de mirar hacia delante por tener demasiado presente el recuerdo de tiempos pasados, tiene en Peter Bretter (Jason Segal) uno de sus más certeros retratos, alternando de forma torpe y encantadora esos roles asignados como 1 y 2. Recuérdese sin ir más lejos como paradigma de patrón 2 la inolvidable e hilarante escena de planos encadenados con Segal teniendo relaciones carnales bastante pintorescas con diferentes compañeras sexuales. A su vez, el llamado aquí arbitrariamente patrón 1 tiene quizás una de sus cimas conductuales cinematográficas en el crisol de slapsticks perpetrado por la adorable Meg Ryan en French Kiss, dándose literalmente tortazos mientras espía a su prometido con su nueva (y joven, y guapa, y francesa) pareja, ante la mirada cómplice, ocasionalmente paternalista, de Kevin Kline.

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French Kiss

Ojo a lo de la mirada cómplice externa (el mencionado Kevin Kline en French Kiss o incluso Mila Kunis en Paso de ti), que tiene una importancia capital en este tipo de subgénero argumental. El retrato del llamado CAD en la comedia sigue un patrón bastante evidente: «quiero A pero no puedo porque B, ocasionalmente bajo la mirada de C», donde A es recuperar el afecto o la compañía de la persona querida, B es la interposición de una nueva pareja, y C es una especie de oráculo pasivo que empatiza de alguna forma con el protagonista, hacia el que ocasionalmente acaba desarrollando sentimientos afectivos. Efectivamente, por la siguiente fórmula, habréis adivinado que en los casos en los que existe C, la comedia se convierte en comedia romántica.

Pero ¿se repite ese patrón que nos muestra el cine en la vida real? ¿Es aplicable a nuestro día a día? ¿Funcionan los celos como un sencillo algoritmo aplicado a los sentimientos? Todo parece indicar que sí, aunque ojalá en nuestra cotidianidad todo se limitara a dejar pasar noventa minutos, echar unas risas y descubrir que finalmente el hecho de encelar trae consigo los resultados deseados de recuperar al ser querido o bien la siempre agradable alternativa de encontrar un nuevo amor en este caso correspondido, en vez de un montón de facturas del psicólogo y varias recetas de ansiolíticos cubiertas parcialmente por la Seguridad Social.

La comedia, no obstante, tiene mil caras, y, como digo, hay varios ejemplos de películas donde el poso emocional es mayor que en las mencionadas. Cintas que, sin hacer menoscabo del componente amable inherente a la comedia, sí se muestran menos puramente humorísticas y afrontan la temática de forma más ¿quizás humana? ¿quizás profunda? De una forma distinta, cuanto menos.

Un ejemplo catedralicio de ello lo encontramos en Alta fidelidad, la estupenda adaptación de la novela de Nick Hornby, que en su trasvase a la pantalla mantiene toda la cohesión e intimidad entre protagonista y lector o, en este caso, espectador. El órgano diana del que se ocupa Alta fidelidad no es tanto los celos en sí como la ruptura. De hecho, la obra de Frears es un estudio casi epistemológico sobre este tema, que se inicia desde lo estrictamente radicular, como en el segmento en el que el antihéroe Rob Gordon (John Cusak) sale en busca de su top 5 de rupturas más importantes en la vida de cara a intentar extraer conclusiones acerca del patrón conductual que le puede haber llevado a la separación con su actual pareja. Lo curioso, y definitivamente sintomático, es que la ruptura con dicha pareja, hasta entonces notoriamente relativizada, es reconocida como dolorosa solo cuando se tiene el conocimiento de que existe una tercera persona con la que comparte cama. ¡Ah, el orgullo! ¡La miseria humana! Las cosas podridas del corazón y la cabeza, en definitiva. El agravio por tanto es mostrado como mayor cuando lo que está en juego es la posesión y no el vínculo, lo que incide de nuevo en que los celos actúan como ese sueño de la razón que produce monstruos.

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Persiguiendo a Amy

Más interesante a la hora de tratar los celos me parece incluso Persiguiendo a Amy. Kevin Smith pone en sobre el tablero un triángulo amoroso con translación de roles, en el que el protagonista, Holden (Ben Affleck), un chico heterosexual, es el único que muestra estatismo al respecto, quizás sirviendo como proyección en la trama de la mirada estandarizada del propio Smith. A su alrededor, su mejor amigo, Banky (Jason Lee), y la chica de la que se enamora, Alyssa (Joey Lauren Adams), fluctúan por la escala de Kinsey a lo largo de la narración, alejándose de las conductas estrictamente heterosexual y homosexual respectivamente mostradas a priori. La aparición de Alyssa, la chica deseada, condiciona una desviación absoluta -porque el amor todo lo puede y todo lo requiere- de la atención de Holden, que lo aparta de los dos mayores vínculos que mantiene con Banky: amistad y trabajo. De nuevo, la sensación de pérdida asociada a la entrada de un elemento externo es el disparador de los celos, en este caso sobre una relación más fraternal que romántica, aunque después se añadirán ciertas connotaciones dudosamente sentimentales a esta amistad, como he sugerido anteriormente. Por otra parte, la relación establecida entre Holden y Alyssa queda deteriorada por la intromisión de ciertos inputs del pasado (las experiencias sexuales previas de ella) que sacan a la superficie los miedos intrínsecos del hombre. De nuevo, la enfatización de la figura del macho empequeñecido, acomplejado, sistemáticamente ridículo, algo manifestado de forma especialmente dolorosa en la resolución final de la tragedia, en una escena memorable que resulta tan catastrófica como lógica según el razonamiento ilógico de toda persona sentimentalmente abrumada.

Tengo claro que, tanto en la vida cotidiana como en esa prolongación de la misma que es el cine, los celos infiltran la realidad. Eso es algo que queda certeramente demostrado en las mencionadas Alta fidelidad y Persiguiendo a Amy. Pero ninguna película lleva esta máxima a unas dimensiones tan abismales como Scott Pilgrim contra el mundo. La encantadora obra de Edgar Wright, que traslada de forma magistral toda la carga lúdica de la serie de cómics de Bryan Lee O’Malley, sublima el imaginario de los celos dando no solo verbalización sino corporeidad a los miedos intrínsecos de la persona. Aquí el recelo, la inseguridad y la duda cobran forma en forma de siete ex malvados a los que Scott (Michael Cera) debe derrotar para consolidar su relación con Ramona Flowers (Mary-Elizabeth Winstead). La hipérbole definitiva sobre los celos queda aquí representada dando superpoderes a siete personajes con los que Ramona mantuvo en el pasado algún tipo de relación sentimental. La visión del hombre celoso de nuevo deforma la realidad, en este caso más que nunca, otorgando cualidades fantasiosas a quien rivaliza por la persona amada, en un disfraz metafórico de los clásicos razonamientos de “el otro es mejor que yo” o “qué tiene el otro que yo no tengo”. La esencia misma del miedo a perder del ser amado expandida de forma hiperproteica en un despliegue pop maravilloso que, a su vez, por virtud de la comedia, sirve para quitar hierro dramático al asunto de los celos.

Porque sí, ha quedado demostrado: el drama de los celos existe.

Pero quizás, sólo quizás, podamos hacer de este drama un lol.

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