Chernobyl

Memorias de la fisión — Ficciones de la memoria Por Damián Bender - Javier Acevedo Nieto

Chernobyl

Un grupo de personas se congregan en un puente para asistir al espectáculo de la destrucción de la central nuclear de Chernobyl. En ese gran plano general aguardan los cuerpos ateridos por la emoción que calientan con su vaho aromatizado por el vodka la atmósfera que se deshace en un cielo en el que las estrellas se forjan con las llamas de un núcleo candente. Previamente una retahíla de primeros planos cortos de rostros expectantes, y justo después la banda sonora irrumpe y la secuencia se ralentiza a medida que partículas radioactivas comienzan a flotar en la atmósfera, como pequeños rastros de polen que generarán en el improvisado público algo más que una alergia. Chernobyl (Craig Mazin, 2019) culmina en el ecuador de su primer capítulo una determinada imagen de la catástrofe. Para algunos estiliza el drama hasta volverlo susceptible de considerar efectista, para otros edifica una puesta en escena capaz de recuperar y sostener una ficción basada en un hecho real a través de una supuesta fidelidad a un material de archivo histórico. Con todo ello, cabe detenerse en cómo esta secuencia fija unas coordenadas para explorar cómo se gesta la imagen de una nueva memoria sobre Chernobyl.

Chernobyl 2

A medida que la secuencia avanza y se ralentizan las imágenes con el sonido extradiegético ahogando el registro sonoro diegético, emerge una distinción de la imagen que, según Bellour, Deleuze pasó por alto. Esta es la denominada imagen de interrupción de movimiento 1, situada en algún lugar entre la imagen-tiempo capaz de apresar el cambio íntimo e inaprensible entre fotogramas y la imagen-movimiento que meramente reproduce la duración del tiempo. Bellour sitúa esa imagen interrumpida en los fotogramas detenidos, en las imágenes congeladas de Marker o las anatomías que se agitaban como fósforos de Muybridge. Una imagen que se debate entre ser un instante privilegiado entre muchos o un instante cualquiera de esos muchos, o si dentro de la ambigüedad de ese fotograma cualquiera congelado en el tiempo existiera la posibilidad de que fuera un instante cualquiera y además privilegiado 2. La secuencia casi parece querer congelar en ese infierno nuclear dos miradas detenidas en dos instantes muy distintos: la mirada de los personajes ajenos a la realidad histórica en el que para ellos es un instante cualquiera y la mirada del espectador a una imagen de una memoria histórica en el que para ellos es un instante privilegiado por la ficción. De esa fricción de miradas mana la conformación ambigua, latente, suspendida en imágenes hiperreales de una nueva memoria audiovisual.

Esta ambigüedad encuentra su justificación en el hecho de que estamos ante una serie que relata acontecimientos sobre los cuales tenemos conocimiento previo, aunque sea de forma superficial. En Chernobyl no importa el qué, sino el cómo y el por qué. La serie apunta a echar luz sobre los detalles y sucesos que se han perdido con el paso del tiempo, a llenar los huecos de una memoria colectiva que se ha debilitado con el correr de los años hasta llegar al punto de que para las generaciones más jóvenes, Chernobyl resonaba principalmente a través de limitadas visiones post-apocalípticas en formato videojuego —la trilogía S.T.A.L.K.E.R (GSC Game World, 2007-2009), Metro 2033 (4A Games, 2010) son dos ejemplos paradigmáticos—, en documentales ocasionales de televisión por cable —El desastre de Chernobyl (The Battle of Chernobyl, Thomas Johnson, 2006) o en interpretaciones audiovisuales menos rigurosas —Atrapados en Chernóbil (Chernobyl Diaries, Brandon Davies, 2012)—. El combustible que alimenta la llama de la curiosidad, entonces, lo encontramos en la forma en que reconstruye los eventos acontecidos desde la fatídica noche del 26 de abril de 1986 en adelante.
La primera incógnita se plantea directamente al comenzar el primer episodio. El suicidio de —un anónimo en ese momento— Valery Legasov dos años después del accidente es el primer misterio, que es inmediatamente seguido por los instantes posteriores a la explosión de núcleo del reactor, sin mayores explicaciones de las razones en los dos casos. A partir de este momento, la estructura narrativa de la serie se ubica en un presente continuo en el cual las respuestas a estos interrogantes serán respondidas en el tramo final. La explosión, el accidente en sí mismo estructura el ordenamiento de los capítulos en sintonía con las etapas del duelo: de la negación e incredulidad de los técnicos e ingenieros a cargo de la planta nuclear —Dyatlov, Bryukhanov, Fomin— se pasa a la ira y la frustración de los encargados de tener que lidiar con el accidente —Legasov, Shcherbina, Khomyuk— y luego a la posterior etapa de negociación, en la que estos mismos personajes comienzan a asimilar —y comprender— la realidad en la que han quedado inmersos. Esto es seguido por la marcada depresión del episodio 4, en el que la cronología de los hechos ya es más espaciada y la tensión de los acontecimientos es considerablemente menor pero todavía hay decisiones amargas que tomar y sucesos que preparan el terreno para la etapa de aceptación del episodio final, en el que las revelaciones de las causas del accidente cierran el círculo y develan las incógnitas planteadas al inicio.

