Chinatown sin fin
Polanski, la crítica y la respuesta de Abel Ferrara Por Ignasi Mena
Me pregunto si una de las tareas de la crítica consiste en dar con un buen final. Lo habitual es concebir la crítica como un abrir, o descubrir, los sentidos de un filme, a modo de proyección más que de clausura. Ahora bien, eso coincide con el descubrimiento o la elección de un final, cerrar, digamos, el film en algún punto y detener ahí las reflexiones. Saber (o decidir) dónde termina una película cobra una particular relevancia en el caso de Roman Polanski, un reconocido maestro a la hora de concluir sus filmes sin cerrarlos. El gesto es más que una provocación: pone a prueba los reflejos del espectador y del crítico, y eso hace destacar no sólo la rapidez sino el sentido que damos a la última imagen (¿la última palabra?), como si en esos últimos segundos nos jugáramos quizás el todo por el todo. Son apenas unos segundos, lo que dura un volantazo, o un disparo, antes y después del fundido en negro, aquellos que paradójicamente nos permiten, o no, tener esperanza (contra toda esperanza).
Del cine de Roman Polanski se ha afirmado que destruye los mecanismos de comprensión 1 , que dinamita el lenguaje (descontextualizándolo) 2 e incluso que supone el fin de todo un proyecto humanista 3. Son algunas de las imágenes que nos ha legado la crítica a partir de los finales de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) y Chinatown (1974). Ahora bien, me pregunto si la elección de estos finales por parte de la crítica, y la conclusión que deriva de ellos, no están bajo el influjo paralizante de ese último shock con el que ¿terminan? las películas. Se diría que el impacto emocional e intelectual del nacimiento de Satanás y la muerte de una mujer suponen necesariamente el fin de algo, llamémosle esperanza, no sólo en los universos de ficción, no sólo, digamos, en la imaginación de los creadores y los testigos, sino también en la experiencia, o el conocimiento, que tienen de sí mismos. El cine saliéndose de sus márgenes gracias a su propio poder. ¿Habla Polanski del fin de cierto mundo, como dicen los textos de la crítica? ¿O diríamos, más bien, que nos quedamos ciegos ante el mundo porque Polanski nos ha acojonado?
La semilla del diablo
La encrucijada al final de El cuchillo en el agua (Nóz w wodzie, 1962), el ¿último? grito de Trelkovsky en El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), el cuarteto de cuerda al inicio y en el desenlace de La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994) o ese teléfono que vibra incesantemente lejos de los niños en Un dios salvaje (Carnage, 2011) no muestran jamás un fin. Hablan, en todo caso, de seguir adelante, reconociendo o negando los crímenes (reales o ficticios) que pensamos que hemos cometido; de vivir (y morir) a sabiendas de que estamos habitando, o robando, la vida de otro; de disfrutar, una y otra vez, de esa sinfonía que negó nuestros gritos, encerrándonos en la oscuridad, y que se convierte en símbolo de una turbia convivencia; de tomar la decisión de responder a la enésima llamada, consciente de que la vida debe seguir (y a qué precio). Concluir que La semilla del diablo o Chinatown son retratos de la frustración última, insuperable, del humanismo y el intelecto, es lo contrario del efecto que el cine de Polanski tiene en mí.
Dicho cine relega a un papel secundario, testimonial, tanto el lenguaje como la razón, no con el objetivo de dudar de ellos, sino para abrir paso a la Vida en toda su complejidad (que por supuesto incluye y necesita tanto del intelecto como de las palabras). A fin de cuentas, el lenguaje y la razón sirven a la vida, permiten gestionarla y alienarla, son fruto y testigo de sus placeres y miserias. Pensar que el lenguaje y la razón son impotentes ante la vida sólo tiene sentido si invertimos el orden de los conceptos. Al mismo tiempo, creer que el lenguaje y la razón son derrotados por la vida sólo es comprensible si esperamos que puedan (y además deban) vencer, y eso abre la pregunta de: ¿Vencer qué? ¿O a quién? Al otorgar a la palabra y a la razón unos poderes que no tienen, pero que tampoco necesitan, nos estamos condenando a una decepción perpetua, víctimas de una esperanza fantasmagórica que, por otra parte, nos resistimos a abandonar.
