Ciencia ficción de nuestro tiempo
Los terrores que nos depara el mañana Por Víctor de la Torre
Pese a que nuestra convulsa cotidianeidad dificulta enormemente que seamos conscientes de ello, llevamos nada menos que 18 años de siglo XXI. Un tiempo que dio comienzo con todas las incertidumbres —derivadas, en gran medida, de atávicas supersticiones milenaristas— y que ha ido instalándonos, de manera lenta pero segura, en un escenario de Ciencia-Ficción. Si bien resulta evidente que (aún) no hemos colonizado otros planetas ni vivimos en ciudades atestadas de coches voladores, los presagios implícitos en la literalidad de las imágenes proyectadas por las grandes obras del género han ido rebelándose, de manera cuando menos inquietante, ciertamente verosímiles. A poco que prestemos atención a lo que sucede a nuestro alrededor concluiremos que el avance exponencial del progreso científico, y por ende de la innovación tecnológica, ha desbordado ampliamente nuestra capacidad para procesarlo, entenderlo. Asumirlo.
Por más que en la era de la hiperconectividad estemos permanentemente informados, seguimos sin tener ni idea de qué se está pergeñando en los laboratorios ultrasecretos del planeta; allí donde se deciden nuestros destinos, en manos de expertos tan seducidos por el Becerro de Oro que tienen entre manos que, mucho me temo, se muestran tan incapaces de atisbar las consecuencias últimas de estos hallazgos como cualquiera de nosotros. Si bien es lícito congratularse por las mejoras que está reportando la faceta más consumible de este progreso a nuestras cada vez más acomodadas vidas, no lo es menos sentir un desasosegante escalofrío por la espalda ante una hipotética, pero plausible, concreción de lo imprevisible; más que nada porque no sería la primera vez en la historia que esto sucede, ni mucho menos. El problema de vivir, como apuntábamos, en una película de ciencia-ficción es que se den todos los ingredientes para que, esta vez sí, sea la definitiva.
Matrix (The Matrix, Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 1999)
Puestos a elucubrar, quizá este futurible apocalipsis tecnológico nos encuentre sumidos en alguno de esos paraísos artificiales —para entonces, a buen seguro, plenamente inmersivos— que en los próximos años proliferarán como hongos tras una mañana lluviosa. La necesidad de buscar refugio en la realidad paralela de elección deviene definitoria de la Edad Digital, en la que a decir de muchos nos encontramos merced al shock post 11 S. A fin de cuentas, tiene sentido que el evento que puso en cuestión todos nuestros consensos sobre lo real imperantes hasta el momento nos arrojara a la búsqueda compulsiva de entornos virtuales en los que sentirnos (puerilmente) seguros, protegidos. La gran pregunta, que arrobados por este autocomplaciente positivismo hitech en el que vivimos no nos hemos molestado en responder, es si por huir de este contexto percibido como hostil —que pese a sus amenazas potenciales constituye el nicho ecológico en que nos hemos desarrollado como especie— no estaremos generando insensatamente el abismo que terminará por engullirnos, tras habernos despersonalizado alegremente por el camino: en clave filosófica, de la caverna platónica al existencialismo no future en una entente irreversiblemente deshumanizadora
El siglo pasado se clausura con una obra sumamente ilustrativa 1 que, en base a su plasmación de este corolario, ejerce de modélica bisagra con el venidero: Matrix (The Matrix, Hermanas Wachowski, 1999) articula, en su dimensión más generosamente especulativa, una sobrecogedora visión de nuestro pasado mañana en el que, por obra y gracia de esa soberbia miope tan definitoria de la humanidad, nos veremos abocados a un limbo homogeneizador donde todos viviremos, se diría que confortablemente instalados, en un simulacro de realidad. Si toda esta dimensión virtual ligada a la relatividad de nuestros sentidos ya resulta, dado su potencial de anticipación con lo que empezamos a vislumbrar hoy día, cuando menos desasosegante, lo que oculta Matrix, su razón última de ser, ha legado para la posteridad varias de las imágenes más terroríficas de nuestro devenir: en un yermo oscuro y desolado, los seres humanos somos cosechados en obscenos úteros mecánicos en los que las máquinas, creadas con el fin de dar soporte a nuestra existencia, se valen de la energía vital que generamos para alimentar la suya: es <<El infierno de lo real>> al que alude, impertérrito, Morfeo (Laurence Fishburne) ante un acongojado Neo (Keanu Reeves), malsana metáfora de un mundo abandonado a su suerte; sustituido por su pulido, reconfortante émulo virtual.