En este proceso en el que la serie constituye el vínculo de interés con el espectador, un espectador que conoce en líneas generales el accidente y su destino final como zona de exclusión radioactiva hasta nuestros días —no es descabellado pensar que para muchos, los restos de Pripyat resquebrajados por el paso del tiempo eran mucho más presentes que la explosión de la planta en sí misma hasta la llegada de la serie—. Lo que atrae de Chernobyl es la reconstrucción de los hechos, el nivel de detalle y la resemblanza que tiene con el material audiovisual de carácter documental y el material bibliográfico sobre el accidente de la planta nuclear. Los valores de producción apuntan a la réplica de la vida soviética de los años 80 detrás de la cortina de hierro —una era que ejerce curiosidad en el imaginario occidental hasta nuestros días— y a un encadenamiento de hechos que en la mayor parte de los casos encuentra una fuente bibliográfica que lo respalda. Desde la casi folklórica historia de los tres buzos hasta el recurso estratégico de guionista que es la discusión de Legasov y Shcherbina en el helicóptero sobrevolando la zona del accidente —toda esa secuencia cumple dos propósitos, primero explicarle a la audiencia cómo funciona un reactor a grandes rasgos, y segundo plantear un escenario de confrontación entre los dos protagonistas— encuentra una base tanto escrita como audiovisual en la cual respaldarse. Este caudal de registros multimediales —de una magnitud más grande de lo que uno podría suponer en un primer momento— es reorientado para dar forma a un producto audiovisual que aspira a reflejar los acontecimientos con un alto grado de rigor verídico, sin que ello implique una pérdida de atractivo ante su público potencial, al contrario. La ficción genera una ilusión de realidad y sobre todo, de fidelidad ante los sucesos que representa, capaz de impresionar a una audiencia dispuesta a llenar esos huecos de memoria sobre los cómo y los por qué desde una perspectiva que se ubica más de veinte años después en el tiempo, y que cuenta con más de un antecedente de reactores volando sus núcleos por los aires.

Chernobyl 3

Bellour y Godard insisten en la capacidad del cine mudo para variar la velocidad de la imagen e instaurar un régimen temporal fuera de todo significante, siempre novedoso, siempre nuevo en su condición de estar descubriendo un nuevo medio. El fotograma, la imagen congelada, la fotografía y hasta el frame parecerían ser elementos nativos de ese cine, pero completamente extranjeros en el cine clásico y en la narrativa propia del modo de representación institucional. El slow motion de Chernobyl desvela las partículas detenidas en su pura toxicidad, y también una cierta agonía por intentar fijar un instante privilegiado que debería ser visto como un instante cualquiera. Es la agonía de un medio, el televisivo, intentando instaurar el imperio del recuerdo que es obligado a recordarse, contemplando cómo la memoria del pasado ya no radica solo en las imágenes del audiovisual institucionalizado. Además de los dos significados expuestos de la escena previamente mencionada —un significado evidente y otro metafórico—, Roland Barthes hallaría en las imágenes congeladas un tercer significado, un significado obtuso sin significación, aleatorio, fragmentado y subjetivo cuyo propósito es ser indiferente al ritmo de las imágenes en movimiento 3, lo que Bellour denomina “una virtualidad utópica atrapada en el movimiento de las imágenes” 4. En esa ambigüedad explícita del tercer significado parece radicar la capacidad del instante cualquier privilegiado para formar una nueva imagen de la memoria de Chernobyl.