Arriba: izquierda (El cuchillo en el agua), derecha (El quimérico inquilino). Debajo: izquierda (La muerte y la doncella), derecha (Un dios salvaje)
Como veremos más adelante, y siguiendo esta línea, Chinatown presenta una investigación (¿edípica? ¿psicoanalítica? 4 no como un intento fracasado de comprender, sino como expresión de un malestar mucho más profundo, relacionado, sí, con el desconocimiento del lugar que ocupa uno mismo en el mundo, pero que concierne al menos dos aspectos de la vida occidental: la cuestión de dónde hallar el fundamento de los relatos que nos contamos a nosotros mismos, ya sea a nivel cultural-colectivo o a nivel existencial-personal, y por otro lado la cuestión de la naturaleza del vínculo que nos une al mundo (y a los que estamos en él). Chinatown, a mi parecer, no habla de los límites de nuestro conocimiento, o de la imposibilidad de saber con certeza quién es Noah Cross, o quién es Evelyn Mulwray, sino de la gestión de aquello que queda dentro y fuera de nuestros límites, empezando por la esa decisión pasada, oscura, de la que no siempre somos conscientes, en la que empezamos a delimitar. Chinatown habla de qué es aquello que dejamos dentro y qué es aquello que dejamos fuera (¿en qué espacio? ¿en qué momento?).
Para decirlo brevemente: la cuestión que afronta Polanski en thrillers como Frenético (Frantic, 1988) o Chinatown no es el saber per se, sino saber qué hacer (lo que en inglés llaman responsiveness), en particular ante la presencia o la ausencia del otro. La pregunta por el conocimiento acaba siendo superada por la necesidad imperiosa del reconocimiento. Así entiendo, en todo caso, la persistencia con la que Polanski incide en el tema de la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, ya presente en cortos tempranos como La lámpara (Lampa, 1959).
Ser un analista de los males contemporáneos no convierte al cineasta en alguien que quiera abandonar la civilización, y mucho menos en alguien que crea que puede derrumbarla. Polanski derrumba más bien esos castillos en el aire que denunció Wittgenstein, y debemos situarlo, pues, junto a Nietzsche y Freud en la larga lista de desmitificadores escandalosos que la sociedad crea para denunciar lo que ella misma esconde. Al fin y al cabo, la terrible diferencia entre lo que para nosotros es simple «gestión de las fronteras o los límites», es decir, el trabajo «en nuestro terreno», y la vivencia de esa misma gestión como «maltrato y asesinato» por parte de los que no somos nosotros, es una cuestión de sensibilidad más que de conocimiento. No se trata de «comprender» únicamente, porque uno puede entender perfectamente la situación de otro y, sin embargo, no empatizar con ella (no reconocerla); o, al revés, uno puede poseer un supuesto conocimiento que le aísla del mundo en vez de unirlo a él; existen víctimas del conocimiento.
En lo que sigue me gustaría incidir en algunos aspectos del cine de Roman Polanski como manera de acercarme a las siguientes cuestiones, no para responderlas, sino ensayando cuál es la reacción más adecuada, o justa, que podrían (deberían) despertarme: ¿Quién habita Chinatown? ¿Dónde termina Chinatown? ¿Qué hacer con lo que nos enseña Chinatown? La multiplicidad de hilos para seguir es infinita. Aun así, enlistaré algunas de las preocupaciones relacionadas con las anteriores que aparecerán una y otra vez en lo que queda de texto: Cuál es el papel del arte en el cine de Polanski, y cuál es el papel del cine en cuanto arte; cómo podemos ver su obra como revulsivo social; cómo entender sus filmes como expresión de cierta filosofía judía; qué significa responder a Polanski desde la crítica; qué significa responder a Polanski desde el cine, deteniéndome particularmente en la obra de Abel Ferrara. En estos últimos puntos se mezclan la cuestión de los finales y la de las herencias.
Chinatown
Chinatown de Roman Polanski, con guión de Robert Towne, muestra una sociedad, la californiana y por extensión la de los Ángeles, en busca de su propia historia, que a la postre acabará «por descubrir y manufacturar» 5. Es muy revelador que la propia Chinatown se confunda cada vez más con un documento histórico de la ciudad, convertida en parte de ese proceso de descubrimiento y producción que sigue enriqueciéndose de múltiples formas a medida que pasan los años, tanto desde los campos del urbanismo, la sociología y la historia como de los estudios cinematográficos y la crítica cultural 6.
Podríamos preguntarnos por el papel que juega Noah Cross (John Huston) en la construcción de la nueva ciudad. Cross, un magnate ambicioso de poder e inmortalidad («The future, mr. Gittes, the future!») se nos presenta como un especulador que no desafía la ley: la domina. Supone un antecedente de aquellos titanes de las finanzas que Tom Wolfe llamó «amos del universo» y que se dedicarían a la especulación, alternándose en los puestos de gobierno para afianzar su poder 7. Cross no es, pues, un simple villano, sino la presencia en California de un poder relativamente nuevo y desconocido que iría expandiéndose a base de asociaciones y pactos, a nivel nacional e internacional. Fruto de ese nuevo orden social serían el desarrollo y la expansión de la ciudad así como su fragmentación social. Cross se levanta como símbolo, también, del poder corporativo que descubrirá en la privatización de los recursos públicos y en el dominio psicológico y legal su línea directa hacia la gloria.