El planeta de las máquinas
Confinados en una prisión sin barrotes 2, pues es una cárcel para la mente, lo que se oculta a nuestros ojos es lacerantemente más físico, y por tanto real. Si el siglo XXI parece llamado a ser el del gran salto tecnológico, ese tiempo dominado por las máquinas hipotetizado por los grandes clásicos Sci-Fi de la centuria anterior comienza a tomar cuerpo no como una alucinada pesadilla producto de una cena copiosa, sino como un escenario verosímil: ¿resulta concebible mayor terror que el emanado de la eclosión, debida a nuestra propia irresponsabilidad, del nivel que nos sustituirá en la escala evolutiva? La lóbrega imaginería visual de Matrix redunda con contundencia en la cuestión, pero lamentablemente no tendrá apenas continuidad en sus dos derivativas secuelas, que se limitan a seguir la senda marcada por el original sobretodo en su derivada actioner. Tan sólo en la conclusión de Matrix Revolutions (The Matrix Revolutions, Hermanas Wachowski, 2003), con ese viaje sin retorno de Neo a la Ciudad de las Maquinas, regresaremos a una versión corregida y aumentada de ese paisaje que ya no es el nuestro, un entorno donde el ser humano ha dejado de tener cabida. La frialdad hitech que trasmite esta urbe de pesadilla se beneficia enormemente de la poderosa cualidad expresiva de la imagen de síntesis.
El avance exponencial del progreso tecnológico que, en su vertiente propiamente audiovisual, ha venido caracterizando estos últimos años se ha impuesto como uno de los rasgos definitorios de las obras adscritas al género —confiriendo una verosimilitud extrema a las ficciones recreadas—, lo que ha democratizado el acceso a estas nuevas tecnologías, ya no sólo al alcance de las grandes producciones. Ante este efervescente panorama, resulta desolador que las grandes sagas alumbradas en las décadas precedentes hayan desaprovechado, en términos generales, la oportunidad brindada de actualizar, por vía de la imagen pregnante, sus postulados potencialmente más desestabilizadores; quizá por el temor a funestas repercusiones en taquilla, los responsables de los sucesivos Terminators estrenados en las últimas dos décadas —caso que considero emblemático— han renunciado a la malsana fisicidad del díptico cameroniano en detrimento de una repetición cansina de esquemas que antepone la aquiescencia cómplice del espectador acrítico a la contundencia expositiva, que en Terminator (The Terminator, James Cameron, 1984) se alcanzaba merced a la terrorífica irrupción, generosa en truculencia, de un engendro mecánico devenido en implacable asesino. Así las cosas, el puesto que esta saga debería ocupar —junto a la mencionada Matrix— en la cúspide de las distopías tecnológicas más desesperanzadoras del siglo lo ostenta en exclusiva, por incomparecencia, esta última, lo que no deja de ser una oportunidad perdida de abrir su sugestiva cualidad metafórica a las nuevas generaciones.