Chernobyl 4

Instagram juliabaessler

Todo esto conduce a las imágenes actuales de Chernobyl, o a la memoria que otra institución como las redes sociales ha generado alrededor del hecho histórico recordado por la ficción televisiva. La nueva memoria se articula alrededor de esos instantes privilegiados que renegocian el pasado y es en la ambigüedad de su ofensa — quizá el gran error radique en juzgar las imágenes en lugar de interrogarlas — donde se esconde la principal pregunta: ¿alguien estuvo ahí o todo cuanto recibimos es una imagen del suceso? Si se extrae la fotografía de una influencer y se inserta en otras interfaces automáticamente parece adquirir una nueva legitimidad fruto de los prejuicios. ¿Acaso la serie es más real que un selfie en Chernobyl?

Chernobyl 5

El recuerdo de Chernobyl se inserta en una memoria audiovisual que ya no sigue los patrones de un tiempo lineal y de imágenes en movimiento secuencial. Es una memoria que brota de la unión de la imagen con nuevas interfaces, una hija mestiza — que no bastarda porque nuevamente la legitimidad ya no es cuestión de los espacios de visionado — de narrativas tradicionales contestadas por relatos personales dispersos en Internet. El pasado se recontextualiza en distintas plataformas e interfaces, y el recuerdo de Chernobyl se ubica entre una temporalidad clásica basada en la linealidad de una serie que demanda un visionado desde un principio hasta un final y una temporalidad online basada en ritmos discontinuos y en reacciones que van desde selfies en Instagram a memes. Paradójicamente, la consciencia y la actitud para estudiar esta nueva forma de imagen de la memoria radica en congelar la imagen y detenerse frente al frame, ya que como apunta Marcin Ramocki 5 el filme impone un estatismo en el espectador controlando la línea del tiempo, pero Internet y las imágenes online asumen la movilidad de un espectador en tránsito que percibe el tiempo en instantes cualesquiera. El tercer significado brota de imágenes congeladas, frames y memes cuya ambigüedad permite ahondar en el azaroso y novedoso modo de recordar y aproximarse a esta memoria recontextualizada.

Chernobyl 6

Tumblr de catchymemes

¿Pero de qué recuerdos en particular se generan estas nuevas memorias? ¿Dónde se encuentran las raíces de las recreaciones audiovisuales que serán objeto de estas relecturas? De algún lado surgen las imágenes en movimiento que posteriormente serán congeladas, imágenes que remiten a eventos y vivencias en concreto y que buscan reanimarlos dentro un relato cohesivo, emancipador. Un relato nuevo, con trazas de lo verdadero. La ficción de Craig Mazin recolecta una gran cantidad de material bibliográfico, audiovisual y anecdótico de carácter disperso sobre el accidente en la planta nuclear, material que es ordenado en pos de servir a una visión holística y particular. Al hacer un recorrido por las fuentes principales que constituyen a Chernobyl es posible hacer un rastreo de momentos de la serie que evocan testimonios, imágenes o personalidades con la transparencia de una nota al pie. Si la serie fuese un texto escrito, estaría repleto de números superindizados, con un robusto sistema de citas bibliográficas que hiciera posible el rastreo de las fuentes.

Este sistema granular, donde cada material documental se descompone para ser reubicado dentro de una nueva cronología, permite rescatar historias tan representativas como la de Lyudmila Ignatenko u otras de carácter más anecdótico como el episodio de la babushka que no quiere abandonar su hogar. El libro de Svetlana Aleksievich, Voces de Chernobyl, juega un papel muy importante a la hora de introducir detalles dentro de la narrativa, y también a la hora de establecer un tono emocional, de capturar el costado más humano de la tragedia. Incluso es posible encontrar la inspiración para la personalidad y rumbo de acción de Ulana Khomyuk en el antepenúltimo testimonio del libro, el de Vasili Borisovich Nesterenko, casualmente un ex director del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Bielorrusia. El valioso material documental capturado por Vladimir Shevchenko en Chernobyl: Chronicle of Difficult Weeks (Чернобыль. Хроника трудных недель, 1987) —Shevchenko moriría un año después de la filmación— y Yuriy Bordakov en Chernobyl 3828 (Sergey Zabolotny, 2012), encontrará sus reflexiones audiovisuales en momentos como la caída del helicóptero, o en el discurso instructivo que el general Tarakanov daba a los liquidadores —aka biorrobots— antes de cada tarea de limpieza en el techo del reactor—en los monitores de televisión con los que ilustra la explicación se ve el material documental filmado por Bordakov—, parafraseado y con puntos de similitud palabra por palabra al original. La obsesión de Mazin y Johan Renck —director de la serie— por recrear de forma fideligna o en varios casos cuadro por cuadro muchos acontecimientos habla de una ficción preocupada por transmitir una idea de lo verídico casi transparente, en la que este respeto por las fuentes se traduzca en una equivalencia entre documento y representación para un espectador que, tiene la oportunidad de profundizar sus conocimientos sobre el tema a partir de la serie, o puede elaborar una cosmovisión sobre Chernobyl teniendo la serie como única fuente de información.