Ver a Katherine (Belinda Palmer) en manos de Cross es una de las metáforas más literales y desgarradoras del núcleo de las políticas capitalistas, que implican, siguiendo a Enrique Dussel 8, la negación de la Exterioridad, es decir, el acallamiento (violento por fuerza, aunque legal) de la interpelación del Otro/a (que incluye: el trabajador miserable, el migrante víctima de la discriminación, de la mujer en nuestros regímenes falocéntricos) en el momento en que lo político como tal se ha corrompido y el sistema político no ejerce delegadamente el poder 9. El rapto de Katherine también indica el otro escándalo del film: el abuso sexual y la pederastia como parte integrante de la política. Cuando las instituciones ya son incapaces de velar por los intereses, la voluntad y el bien común del pueblo, el poder es ejercido por las autoridades y las instituciones como dominación. Desaparece de lo público en los brazos amorosos de lo privado.
Noah Cross (John Huston) en Chinatown
Opuesta a la imagen de Cross tenemos la de Jake Gittes (Jack Nicholson), un investigador privado que Ian S. Scott analiza en términos de outsider, esa figura tan querida por el cineasta polaco, símbolo de la dislocación social y las tensiones raciales 10. Como veremos más adelante, Gittes no me parece la encarnación de los conflictos sociales sino su negación, la falta de reconocimiento de esa diferencia estructural que permite la explotación capitalista. El suyo es un perfil acomodado, el de un hombre que ha «perdido toda perspectiva moral y ha matado sus emociones» 11, quizás a base de ignorarlas, y que ha substituido un trabajo peligroso, la caza y captura de criminales, por uno más rastrero: pillar a maridos y esposas cuando están siendo infieles.
Gittes encarna dos aspectos clave de cierta clase media que sólo reacciona cuando ve atacados sus derechos o su propiedad. Para definir su personaje utilizaría palabras como conformidad (rutina), indiferencia (deshumanizadora), y por lo tanto complicidad ante el status quo y permisividad hacia los «amos del universo». La aparición de Evelyn Mulwray (Faye Dunaway) revoluciona la existencia de Gittes hasta el punto de convertirse en una «obsesión» para el investigador. Ni Diotima ni Beatrice, Evelyn no conduce a Gittes en la vía ascendente hacia el conocimiento sino que, en su doble rol de madre e hija, oculta tanto el origen del abuso de poder (su padre) como su fruto (su hija Katherine), encerrando a Gittes, con cada media verdad, en círculos cada vez más pequeños, hasta que la sombra de Noah Cross lo cubre también a él.
La muerte de Evelyn sella, sin duda, la necesidad de un cambio. Ese cambio no es sólo «intelectual», ni tampoco es petición de «transparencia», como si el mal pudiera evitarse con la precisión de los conceptos, o con un acceso inmediato a toda información. 1984 ya nos ha iluminado al respecto. Más bien hay que conocer el mal porque nos hace menos ignorantes sobre qué somos, sobre quiénes somos, pero con ello se nos obliga también a reaccionar, desde y contra nuestra naturaleza. El riesgo mortal que corren Evelyn y su marido no viene provocado por la simple ignorancia de Gittes; su muerte es la condena a vivir siempre bajo las mismas condiciones.
Jake Gittes (Jack Nicholson) y Evelyn Mulwray (Faye Dunaway) en Chinatown
Belton apunta que Gittes investiga para conocer, sí, pero que en el fondo sólo se mueve por codicia y curiosidad sexual 12. Lo raro, de hecho, sería lo contrario. Por lo tanto, no es importante que Gittes, como el resto de personajes (¡y de personas!) sienta deseos sexuales o ansias de ganar dinero, sino el modo en que se niega a sí mismo (y sus circunstancias) bajo una capa de falso refinamiento. Un ejemplo: Gittes, en la barbería, se enfada con otro cliente que lo acusa de lucrarse aireando los trapos sucios de los ciudadanos. Gittes, temperamental, intenta iniciar una pelea, pero su barbero lo distrae con un chiste, en el que un hombre está cansado de acostarse con su mujer, y un amigo le recomienda que haga como los chinos. «¿Y qué hacen los chinos?», pregunta el hombre, y el amigo responde que los chinos tienen relaciones un rato, luego el hombre de pronto interrumpe el coito para leer a Confucio, después siguen con la relación sexual, luego el hombre se levanta y contempla la luna, y así varias veces hasta que la mujer, escocida, le grita: «¿Pero qué haces? ¡Estás follando como un chino!».