A. I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, Steven Spielberg, 2001)
En unas coordenadas diametralmente diferentes, pues en ausencia de apocalipsis tecnológico no tiene cabida la retórica del cine de acción, se ubica A. I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, Steven Spielberg, 2001), obra compendio que inaugura el nuevo milenio proyectando hacia un futuro idílico 3, pese a la catástrofe climática, las mejores cualidades de la humanidad. Así, en el cénit de nuestro desarrollo como civilización hemos creado seres mecánicos que no solo nos hacen la vida más fácil, sino que emulan de manera convincente nuestra apariencia y comportamiento… inclusive están dotados, en un alarde de soberbia creadora, de la capacidad de amar; cualidad —se supone— privativa de nuestra especie. El periplo de David (Haley Joel Osment) en pos de ese hálito vital cuya carencia, pese a su apariencia angelical, le separa trágicamente de su amada madre deviene en fascinante juego de espejos dada su cualidad de devolvernos reflejado, de manera aterradora, nuestro reservo tenebroso: egoísmo, vanidad, envidia, crueldad, miedo al diferente… lo peor de la condición humana confluye en las demenciales Ferias de la Carne, en las que el supremacismo orga castiga hasta la destrucción a estas atribuladas máquinas, que tal cual son plasmadas en Inteligencia Artificial no suponen la más mínima amenaza. El ensañamiento con que son torturados, émulo de la imaginería medieval más macabra —del que escapa el niño robot por parecer, paradójicamente, uno de los suyos— resulta ilustrativo de la mirada en absoluto complaciente 4 que el tándem creativo Kubrick-Spielberg proyecta sobre nuestros hipotéticos descendientes, que en esta sensacional película termina por volverse sobre el propio David: su proverbial dulzura, rayana en la ingenuidad se tornará en brutal impulso homicida al descubrir la terrible verdad en torno a su creación.
Y es que la máscara detrás de la que observa, horrorizado, la realidad de lo que le rodea no es sino su propio semblante, replicado n veces para satisfacer a familias de todo el mundo. Una perturbadora imagen que condensa admirablemente el sólido trasfondo humanista del filme, el calado de lo que supone descubrir que no se es único, que arroja al abismo de la desesperación —y la renuncia a vivir consecuente— a un pequeño androide humano, demasiado humano. El testigo de Inteligencia Artificial será recogido con acierto dispar por otros títulos posteriores, y alcanza un nuevo hito expositivo en Ex Machina (Ex Machina, Alex Garland, 2015); la acción —que podría estar teniendo lugar en este preciso momento— se desarrolla en un entorno tenuemente sci-fi, en el que reconocemos tipos y actitudes como propias de nuestra contemporaneidad, pero hay un elemento que desafía a nuestros sentidos: el rostro de un bello androide, que no oculta en absoluto su condición mecánica, artificial. Planteada como una contienda, a escala íntima, por la supervivencia, aterra descubrir cómo, merced a la brillantez de su narrativa, la poderosa atracción que mediada por la empatía desarrolla el apocado Caleb (Domhall Gleeson) hacia Ava (Alicia Vikander) podría ser compartida, en idéntica situación, por cualquiera de nosotr@s… pero Ava no es humana, y llegado el momento actuará en consecuencia. Para escapar de su cautiverio no dudará en rendir cuentas con su megalómano creador, pero la aséptica frialdad de los algoritmos que determinan sus acciones se volverá igualmente contra el responsable de su liberación, que pagará con su vida haberse dejado llevar por la ilógica de la pasión; mejor no llevarse a engaño: la mujer que oculta su verdadero yo bajo piel sintética, intercambiable, no es, ni puede llegar a ser, una más entre la multitud.
Una mirada hacia el espacio
¿Dónde situamos entonces los límites de la conciencia en aquellos creados a nuestra imagen y semejanza? La cuestión sigue dando lugar a agudas reflexiones de las que se derivan, como hemos visto en los párrafos anteriores, conclusiones no precisamente tranquilizadoras para nuestra supervivencia. Si ya una obra seminal como Blade Runner (Blade Runner, Ridley Scott, 1982) se estructuraba sobre esta premisa filosófica —que expande, actualizando sus hallazgos estéticos, Blade Runner 2049 (Blade Runner 2049, Denis Villeneuve, 2017)— Transcendence (Transcendence, Wally Pfister, 2014) añade una interesante inflexión a la cuestión: ¿Y si la única manera de sobrevivir a la muerte fuera diluyendo nuestra esencia en la tecnología, amalgamando en el proceso una nueva conciencia? el substrato moral de esta premisa —central para los teóricos del transhumanismo— confiere a esta película sus mejores momentos, que pese a sus inconsistencias argumentales da lugar a pasajes ciertamente inquietantes: El Will (Johnny Depp) que se exhibe, renacido, ante la mirada alucinada de Evelin (Rebecca Hall) ya no es, técnicamente, de carne y hueso; ha trascendido las limitaciones impuestas por el cuerpo, condenado a corromperse, merced a la hibridación con los circuitos integrados que le otorgaron una nueva existencia… de nuestra utilización de los avances tecnológicos, del uso que hagamos de ellos, se derivará en los próximos años un continuo de progreso o una sucesión de pesadillas; algunas, como las apuntadas en los títulos mencionados, inquietantemente verosímiles pese a su naturaleza ficcional.