Esta memoria histórica reelaborada en el recuerdo documentado de la ficción se contrapone frente al recuerdo fabricado después de la serie que escapa a su control. De la imagen congelada y el frame aislado brotan interfaces que se adhieren y modifican la forma de recordar. Alison Landsberg se pregunta si las memorias son transferibles, implantables o si se pueden adquirir. Se pregunta si, con la llegada de los medios de comunicación de masas, la memoria se ha convertido en una mercancía, denominándola memoria prostética ya que “emerge de una interfaz que conecta a una persona y a una narrativa histórica sobre el pasado en un lugar de experiencia como un museo o un cine” 6. Chernobyl es una narrativa histórica sobre un pasado que asiste a un doble proceso de recontextualización memorística: uno marcado por su carácter de mercancía audiovisual que reconstruye un recuerdo e impone una imagen de la memoria centrada en un instante privilegiado y otro delimitado por su carácter de mercancía convertida en conocimiento popular que crea un nuevo recuerdo centrado en instantes cualesquiera y negocia una prótesis de memoria que se inserta alrededor de la ficción televisiva. Esta prótesis de memoria se forma a partir de la subjetividad en un proceso que, según Landsberg, pese a no relacionarse con la experiencia personal del individuo, consigue que el espectador se involucre profundamente. La memoria prostética se nutre de una subjetividad tan aleatoria como un gif privilegiando un momento viral de la serie, un meme que refuerza la experiencia colectiva del visionado o — por citar ejemplos negativos — hilos de Twitter que cuestionan la presencia del personaje ficticio de la doctora Ulana Khomyuk.

 Chernobyl 7

Tumblr de harry-strickland

El tercer significado es obtuso, sin significación, se halla en las imágenes detenidas, en los frames empleados en memes o en los azarosos puntos de corte de un gif, construyendo recuerdos que se adhieren a una nueva memoria audiovisual que se tambalea con pasmosa firmeza entre el medio televisivo y el medio online. No es una memoria orgánica, sino artificial, produce empatía a partir de una subjetividad ansiada, se convierte en una extensión del cuerpo al aguardar expectante en pantallas guardadas en el bolsillo. Toda ella se basa en una mercancía o bien de consumo que agota sus posibilidades en el intercambio producido en los lugares de transferencia que Landsberg considera crean nuevas memorias. Lugares de transferencia que oscilan entre la pantalla donde visionar un producto audiovisual erigido en evento y la infraestructura tecnológica del neoliberalismo 3.0 que lleva al límite la lógica capitalista de un audiovisual hipermercantilizado. Chernobyl como ficción intenta construir una verosímil memoria de un hecho histórico a partir de un archivo tangible, pero como evento que fagocita su condición de producto construye su propio archivo intangible y su propia imagen a través de la densificación de lo social y la superregulación tecnológica de redes sociales e imágenes en alta definición que genera lo que Baudrillard denomina no la extensión de un sistema — en este caso el capitalista — , sino su saturación y retracción 7, como si el Chernobyl real que colapsó la Unión Soviética mirara con sorna al Chernobyl audiovisual.

Chernobyl in a nutshell. from Pedro Romero on Vimeo.