Propongo interpretar este chiste como una narración sobre las dificultades de ver. Una mujer, china según el chiste, identifica el ritual sexual de su esposo como el de «un hombre chino», pero no reconoce a su hombre como chino. Hay un abismo entre lo que uno ve y qué es aquello que en realidad se ve, un abismo entre la representación mental que se hace uno del exterior y lo que queda más allá de los límites. ¿Es posible que la mujer china no reconozca en su marido aquello que, siendo parte de sí misma, no quiere aceptar? Antes de responder directamente a esa pregunta, tenemos que ser conscientes de que este chiste es una narración que alguien le cuenta a alguien sobre otra persona que no forma parte de su grupo. La distancia marcada por el adjetivo «chino», límite de todo un mundo, permite que Gittes refleje en ese otro lado irreconocible, el de la etnia, la cultura y la diferencia, todo aquello que por vergüenza y por cercanía no se quiere o puede ver. Qué más consolador que reflejar en los otros las dificultades para ver, o para reconocer, que no vemos ni reconocemos en nosotros mismos.
Jake Gittes en la barbería, escena de Chinatown
El guionista, Robert Towne, para referirse a Chinatown como «la fuente del misterio» 13. Pero, ¿de qué misterio? ¿Misterio de qué? Dentro del film, Chinatown es símbolo del racismo que excluye de la élite, y del orden social, ciertas secciones de la población, al tiempo que oculta que la exclusión es la base de todo el desarrollo social. Chinatown son los habitantes del barrio, sí, pero también los policías que trabajan en él, que acaban sin saber si están haciendo el bien o el mal; son también los sirvientes de los Mulwray, pero también los trabajadores del campo de naranjos, así como el niño latino que se pasea sobre un caballo blanco. A pesar de ser perfectamente visibles, todos ellos ocultan algo, o mejor dicho en ellos se oculta algo, y es que todos hacen posible que Cross levante su imperio. Lo cual equivale a decir que todos ellos son víctimas de la fragmentación y la exclusión. De nuevo, «ver» no siempre significa «ver», que algo sea de acceso o dominio público, como el agua o los órganos de la justicia, no significa que sean ni de acceso ni de dominio público. No saberlo, o no saber cómo se ha llegado hasta este punto, es sólo parte del problema. Más importante es preguntarse: ¿Qué entendemos como abuso? ¿Cómo gestionamos el abuso? ¿Cuál es mi postura al respecto y qué hago en realidad?
Los adjetivos con los que hemos descrito a Gittes (conformista, indiferente, permisivo, cómplice) están relacionados con lo que podríamos llamar su alienación, confesada en sus narraciones cotidianas y oculta en la imagen que tiene de sí mismo. El chiste es una historia cotidiana, vulgar y común, que muestra una imagen sobada y repetida de Chinatown. Debido a esa repetición incesante, a ese vivir íntimamente junto y a partir de esas historias, podemos permitirnos el lujo de ignorarlas, y la forma que toma ese ignorarlas (ese no reconocerlas como lo que son) toma la forma de un tomarlas al pie de la letra. Nos sentimos tan cerca de esas historias, tan cerca también de nuestro mundo, que perdemos perspectiva sobre ellas, a veces incluso se diría que nos perdemos en ellas. Estar alienado, o estar encerrado en lo que Cavell llama «fantasías privadas» 14, pasa por negar el mundo (y a nosotros en él) desde las historias que nos contamos cotidianamente para describirlo, para explicárnoslo. La «fantasía privada» nos conduce ciegamente por historias auto-contadas que no identificamos como tales. Se habita la propia vida como un fantasma, dirigido por los monstruos que uno mismo ha diseñado.