Otra forma de trascendencia, tan anclada en nuestro inconsciente colectivo que se pierde en la noche de los tiempos, es revisitada cada vez que mirando al cielo nocturno nos preguntamos, soñadores, acerca de los secretos que oculta ese manto estrellado; los misterios que nos aguardan más allá de la última frontera. Desde que en plena Guerra Fría los soviéticos fueran capaces de enviar a un cosmonauta a la órbita terráquea, y los americanos respondieran a los pocos años con una misión a la Luna, este sueño histórico de la humanidad comenzó a tomar forma convirtiéndose, siquiera de manera elemental, en técnicamente posible. Ahora que se anuncia una inminente expedición tripulada a Marte —que será de no retorno— uno de los escenarios más fértiles de la Ciencia-Ficción se vislumbra al fin cercano, con todo lo que ello conlleva. Y es que con independencia de lo que pueda depararnos la colonización de otros planetas, las realidades desconocidas a las que tendrán acceso nuestros descendientes… ¿está el ser humano psicológicamente preparado para una realidad tan inaprensible como el espacio? Varias de las obras más estimulantes estrenadas en lo que llevamos de siglo han especulado acerca de esta posibilidad, apelando a una óptica solipsista rabiosamente contemporánea. Valga como ejemplo la aportación de dos cineastas con la consabida aptitud para el género de Ridley Scott y Christopher Nolan, que han fabulado, con notable acierto, acerca de las funestas consecuencias del aislamiento prolongado, convirtiendo a Matt Damon en el rostro por antonomasia del pionero atrapado en un entorno hostil a la vida.
Marte (The Martian, Ridley Scott, 2015)
Varía, eso sí, la óptica con que se le retrata, y en consecuencia las implicaciones de sus actos. En Marte (The Martian, Ridley Scott, 2015) se impone la lucha por la supervivencia, y derivada de ella la voluntad inquebrantable del marciano en la batalla titánica por doblegar un medio ambiente que, al menor descuido, supone una muerte segura. Lo que se nos devuelve, sin escatimar en heroicidades, es la dimensión más positiva de la condición humana la cual impregnará, cortesía de la potencia subjetiva del audiovisual, las planicies marcianas, conforme avanza el metraje menos amenazadoras toda vez que, haciendo frente a sus temores —que son los nuestros— Mark ha resultado victorioso frente a los peligros que ocultan. Convendremos entonces que, dado este desolador escenario, el éxito es sobrevivir; pero hay maneras más censurables de lograrlo: en Interstellar (Interstellar, Christopher Nolan, 2014) el Doctor Mann ha logrado igualmente subsistir en el yermo blanco en que se encuentra confinado, pero su sistema de creencias se ha visto dramáticamente alterado. ¿Podemos entonces afirmar que es un villano por el hecho de traicionar a los suyos con tal de escapar de su cautiverio? El trágico resultado que le reportarán sus temerarios actos adquiere la forma de un inapelable juicio moral, pero quizá sea justo concederle el beneficio de la duda: el horror al que ha tenido que sobreponerse resulta inimaginable.
Mejor tratemos de empatizar con el superviviente que, con tal de no sucumbir al desolado páramo de nieves perpetuas meticulosamente recreado por la mirada hiperrealista de Nolan 5, se dejará el sentido de la moral, y la cordura, en el empeño. Claro que como ejemplo definitorio de las terroríficas consecuencias del aislamiento prolongado en el espacio despunta el magisterio de Sunshine (Sunshine, Danny Boyle, 2007); conforme la tripulación del Icarus II se acerca a la estrella moribunda a la que tratan de insuflar nueva vida se suceden las desgracias, que llegan al paroxismo con el descubrimiento del terrible destino de los integrantes de la misión precedente. La delectación por el detalle con que Boyle recrea un escenario de ciencia-ficción hard refuerza, en fuera de campo, la amenaza de un astro, si bien declinante, capaz de abrasarles en un parpadeo. Es la abrupta aparición del último tripulante vivo de la Icarus I la que arroja al filme, quebrando su tono, al abismo del terror nihilista: destruido en cuerpo y alma, su demencia homicida aboca la conclusión de Sunshine a una alucinada contienda por la supervivencia en la que la sincopada sucesión de imágenes-impacto visualiza con maestría el extrañamiento postrero de un relato que, habiendo dejado atrás su impronta realista, se zambulle abiertamente en lo sobrenatural. La barrera infranqueable que separa la realidad de su propia negación se vuelve en el espacio profundo, territorio ignoto vedado al ser humano, definitivamente permeable.
