Charisma

Lo fugaz y lo eterno Por Raúl Álvarez

«El que acata las reglas de este mundo sufre en consecuencia, pero el que no lo hace se nos presenta como un loco» Pensamientos desde mi cabaña. Kamo no Chōmei

Una de las notas características del primer cine de Kiyoshi Kurosawa es la definición de personajes masculinos solitarios y meditabundos, casi autistas, que parecen incapaces de conciliar su individualidad en el seno de la vida en sociedad. En esa galería de tipos aislados y cabizbajos destaca el detective Gorō Yabuike (Kōji Yakusho), protagonista de Charisma (Karisuma, 1999). Su periplo por un bosque cercano a Tokio contiene muchos de los rasgos de estilo que definen la antigua literatura japonesa del medievo; en concreto, la escrita por ermitaños y ascetas como Kamo no Chōmei, Saigyō y Yoshida Kenkō entre los siglos XII y XIII. Estos autores, todos monjes budistas, desarrollaron su labor poética y ensayística lejos de las ciudades, en contacto con la naturaleza, tratando de encontrar el sosiego espiritual mediante la renuncia a los bienes materiales. Su exilio voluntario les otorgó una suerte de lucidez que, paradójicamente, también les condujo a una dolorosa conclusión: uno puede apartarse del mundo, pero el mundo –a través de la escritura, la música, el pensamiento o los recuerdos– nunca se aparta de uno.

Esa imposibilidad de abandonar ciertas «esferas», como las denomina Chōmei en sus Pensamientos desde mi cabaña, articula y da sentido a la extraña historia de Yabuike. Tras fracasar en el intento de rescate de un político, Gorō, apartado del servicio por sus superiores, viaja hasta un bosque de montaña para disfrutar de unos días de vacaciones obligadas. Desde la primera noche, cuando un desconocido trata de quemarlo vivo mientras duerme en un coche abandonado, el detective se ve inmerso en una aventura salpicada de situaciones rocambolescas que Kurosawa describe con su habitual sentido del humor, a medio camino entre el absurdo y la idiotez. Lo que debería ser un entorno exuberante y evocador se revela, por el contrario, como un páramo yermo y cutre por donde pulula un grupo de personajes obsesionados con un peculiar árbol. Por un lado, unos militares de actitud adolescente que pretenden arrancar el árbol para entregárselo a un coleccionista; por otro, el joven Naoto Kiriyama (Hiroyuki Ikeuchi), antiguo paciente de un sanatorio mental ahora en ruinas, que vive por y para el árbol, al cual llama Charisma; y finalmente, la botánica Chizuru Jinbo (Yoriko Dōguchi) y su hermana Mitsuko (Jun Fubuki), convencidas de que el árbol está matando al resto del bosque.

Todos pretenden contar en su bando con Yabuike, que de este modo se encuentra en medio de un enfrentamiento de voluntades que bien podría entenderse como una metáfora de la sociedad japonesa durante la década perdida –los años noventa– que siguió al pinchazo de la burbuja financiera e inmobiliaria de Japón en 1992. El policía, como el árbol, simboliza una existencia individual que es discutida en nombre de una normatividad social que supuestamente persigue el bien de la mayoría. Quiénes integran o lo que representa esa mayoría son menos importantes que el convencimiento de que el individuo debe sacrificarse por el grupo. Yabuike se resiste a esa visión de las cosas. En su deambular por el bosque, conversando con unos y con otros, entiende que es falsa la dicotomía entre individuo y sociedad. Ambos son parte de una misma energía, y la vida de unos no siempre está relacionada con la muerte de otros. En definitiva, ¿por qué es más importante un bosque que un árbol?, ¿acaso este, en su singularidad, no tiene derecho a vivir?, ¿y, de producirse, su muerte asegura la supervivencia del bosque?

Antes de la difusión efectiva de las dos ramas del zen, en el siglo XIV, una de las formas más populares del budismo en Japón, sobre todo entre las clases pobres, era el comúnmente llamado amidismo, basado en el culto a Amida, el buda que hizo voto de acoger en la Tierra Pura a aquellos que depositaran su fe en él. El amidismo, según Bernard Frank, «pretendía sustituir un ideal de liberación personal por la aspiración a la salvación universal» 1. Chōmei y otros ascetas de su tiempo poseían figuras salvíficas de Amida en sus humildes cabañas. Por lo tanto, es razonable pensar que tenían puestas sus esperanzas de salvación en su culto, más que en su renuncia a lo efímero, que constatan como un imposible. Charisma desliza la idea de que esa aspiración, aún vigente, aunque bajo otras formas, en el Japón de finales del siglo XX, desdibuja al individuo incluso, o precisamente, cuando este toma el camino del exilio voluntario. Pero además lo enfrenta a una pregunta incómoda: ¿tiene sentido renunciar a lo fugaz, que es uno mismo, por lo eterno, que teóricamente son los demás?

Ni Chōmei ni otros regresaron a la sociedad pese a ser conscientes de la contradicción que los había empujado a la vida en soledad. Yabuike sí, y lo que contempla a su vuelta, en el magnífico plano final de Charisma, es un Tokio en llamas que podría representar la desconfianza del policía, y la del propio Kurosawa, en la sociedad como única forma de organización. Su cine posterior incide en este planteamiento. No se trata de elegir entre el individuo y el grupo, sino de conciliar ambas sensibilidades en un continuo armónico donde la vida y la muerte no sean conceptos opuestos sino complementarios. Yabuike está solo en ese convencimiento, pero no se da por vencido. Por esa razón regresa a Tokio, una ciudad que quizá siempre había sido así, apocalíptica, solo que antes no la veía en su auténtica naturaleza. El infierno no son los otros, tampoco uno mismo, lo somos todos. Esas son las verdaderas raíces de Charisma.

Charisma 1999

 

  1. Frank, Bernard (1968). Histoires qui sont maintenant du passé (p. 228). Traducción parcial del Konjaku monogatari shu, colección Connaissance de l´Orient. París: Gallimard. Citado por Jacqueline Pigeot en el postfacio de Chōmei, Kamo no (2019). Pensamientos desde mi cabaña (p. 87). Madrid: Errata Naturae.
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