Jake Gittes en Chinatown
Gittes no sabe qué ocurre en su ciudad, no sabe qué poderes regulan el agua o el tiempo, qué fuerzas regulan su negocio, no sabe quiénes son sus políticos, ni las fuerzas que guían la política, ni las relaciones —escandalosas— sobre las que se construye el cuerpo social. El investigador es el vivo ejemplo de que se puede vivir a espaldas del mundo. Pero, ¿a qué precio? El núcleo de la conformidad y la indiferencia es la convicción de que ya se conoce todo lo que hay que conocer. Chinatown impacta y convence porque muestra una y otra vez cómo esa conformidad y esa indiferencia están llenas de agujeros. Las narraciones que damos por naturales y evidentes se interrumpen y cambian de dirección a cada instante. Eso deja a Gittes desorientado cada vez que sale de su zona de confort, como muestra la comparativa de los dos momentos en los que se oye el mismo chiste sobre Chinatown:
Cuando escucha el chiste por primera vez, Gittes está a punto de perder los estribos y el barbero quiere contener su ira con un poco de humor: se guía o manipula al investigador. La segunda vez en la que se oye el chiste, Gittes queda en ridículo ante sus compañeros de trabajo y ante la señora Mulwray, a quien Gittes está dando la espalda. Gittes, queriendo contar una historia ligera, irrelevante, con la que se siente cómodo y que le divierte, acaba siendo pillado con los pantalones bajados, torpemente. A partir de aquí la película irá desvelando capa tras capa de secretos y mentiras ante los ojos atónitos de Gittes, quien no sólo será humillado, sino que se descubrirá a sí mismo como el principal culpable de un crimen. Y no es baladí que el crimen suceda cuando ya se sabe todo. Chinatown, pues, como el espacio en el que el saber oculta la ignorancia, en el que la certeza encubre la duda, en el que la tranquilidad es sólo la cara externa de la culpabilidad, y donde el primer crimen es el de no querer ver. En el auto-ocultamiento nos condenamos a vivir reviviendo siempre la misma historia.
Chinatown
Me pregunto si Polanski y Robert Twone, con Chinatown, no están arremetiendo contra cierta concepción simplista y consoladora del poder liberador de las narraciones. Me persigue, en este sentido, la enorme cantidad de arte contemporáneo expuesto en la casa de ¿Qué? (Che?, 1972) testigo impasible de múltiples abusos sexuales y de poder, expresión permanente y reflejo del sexo y la violencia que recorre la casa, por ende parte indispensable de una civilización que se grita de horror a sí misma desde el refinamiento más elevado. El arte repite, revive, en cada instante, sus orígenes y sus fundamentos: el sexo y la codicia. Entonces podríamos hablar del papel cómplice de la civilización (y del arte) en la barbarie, al menos si, como en el chiste de Gittes y los chinos, dicho arte no sirve para ver, para reconocer, para salir del círculo de la auto-negación.
La filmografía de Polanski es el trabajo de una voz que reelabora sin cesar, se diría que, profundizando, sublimando, unas experiencias de juventud marcadas por la muerte y la violencia, es decir, la vida y la cultura bajo dos totalitarismos (¿sólo dos?). Gracias a este proceso artístico terapéutico, continuado a lo largo de los años, el cineasta ha ido profundizando narrativa y cinematográficamente en su exposición de las relaciones entre civilización y violencia: por un lado muestra la fina crueldad de El cuchillo en el agua, donde es el hombre educado, cultivado y casado el que utiliza su saber para humillar a un joven desconocido (aprovechándose de la ignorancia de este último); por el otro alcanza una sorprendente conceptualización del arte en su relación con el sexo y la violencia en La Muerte y la Doncella, donde la sinfonía schubertiana del mismo nombre sirve por lo menos a tres fines: el de calmar y relajar las personas («to soothe the mind»), el de ocultar o silenciar la violencia (la sinfonía es la banda sonora de catorce torturas y violaciones) y finalmente el de recordar, recrear y revivir una experiencia o un trauma (¿de manera placentera o dolorosa?).
Vivir alienado pasa por invertir el orden de la vida y reducirla a las imágenes que se hace de sí misma. Se trata la realidad como aquello que descubrimos a partir del cine o la filosofía, no como algo que la antecede y que la engloba. En el estado alienado, las imágenes que en algún momento nos sirvieron de ayuda en nuestra cotidianidad acaban instalándose en la conciencia como una garrapata, se naturalizan y se confunden con la realidad. Cuando eso ocurre, las personas se quedan atascadas en su uso, un uso que a nivel personal y a nivel global acaba justificándose a sí mismo. A veces dicho uso puede tener el aspecto del progreso. Ahora bien, ya sabemos que el progreso no siempre es progreso. Una repetición con nuevas caras y nuevos colores y nuevos juguetes y nuevas emociones sigue siendo lo mismo. Algunas de las historias que nos contamos cierran, en vez de abrir, nuestra relación con el mundo.