La imagen de la memoria de Chernobyl surge como infinito juego de reflejos enmarcados en interfaces diversas, y sobre todo como esa colección de instantes privilegiados en la ficción y cualesquiera en la realidad que conforman la experiencia del recuerdo de un acontecimiento. El visionado de las series erigidas en evento presenta la característica de ser una experiencia colectiva compartida en un mismo tiempo — en este caso la experiencia colectiva alrededor de Chernobyl surge como evento paliativo del final de Juego de Tronos (Game of Thrones, David Benioff y D.B. Weiss, 2011) — basada en una miríada de experiencias privadas — el visionado en pantallas individuales — hasta que la ceremonia de compartir el consumo de un producto se erige en la máxima expresión de individualismo. Lo relevante de estas experiencias privadas organizándose alrededor de gran experiencia colectiva es que sus manifestaciones de memoria prostéticas — en forma de vídeos paródicos como el mostrado arriba, memes o hilos en Twitter — se valen de instantes aleatorios pero no son un ejemplo paradigmático del postmodernismo más vacuo que recurre al pastiche ideológico para a través del historicismo superficial capturar un pasado ausente 8. Hay claramente un audiovisual que va más allá de la canibalización de estilos y la alusión a códigos audiovisuales del pasado para que el recuerdo de Chernobyl se configure en un diálogo repleto de contradicciones pero enriquecedor.

Chernobyl 12

CJ Animated Memories from Sally Pearce on Vimeo.

El trabajo de Sally Pearce combina grabaciones estáticas de su viaje a Chernobyl con mosaicos de animación que tejen un ensayo en el que los recuerdos se proyectan directamente en un lugar erigido en ruina de postmemoria, y debe convivir en la misma interfaz de Vimeo con una parodia debido en gran medida a que la legitimación audiovisual de los nuevos recuerdos no pasa por los espacios tradicionales, ni tan siquiera por su subordinación a la supuesta obra original que es Chernobyl, sino que en estos momentos las sustancias derivadas del producto original no son inferiores al mismo. Chernobyl fija la memoria recuperando material de archivo, a través de capítulos en los que la televisión o no hace acto de presencia o se reserva la verdad, siendo el testimonio oral de Legasov y su grabadora el único punto de anclaje con el acontecimiento y al mismo tiempo, la única fuente con la que los científicos soviéticos pudieron trabajar para reconstruir la catástrofe. En cierto modo, las grabaciones son una mediación, porque casi nadie ha tenido acceso al acontecimiento de primera mano y al mismo tiempo esas grabaciones tienen un componente de intimidad, de reflexión y comprensión de la tragedia que parece exceder la mera contemplación del caos nuclear. Sucede algo similar ya no con la serie, sino con todas esas prótesis adheridas a ella que proponen un relato casi más íntimo, subjetivo, reflexivo y transformado del acontecimiento. A falta del conocimiento de primera mano, las experiencias individuales y sus manifestaciones, desde la más banal a las meditada, tejen imágenes cuya maraña con frecuencia el crítico no desenmaraña más allá de la supuesta verosimilitud del dichoso relato. La atomización del pasado en fragmentos de subjetividad individual, advierte Landsberg 9, puede conducir a una privatización del pasado, hecho que en la serie se invierte para narrar cómo la acción de tres individuos modifican el relato supuestamente consensuado de todo un aparato de gobierno colectivizado como la Unión Soviética. En las prótesis en forma de reacciones alrededor de las imágenes de la serie, la atomización se produce y amenaza con fragmentar la labor del discurso histórico de la serie, no obstante, la labor del tercer significado, obtuso y ambiguo como es, no es tanto un triunfo de la preservación de la historia sino de la capacidad de la imagen congelada para reformular el olvido y discutir la politización del recuerdo.

Una politización del recuerdo que se desvía de las intenciones originales de los autores para trazar otras directrices directamente relacionadas, que buscaban apuntalar una interpretación, en lugar de ser la interpretación en sí misma. Como vimos, la construcción audiovisual de Chernobyl busca en todo momento aferrarse a una idea de veracidad, al igual que su construcción narrativa apunta a remarcar el valor de la verdad y las consecuencias que genera el hacer caso omiso a los individuos y entidades que la señalan. Para Mazin, la historia detonada el 26 de abril de 1986 es una parábola, un ejemplo cabal de los peligros de enmarañar los hechos y ocultar lo fáctico, de los límites de las narrativas e interpretaciones cuando ya es muy tarde para volver atrás. El paralelismo con nuestro presente, con los avisos de la comunidad científica acerca de los peligros del cambio climático que se pierden en un éter de elucubraciones fragmentadas que no parecen llegar a ningún lado, es bastante claro. Y sin embargo, el debate en el ámbito público se estancó en el comunismo. Un detalle muy interesante.

