Cerrar los ojos
Una carta de amor al cine Por Adrià Allande González
Una vez termina la película, después de su último fotograma, donde todo se une y, a su vez, se disuelve, el espectador se pregunta: ¿y ahora qué? Porque, después de ver el último largometraje de Víctor Erice, quien no había estrenado una película en más de treinta años, uno tiene la impresión de regresar a un lugar del que, sin saber cómo ni cuándo, partió y al que nunca más regresó, hasta ahora.
Han pasado cincuenta años desde que Ana vio a un fantasma, cuarenta del péndulo y la bicicleta de Estela, y treinta y uno para quién pinta unos membrillos como si se tratara de la vida misma (o, si se prefiere, como tantas otras cosas, así lo intenta). Ha llovido mucho desde entonces y, al igual que estas tres películas, el mundo, y nosotros con él, ha cambiado. La mayoría de quienes construyeron este edificio, que hoy está en decadencia, es decir, el mito del cine moderno, ya no están entre nosotros. Algunos se han ido antes que otros, como es el caso de François Truffaut, y algunos de manera más trágica, tal como sucedió con el asesinato de Pier Paolo Pasolini o el suicidio de Jean Luc Godard; mientras que otros se han despedido de manera más apacible, como fue el caso de Agnes Varda. Pero, al fin y al cabo, la función parece estar bajando su telón.
Las salas de cine van decayendo poco a poco, y salvo por la labor de las filmotecas, los clásicos han dejado de serlo para dar paso a otros. Lo que un día fue, ahora queda muy lejos. Las plataformas digitales se han impuesto como una forma de control que a veces pasamos por alto, permitiendo que cada individuo, a través de una pequeña pantalla, ya sea en un teléfono o una computadora, tenga la capacidad de gestionar el propio tiempo de la narración y, en algunos casos, incluso modificarla. Es decir, nos encontramos en una época donde la libertad no es más que un paraíso artificial, donde los límites están definidos por nuestra corta mirada o, peor aún, por nuestra falta de imaginación, y donde aquello que debía ser colectivo se ha vuelto fúnebremente individual.
No obstante, no todo es lugar para la melancolía y la desazón, ya que, quien ha crecido con las primeras obras del director español y asiste a su última función, tiene la impresión, sin saber muy bien por qué, de volver a casa después de mucho tiempo, abrir una puerta que hasta entonces permanecía cerrada y encontrar tras esta las cosas tal y como las recordaba. Claro está que cambiadas, envejecidas o, si se prefiere, más sinceras; pero, al fin y al cabo, las mismas.
Cerrar los ojos nos devuelve a un modo de hacer cine que, desde hace tiempo, sin contar con algunos lobos esteparios (pues para suerte nuestra siempre los habrá), parece ser que se ha perdido y ha quedado sellado, guardado y olvidado en los libros de historia del cine y análisis fílmico. La influencia de los nuevos medios de comunicación, como internet y su letargo de plataformas de difusión, no solamente ha cambiado el resultado final de las películas, sino que, y aún más importante, ha alterado su fondo, es decir, la forma en la que las pensamos y trabajamos; ya que el arte, recordemos, nace en la mano y muere en el corazón. Por ello, podríamos decir que, como bien afirma el crítico Ángel Quintana, con esta película se nos recuerda el poder del cine como conjuro para revelar lo oculto, lo que subyace y late, tanto delante como detrás de la propia imagen, al igual que en nuestras propias vidas.
Cerrar los ojos no es solamente una película, sino la apología de toda una filmografía. Más bien, al igual que esa pequeña pero monumental obra de Stefan Zweig, adaptada a la pantalla por el también alemán Öphuls, es una carta de amor y, a su vez, una epístola o elegía a la gran pantalla. Porque el cuarto largometraje de Víctor Erice, presentado en el Festival de Cannes, muestra indirectamente tanto las películas que logró rodar como las que no; algunas de manera más directa y otras de forma más discreta. En definitiva, al igual que sucede en la última década de Jean-Luc Godard, a partir de su lenguaje más cercano a la cosmogonía que a la comunicación, la película presenta todos los rasgos característicos del autor, su universo y órbitas, y es necesario conocerlos para adentrarse en su metanarración, ya que esta es el campo libre y simbólico del espectador.
Cerrar los ojos comienza y termina con una película dentro de la misma película, la cual está incompleta, habiéndose rodado, solamente, el inicio y el final. La mirada del adiós es su título, y no se pudo terminar porque el protagonista, Julio Arenas, una noche y sin saber por qué, desapareció. Nunca más volvió, dejando un poso en el equipo y, especialmente, en el director de la película e íntimo amigo, Miguel Garay, así como en su hija Ana.