Chinatown
Eso parece pensar del cine Fredric Jameson en su análisis del cine posmoderno en Postmodernism Or The Cultural Logic of Late Capitalism 15, donde presenta el neo-noir como mero ejercicio nostálgico e historicista. Pero la filosofía, la crítica cinematográfica, o el propio cine, mecanismos todos ellos de la alienación cultural (narraciones que nos narramos, que nos narran) también esconden, junto con el origen de nuestros problemas, su solución, que consistiría, al menos, en la toma de conciencia de la repetición, en traer al campo de lo verdaderamente visible aquello que no percibimos, o que reconocemos sólo a medias. La ficción, como la terapia psicoanalítica, le permite a Polanski revisitar una y otra vez sus vivencias, no sólo a modo de exorcismo catártico, sino elaborando nuevas formas de sufrimiento (causadas por la indiferencia, la ignorancia y la crueldad) con el objetivo de exponerlas en sus múltiples reinvenciones. El mal no tiene sólo una cara.
Por eso mismo no hay que convertir el sufrimiento del cineasta, para nosotros inaccesible, en un fetiche. Relacionar la precisión de los horrores de Polanski, su pintura convincente de la crueldad y la violencia, con su pasado personal 16, además de resultar en la reconfortante idea de un director traumatizado por su pasado, que expresa sus experiencias (sus miedos, su tragedia, su gente) puede convertirse en una mera distracción ante el sufrimiento que, con otras formas, atormenta nuestro presente. Ciertas críticas, queriendo incidir en la experiencia individual traumática, la alejan y la condenan a la indiferencia colectiva de los otros. «Déjalo, Jake, esto es Chinatown», dicen al final del film. Decir que todo queda en Chinatown es como decir que todo queda en los campos, o en el ghetto: contarnos una reconfortante historia de terror que nos ciega, nos hace indiferentes, ante el mal absoluto, ese que nos pertenece a todos por igual.
Más arriba incidimos en la importancia de dar con un buen final. Chinatown no termina con el asesinato de Evelyn; la vida sigue después de su muerte. Jake, habiendo sido testigo del alcance del mal, tiene varias opciones (está, digamos, en la encrucijada del hombre casado en El cuchillo en el agua): la primera, y de hecho la que suele tomarse como definitiva, es interiorizar las palabras de Lou Escobar (Perry Lopez), su antiguo compañero en Chinatown, y repetirse (una y otra vez, como si fuera un chiste) que «todo queda en Chinatown», alimentando el sueño de una distancia insalvable entre los «chinos» y «él», alimentando el sueño de la inevitabilidad de una terrible injusticia, esto es, manteniendo la fantasía privada de la propia inocencia, alejando de sí el mal de los demás, protegiéndose de la propia responsabilidad, ergo hacer que se repita (una y otra vez, como un chiste) la misma historia. Que Jake, al revés, admita su parte de responsabilidad, no implica necesariamente un cambio, ya que aceptando su culpa puede seguir adelante sin querer romper el círculo vicioso, es decir, a modo de cómplice, integrando el sufrimiento ajeno como parte inevitable de su vida. ¿Y no hay otra opción? Polanski no nos la muestra. Los films terminan justo en el preciso instante de tomar la última decisión. ¿Es incapaz el cine de Polanski de dar ese último paso? ¿Qué le detiene, el miedo ser panfletario? ¿De ser demasiado naïf?
Polanski, con sus filmes, elabora imágenes de la incomodidad vivida -y causada por- la propia piel (del cuerpo biológico y del cuerpo social). Trelkovsky es el hombre que vive en Francia y sin embargo no es francés, el «cuchillo» es el chico subido a un barco y que no sabe navegar, Rosemary es la madre joven enfrentada a los terrores de la maternidad… El cineasta estudia en países, tiempos, estilos y géneros diferentes las múltiples causas (y consecuencias) del dolor, la separación y la indiferencia. Con ello cuestiona la moral y la naturaleza de las instituciones familiares, económicas, políticas y culturales, siempre susceptibles de haber caído en la mera repetición no reconocida, inconsciente. No hay ley justa y humanitaria, no hay costumbre que no acabe por revelar, en su propio origen, cierta dosis de crueldad y poder para hacer daño.
Con eso podríamos decir que la democracia que nos muestra Polanski no es «fallida», sino la muerte de Evelyn significa que la democracia aún no ha llegado, que la democracia es un objetivo al que debemos aspirar, que siempre queda un poco más allá, que debe convertirse no en una certeza, o en una (corruptible) estabilidad, sino en un proyecto de vida: vivir la democracia como un proyecto siempre inacabado. De ahí la importancia del hipotético ataque de Polanski a los mecanismos de alienación propios de la civilización.