¿A qué se debe esto? En parte, es posible encontrar una explicación en las libertades creativas que sí se tomó el creador de la serie a la hora de contar su visión de Chernobyl, las cuales tienen mucho que ver con la creación de arcos narrativos que ayuden al espectador a empatizar con sus protagonistas. Si Legasov se llevara muy bien con Scherbina desde un principio, o si el Ministro del Carbón fuera un minero en lugar de un burócrata y eso lo hiciera una autoridad muy respetada por sus colegas, sería más difícil establecer una cercanía emocional y trazar una línea divisoria entre los que se sacrificaron para salvar al mundo y a su patria, y los que formaban parte del engranaje del sistema. Esas distorsiones más o menos evidentes pueden haber desviado las lecturas generalistas más de lo que su creador hubiera querido. Sin embargo, las audiencias no viven en una burbuja, y esas lecturas tienen un tiempo y un espacio particulares en el cual se desarrollan. Poner por delante lo evidente —el comunismo como sistema— por sobre lo metafórico —la parábola, o el valor de la verdad— es un suceso curioso en medio de una disputa cultural que busca significados ocultos de forma permanente, suceso que encuentra su sentido en el irremediable epicentro que la figura del comunismo forma en el imaginario de la contienda política 3.0. Por su carácter online y disperso, el tercer significado no es ajeno a todo esto, al contrario, es un agente tan creativo como reactivo, capaz de reciclar o interpelar según sea el caso.

Chernobyl 9

Puede argüirse que estas palabras lancen un irresponsable discurso sobre el olvido de la historia o el desdén hacia el archivo tradicional. Pero así como Chernobyl se preocupa por nutrir sus secuencias replicando material original y manteniéndose fiel al mismo, preservando sus fuentes intactas, cualquier vistazo al archivo digital devolverá no ya un archivo inmóvil, sino uno vivo y en permanente actualización en las feeds de Instagram o Tumblr, con lo cual el debate debería centrarse en quiénes van a hacer las preguntas adecuadas a estos archivos. Boris Groys describe la liberación del pasado y de la historia que caracteriza al postmodernismo, una vez superado el paradigma que anunciaba el fin de la historia 10. Ilustra el abandono de la obligación de ser históricamente nuevos en favor de utopías de progreso que renuncian a crear arte nuevo ya que se liberan de la responsabilidad de espacios como los museos o los archivos. Groys discute el discurso de la crisis de la imagen, basta un vistazo a los muros de interfaces de contenido audiovisual para vislumbrar una preocupación por lo nuevo. Porque Chernobyl es una ficción tan robustamente histórica como sintomática de esos filmes nostálgicos descritos por Jameson más preocupados con frecuencia por saber vender una nostalgia. Entonces el tercer significado de estas imágenes nuevas deja atrás un pasado, lo recontextualiza, manteniendo una tensión permanente con el producto original. Más allá de delirios periodísticos e interpretativos, cabría de nuevo preguntar a estas imágenes subjetivas y basadas en afectos y emociones qué pueden alumbrar sobre el pasado pesado a partir del ligero presente. La contemplación de obras audiovisuales en la actualidad ya no remite a la contemplación tradicional de obras en las que el individuo se abstraía del flujo de la vida y se detenía a observar una imagen en espacios que aseguraban una eternidad materialista descrita por Groys. Las imágenes se han insertado en el flujo del día a día y los espacios de consumo, como el salón, han visto cómo su ritualidad alrededor de la pantalla se ha reducido. La imagen es contemplada en un presente fluido, y el hecho de aislarla, despojarla y enajenarla — en memes, gifs o cualquier manifestación — de su contexto lejos de privarla de su aura la convierte en una imagen cuya réplica termina por ser casi más autoconsciente que la original, en su recontextualización se esconde una forma de revalorizarla en medio del constante flujo, de resignificarla a partir no de una tanatopraxia de cadáveres de píxel y metadatos sino de complejas operaciones que pueden oscilar entre la complejidad quirúrgica de un videoensayo o la aparente banalidad estética de un meme.