Después de esta primera ensoñación en la que se presenta una película dentro de la propia película, la narración arranca treinta años después del rodaje. En ella, un equipo de una cadena televisiva investiga el caso de Julio Arenas e invita al director de la producción malograda a una entrevista. Miguel Garay regresa a la ciudad para ello, y con su vuelta se abre nuevamente la brecha por la que transcurre lo más preciado de la vida y del tiempo, es decir, la memoria. El protagonista, pues, no puede evitarlo y regresa a los mismos caminos, recordando una última vez lo que fue y también lo que pudo haber sido, los años, amigos y quehaceres de un tiempo no necesariamente mejor, pero sí más propio.
Pero, a su vez, esta vuelta no solo lo es a su vida privada, sino también a la del séptimo arte y a su vínculo con la del director español. La película, como ya hemos dicho, cuestiona de manera explícita las nuevas formas, las plataformas y la transformación del espectador tradicional en usuario; como si nos hubiéramos transformado en poco más que un número que consume y, a su vez, es consumido. No obstante, como si se tratara de un bálsamo, en la historia aparecen como contrapesos a los nuevos cauces algunos nombres que elevaron esta suerte de conjuro que es el cine, y que el director se empeña en recordar como si se trataran de un faro al que debemos llegar.
Emergen, pues, los nombres de F.W. Murnau, Nicholas Ray, así como, aunque más discretamente, el del siempre querido crítico Manolo Marinero. Hasta llegar al nombre de Carl Theodor Dreyer y, más concretamente, su penúltima película. Sin explicitarlo, Erice crea un arco narrativo que conecta el milagro de La palabra (Ordet, Carl Theodor Dreyer, 1955), es decir, aquel beso manifiestamente carnal, que abre los ojos, despierta a la vida y rehúye a la muerte, con el milagro de la película que nos ocupa. Porque Cerrar los ojos, al fin y al cabo, no nos olvidemos, trata sobre un milagro; primero, el de encontrar a Julio Arenas mucho tiempo después y, luego, con la promesa prometeica de la imagen, el de volver a verse a sí mismo, reconocerse y situarse entre las tantas definiciones que nos otorgan y nos otorgamos.
La línea narrativa se estructura en distintos marcos. Primero, el de las dos películas: la última ficción de Arenas y el mundo en que ha discurrido su vida; también se desglosa en escenarios ubicados en Madrid, Almería e incluso en la imaginación. Cada una de estas partes, como es característico en el cine del realizador español, se trabaja como una especie de bloque unilateral, pero al mismo tiempo conectado con la obra, como él mismo definía en una de sus raras entrevistas. Sin embargo, aunque todos son parte de un conjunto, hay un lugar en particular que convierte a la película en una obra maestra, y no es otro que el sur.
Las secuencias filmadas cercanas al Cabo de Gata, ya sea en la casa, que es más bien una chabola, donde vive Miguel Garay, o, de manera muy especial, en el geriátrico donde Julio Arenas trabaja, representan una síntesis perfecta de sus intenciones y de una poética que es, al mismo tiempo, explícita y sutil, abierta y cerrada como un grito, y a la que nos tenía acostumbrados en sus obras anteriores.
Cerrar los ojos es, sin lugar a duda, la película del año, no tanto por su impacto en las salas de cine, sino porque representa un puente entre lo viejo y, al mismo tiempo, lo nuevo, remitiéndonos al título de una de las películas de Sergei M. Eisenstein. En el sentido más estricto de la palabra, este largometraje incita al cine a una revolución, ya que debemos recordar que, según su propia terminología, el sufijo “re-“ implica una mirada hacia atrás para recordar que, en los primeros pasos, donde se origina la imagen, anidan las posibilidades del arte y del porvenir.
Pero la pregunta ahora sería: ¿y dónde se originan las imágenes? Porque, malinterpretándolo, podríamos creer que son la cámara, los medios digitales de generación audiovisual, la inteligencia artificial o sus sucedáneos quienes estén capacitados para crearlas. Sin embargo, tal como lo hace Julio Arenas, quizás, para recordar, deberíamos cerrar los ojos por un momento. Quizás en ese oscuro manto, en el silencio de nuestra garganta, podamos encontrar alguna respuesta a este laberinto. Quién sabe, tal vez incluso ocurra un milagro, a pesar de que Dreyer lleve más de cincuenta años fallecido.