¿Y es «el mal», el «pasado», lo que empuja a Polanski a pedir esa renovación? Quizás podamos entender esta exigencia de movimiento, de renovación constante, de otro modo. Podríamos aventurar que el cine de Polanski ejemplifica la «contradicción propia de la conciencia judía», en términos de Jankélevitch. Pero no corramos el riesgo, otra vez, de fetichizar el sufrimiento. Como dice el filósofo, debemos entender «el desgarramiento judío» como «forma privilegiada del desgarramiento humano en general» (sin olvidar, claro está, que la cultura judía está sometida a peligros y exigencias históricas específicos). El mal posee múltiples caras, por decir que, en realidad, no tiene ninguna. Y una de sus múltiples facetas consiste en decirnos que no sabemos qué son la crueldad y el sufrimiento cuando, en realidad, no es una cuestión de saber, como ya hemos dicho, sino de ver y reconocer. «Do you want to see?» que repiten una y otra vez en INLAND EMPIRE.
Me gustaría construir el final de este texto (¿sobre Polanski?) a partir del inicio de otra filmografía. Hay un instante precioso en el primer thriller de Ferrara donde parece que la obra del católico neoyorkino vaya a incorporar la experiencia de la consciencia judía. La escena que abre El asesino del taladro (The Driller Killer, 1979) nos sitúa en el interior de una iglesia. Reno, el protagonista (interpretado por el propio Ferrara) se acerca a un viejo sentado en los primeros bancos para observarlo muy de cerca. El feligrés de repente le toca la mano, sacando a Reno de su admiración, y este huye furioso (¿o aterrorizado?) como si hubiera sido atacado. Mi hipótesis, en otro lugar 17, consistía en que en ese momento hacía acto de presencia la «vulnerabilidad» del cuerpo humano tras romperse el tabú puritano por excelencia, el del contacto físico. A diferencia de los personajes de Polanski, que permitirían leer el contacto físico (sexual y brutal) como imposición, o dominio externo, al mismo tiempo que como reflejo del dominio interno propio de la subjetivación (mostrando en ambos casos la incomodidad, la crueldad, el dolor) Ferrara construye a sus personajes contra la incomodidad de la desnudez, rechazando esa experiencia y abogando por una autoafirmación, de uno mismo sobre sí mismo, de uno mismo sobre los demás.
El asesino del taladro
Si en Chinatown el abuso, el poder y el trauma son siempre escurridizos, inimaginables, la Nueva York de Ferrara es el escenario del encontronazo entre voluntades fuertes, generalmente masculinas. La fortaleza siempre es visible, codificada según los casos: corporalmente, como el asesino de Fear City (1984) y el ex boxeador interpretado por Tom Berenger; en forma de limusinas, armas, dinero y mujeres, como en El rey de Nueva York (King of New York, 1990); a modo de seducción vampírica, en The Addiction (1995) o como la sangre fría, propia de la lógica de la violencia, en El funeral (The Funeral, 1996). Por otra parte, la psique es, también, escenario de disputas abiertas entre los sentimientos, los impulsos, las leyes personales y las convicciones religiosas. Me atrevería a decir que en el terreno emocional la victoria y el poder también funciona en términos de sometimiento del otro. Lo imagino literalmente como la lucha de bandas en China Girl (1988) o El rey de Nueva York.
Y todos ellos, poseídos por el afán de ser el más fuerte, de conseguir sus objetivos a partir de la violencia, no saben distinguir el bien y el mal. Rechazando la vulnerabilidad y la debilidad, son víctimas de la lógica de la violencia, que invierte los valores y convierte en público lo que debería quedarse en el ámbito privado, repitiendo una y otra vez el abuso de poder y la confusión del bien y el mal con cada decisión que toman. Aun queriendo cambios [los asesinos de El asesino del taladro, Ángel de venganza (Ms. 45, 1981), Fear City quieren que se haga justicia, que se repare la injusticia primera de la exclusión, y el rey de Nueva York intenta «ayudar» a su ciudad»] sólo ven aquellas posibilidades que ofrece la imagen (la fantasía privada) que tienen de sí mismos. Repiten, sin saberlo, una y otra vez el mismo ciclo. En El funeral las mujeres piden a sus maridos que rompan con el círculo de la violencia. Y sin embargo la ciudad, con sus divisiones entre ricos y pobres, sus múltiples bandas, sus círculos de poder, exige de ellos la confrontación cara a cara. ¿Y cuál es el peor daño, el peor pecado, que pueden cometer esos mafiosos? La debilidad, ejemplificada en el hermano con problemas psicológicos. Ese es el verdadero crimen para ellos. De ahí que quizás en su figura pudiéramos encontrar una posible salida a los problemas estructurales que recorren su ciudad.