Chernobyl 10

Partamos de una recontextualización de estas imágenes extraídas de su aparente contexto. Tras la finalización de las labores de limpieza en la totalidad del techo de la planta nuclear, Valery Starodumov, dosimetrista en jefe y agente clave en la gestión de tareas de los “bio-robots”, se prepara para subir hasta el punto más alto de la torre de la unidad 4 y plantar una bandera roja en señal de victoria. Al culminar la primera fase de descontaminación, la construcción del sarcófago, de la estructura encargada de contener los restos radiactivos del núcleo expuesto, podría llevarse a cabo. Mientras Starodumov da algunos detalles de cómo se ensamblan las partes del mástil en el que ondeará la bandera, dos colegas —Sasha e Igor— tienen una pequeña discusión acerca del valor simbólico del acto que se está por realizar. Para Sasha, plantar la bandera significa la culminación de las tareas para resolver un problema que ellos mismos crearon. Para Igor, en cambio, es un símbolo de gloriosa victoria, ni más ni menos que el segundo Reichstag. La cámara se queda con el rostro de Sasha, mientras Igor replica fuera de campo y Valery trata de calmar las aguas de un momento tenso, alegre, contradictorio. Ese instante audiovisual parece encapsular la complejidad del significado de Chernobyl en el imaginario colectivo del momento: es un deber del cual son directamente responsables y una hazaña heroica, todo al mismo tiempo. Un producto del sistema que debía ser resuelto por el sistema mismo para encontrar algo de redención. Para el sistema, sería el principio del fin; para los individuos, el momento que definirá el resto de su existencia.

¿Y qué queda del espectador frente a la imagen? Boris Shcherbina mira a Legasov. Se define como un hombre insustancial. En sus palabras se muestra el derrotismo a medida que la pálida luz del sol desvela una tez mortecina. En ese instante Boris encarna al hombre superfluo de Turguénev o Pushkin, un héroe de la literatura rusa del s. XIX reabsorbido en el s. XXI para ilustrar la fútil lucha de un individuo contra el sistema. El hombre superfluo es nihilista, incapaz de cambiar las cosas abandonado en su tiempo al samovar y ahora al vodka que purga la radiación que sustituye al veneno apático burgués que corría por las venas de aquellos lejanos personajes. Shcherbina y Legasov representan la pírrica victoria del individualismo contra el sistema, fagocitados por la burocracia y condenados a mirar durante años el gotelé desconchado de apartamentos parcamente adornados. El espectador empatiza con Shcherbina: el instante de su declaración se congela en imágenes o se ralentiza en gifs que se emancipan del dispositivo de la cámara como huérfanos de escasos frames condenados a revivir su infancia digital una y otra vez. Los espectadores se abrigan con el individualismo, y la nueva imagen de la memoria de Chernobyl se adecenta para lucir bien ante un régimen estético que será replicado en recuerdos que copan los timelines. Mientras, el espectador y Shcherbina se convierten en hombres superfluos, incapaces de cambiar nada, abandonados a describir su existencia ya no en adjetivos de tinta sino en tags que se regocijen en lo superfluo. Legasov coge la grabadora y Chernobyl se erige por momentos en una ficción autobiográfica con elementos narrativos definidos y una lógica estructural, es decir, tiene un cierre. Pero el espectador coge el móvil y convierte Chernobyl en un autorretrato, sin un relato y liberado de toda lógica, subjetivo en su suspensión de toda lógica de la representación, discontinuo e inabarcable. Legasov quiere decir qué ha hecho, el sujeto del autorretrato solo quiere decir quién es. Chernobyl hace presente Chernobyl para después mostrar su ausencia. El autorretrato se erige en una “totalidad infinita” sin principio ni fin, rizos y rizos de imágenes congeladas, de vídeos que parten de una naturaleza nuclear disecada en el videoblog de alta resolución, una textura audiovisual hiperrealista que traspasa la ficción y etiqueta la imagen de la memoria. La serie-evento queda fagocitada por la dinámica hiperacelerada del consumo audiovisual, en la que individuos fabrican prótesis de memoria a partir de instantes detenidos en una suerte de taxonomía de las imágenes que se olvida de identificar las raíces sobre las que esta clasificación se origina.