El rey de Nueva York
Ahora bien, el ataque desde dentro es, me atrevería decir, una rareza en la obra de Ferrara. Por lo general vemos los cuerpos y las armas de «los enemigos». ¿Y no resulta, hasta cierto punto, reconfortante saber exactamente quién es víctima y quién es victimario? Con el rechazo de la desnudez y la debilidad Ferrara también se está deshaciendo de la inestabilidad que preña cada film de Polanski. No hay más que comparar Repulsión (Repulsion, 196) con Ángel de venganza para ver de qué pié cojea cada uno. Los films de Polanski denuncian las huellas de la indiferencia, la crueldad y el trato inhumano en Los Ángeles, París, Varsovia o Londres. En Nueva York el fuerte y el débil tienen la suerte que ellos mismos se ganan (de ahí que Reno, en El asesino del taladro, se vuelva loco al no poder salir adelante con sus cuadros). Encontramos una imagen parecida en la denostada Welcome to New York (2014) en la que Gerard Depardieu abusa y sale impune, gracias al poder económico y político de su mujer. ¿No es precisamente lo contrario de Chinatown, en la que el poder va más allá del campo visible, y funciona de manera indirecta, subrepticia, como las corporaciones contemporáneas?
Ferrara hereda la obra de Polanski rechazando su principal aportación, que podríamos llamar «experiencia personal bajo el totalitarismo», o «reformulación de la experiencia judía» pero que es sobre todo «exigencia de renovación constante de las instituciones democráticas» ante su «tendencia inevitable a la corrupción». Ferrara hace habitar sus personajes en una lógica de la violencia en la que los roles están claros. En cambio, toda la filmografía del polaco encarna un juego constante, hasta cierto punto demoníaco, sobre los roles «activo» y «pasivo» (o los conceptos que sirven de base a sendos papeles/actitudes), invirtiendo las condiciones de «testigo o víctima» y de «protagonista o victimario», eliminando cualquier sustancia o fondo que pudiera servir de base. Ahí donde Ferrara se pregunta: «¿Cómo vivir a pesar de dios, o sin él?», Polanski afirma: «Vivimos en un mundo sin fin».
Bienvenidos a Chinatown.
Bibliografía:
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- Juan Carlos Fernández Serrato, «Fredric Jameson y el inconsciente político de la modernidad»en Revista Comunicación Vol. 1, No. 1, 2002, pp. 247-264. Enlace: http://www.revistacomunicacion.org/pdf/n1/FREDRIC_JAMESON_Y_EL_INCONSCIENTE_POLITICO_DE_LA_POSTMODERNIDAD.pdf ↩
- Aarón Rodríguez, «La semilla del diablo. El trazo diabólico» en Cine Divergente, Especial Roman Polanski, Mayo 2016, Enlace: https://cinedivergente.com/ensayos/especiales/roman-polanski/la-semilla-del-diablo ↩
- John Belton, Op.cit. ↩
- Ian S. Scott, «Either you bring the water to L.A. or you bring L.A. to the water». European journal of American studies, (online) vol 2, no 2, 2007, pàg 7. Enlace: http://ejas.revues.org/1203. ↩
- Ver Sean Maher y Susan Kerrigan, «Noirscapes: Using the screen to rewrite Los Angeles noir as urban historiograpy» Journal of Writing in Creative Practice, Volume 9, Numbers 1-2, 1 March 2016, pp. 87-104. También: Jacob Andrew Goessling, «Noir Ontology: existing in the fragmented spaces of Los Angeles» University of Louisville, 2011 ↩
- Guy Standing. La corrupción del capitalismo. Barcelona: Pasado y presente, 2016, p. 26 ↩
- Enrique Dussel. Filosofía de la liberación, México, FCE, 2011, 3.4.1. (pp. 154-155). ↩
- Enrique Dussel. 20 tesis de política, México, Siglo XXI, CREFAL, 2006, 1.12 (p. 13). ↩
- Ian S. Scott, Op.cit. ↩
- John Belton, Op.cit ↩
- John Belton, Op.cit ↩
- John Belton, Op.cit. ↩
- Stanley Cavell. The World Viewed. Massachussets: Harvard, 1979, pp. 84-89 ↩
- Fredric Jameson. Postmodernism Or The Cultural Logic of Late Capitalism, Nueva York: Verso Books, 1991 ↩
- Richard T. Jameson. «Son of Noir». Film Comment Vol. 10 No. 6, November-December 1974 ↩
- Ignasi Mena. «Nueva York sin voz, o los crímenes de América. Sobre El asesino del taladro y Ángel de venganza» en HIGUERAS FLORES, Rubén. RODRIGO GARCÍA, Jesús (coord). Abel Ferrara. El tormento y el éxtasis. Santander: Shangrila Textos Aparte, 2017 ↩