Chernobyl 11

Cuando uno emplea las palabras “explorar Chernobyl” en Youtube se arrojan las miniaturas de vídeos que pertenecen a esos autorretratistas que expanden las imágenes. Arriba un pequeño texto indica “quizá quisiste decir Chernobyl explosión”. Si Legasov se erige en una voz discordante dentro de un sistema que conoce a la perfección y su descripción del desastre nuclear pugna por escapar del relato oficial, la radiación audiovisual de la serie consigue que se olvide la ficción autobiográfica en detrimento de autorretratos que pueden ocasionar que la imagen quede maniatada en códigos e interacciones que lejos de preguntarse qué quiere la imagen 11, proponen una decodificación que oscila entre la adoración y la destrucción. Estos autorretratos —que se extienden desde vloggers de Youtube hasta algunos segmentos periodísticos— se encuentran con los restos desnudos del hecho histórico y a través de su registro parecen replicar la fascinación, el fetichismo por la civilización abandonada sin establecer una relación que vaya más allá de capturar lo que se tiene enfrente para que lo vea todo el mundo. El Chernobyl actual actúa como referente real de un recuerdo ficticio sobre el cual no se realiza un cuestionamiento crítico, por lo que la presencia en el lugar de los hechos resulta incapaz de arrojar nuevos miramientos. El gran riesgo de la imagen de la memoria construida alrededor de Chernobyl es someter al recuerdo a un interrogatorio más centrado en fabricar respuestas que en interrogar nuestra visión de las imágenes.

El tercer significado debería yacer más allá del discurso legítimo y documentado de la serie y más allá de la contundencia del realismo capitalista de la portada de Youtube. En algún lugar donde las partículas radioactivas de la nostalgia no sean visibles en alta resolución, donde toda imagen no sea interrogada por iconoclastas que desconfían de la potencia del archivo inconsciente de las redes ni adorada por los iconofílicos que bombean likes e interacciones al cadáver de la memoria postinternet. Un tercer significado que en su ambigüedad curiosa refleje los resquicios del rostro de ese perfecto y empático hombre gris llamado Legasov, permitiendo vislumbrar el reflejo de las lágrimas de los modernos Narcisos que extienden sus prótesis de cyborgs artificiales en sus muros de Instagram o Youtube y contemplen el reflejo fabricado en la pantalla. Un tercer significado capaz de establecer una mirada activa que se condiga con la espontaneidad que la caracteriza, que en lugar de replicar ecos capture resonancias y los complejos y contradictorios significados que en ellas se ocultan. Un significado obtuso que dude y expanda miras en lugar de ensimismarse. Una imagen de la memoria, unos recuerdos construidos como prótesis y un significado que late en la imagen de la que Sartre diría que tiene la opacidad de lo infinito 12 frente a las fábricas audiovisuales de ideas claras y finitas. Como si la imagen congelada, el frame o los fotogramas huérfanos de un gif contuvieran en su confusa ausencia de movimiento una infinidad de movimientos por descifrar.

  1.  BELLOUR, Raymond (2011): Between-the-Images. París, JRP Ringier, p. 129.
  2. Ibídem, p. 132
  3.  BARTHES, Roland (1977): Image, Music, Text. Londres, Fontana Press, p. 62.
  4.  BELLOUR, Raymond (2011): Between-the-Images, p. 134.
  5. RAMOCKI, Marcin (2010): Assumed Mobility: Thoughts on experiencing the time online.
  6. LANDSBERG, Alison (2004): Prosthetic Memory: The Transformation of American Remembrance in the Age of Mass Culture. Nueva York, Columbia University Press.
  7.  BAUDRILLARD, Jean (1979): Cultura y simulacro. Barcelona, Editorial Kairós, p. 69.
  8.  JAMESON, Fredric (1991): Ensayos sobre el posmodernismo. Buenos Aires, Ediciones Imago Mundi, p. 39.
  9. LANDSBERG, Alison (2004). Ibídem, p. 145.
  10. GROYS, Boris (2000). “On the New”. Res, anthropology and asthetics, nº 38, p. 6.
  11. MITCHELL, William John Thomas (2014): ¿Qué quieren realmente las imágenes? México, COCOM.
  12.  SARTRE, Jean Paul (1967): La imaginación. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, p. 16
Share this:
Share this page via Email Share this page via Stumble Upon Share this page via Digg this Share this page via Facebook Share this page via Twitter

Comenta este artículo

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>