El monstruo que acecha desde las estrellas
Como demuestran con acierto los títulos anteriores la propia existencia del Universo, ese vacío inaprensible de contornos infinitos resulta lo suficientemente desafiante como para que, sea en la soledad de un planeta inexplorado, sea encerrados en una caja de metal rodeada de negrura, el horror vacui termine por apoderarse de nosotros, arrojándonos al abismo de la locura, antesala de la muerte. Que no sucederá entonces cuando este temor abstracto se concrete, adquiriendo maligna corporeidad en la forma de una entidad cuya mera presencia ya dinamita, por si misma, nuestra concepción de lo real. En su versión menos clemente con nuestra cordura, varias obras se han acercado en estos años a la demencial poética de H.P. Lovecraft, referencia irrenunciable en el ámbito del terror cósmico pese a lo cual —seguramente por las limitaciones técnicas propias de tiempos pasados— su impronta decididamente preternatural apenas había sido explorada. En este sentido, tiene mucho de justicia poética que los avances tecnológicos en el campo de los efectos visuales posibiliten a un cineasta tan dotado para el vértigo audiovisual como Ridley Scott —con una aportación transversal, como hemos señalado, en la ciencia-ficción de las últimas décadas— retomar las directrices más perturbadoras de la saga de terror espacial por antonomasia, ubicándola en coordenadas inequívocamente lovecraftianas: tanto en Prometheus (Prometheus, 2012) como en Alien: Covenant (Alien: Covenant, 2017) asistimos a una sucesión de horrores que, si algo ponen de relieve, es que el lugar de la humanidad ni está, ni puede estar, en la trastienda inexplorada del cosmos.
Tomando como substrato conceptual el inapelable determinismo del autor 6 de En las montañas de la locura (At the Mountain of Madness, 1931) la soberbia, alineada con la estupidez, del grupo de jóvenes científicos embarcados en la Prometheus para conocer a nuestros creadores va adquiriendo, en un brillante crescendo de tensión sostenida, los tintes de una alucinada pesadilla en la que las lúgubres estancias de la nave-pirámide de los Ingenieros, que pondrían en alerta al más resuelto, guardan la memoria —que se resiste a desaparecer— de una belicosa raza alienígena con especial querencia por la manipulación genética. Este entorno, emponzoñado de la malsana organicidad bio-mecánica de H.R. Giger remite a la cualidad arquitectónica del terror gótico, cuya delectación por la concreción estética de los espacios contribuye a impregnarles de una potencia subjetiva que le es en principio ajena. Pero el espanto desatado en esta cripta primigenia abandona sus supurantes paredes junto con aquellos que, llevados por un insensato anhelo de notoriedad, han desatado un terror (microscópico) del que no podrán protegerse, siquiera en las estancias, ilusoriamente seguras, de su nave espacial. El correctivo recibido, que no escatima en crueldad y truculencia, alude a esa rica tradición literaria —y por extensión cinematográfica— que alerta sobre el precio a pagar por el acceso a determinados niveles de conocimiento. Estos jasp irresponsables, a los que no cuesta imaginar haciéndose selfies compulsivamente en cada nuevo rincón inexplorado, parecen olvidar que el nihilismo cósmico no perdona, y lo pagarán con creces.
Prometheus (Prometheus, Ridley Scott, 2012)
Una vez engendrado el xenomorfo —que ya desde su propia anatomía constituye una inclemente aberración de la naturaleza— arrasará con todo a su paso en esa culterana lección de gothic horror sideral que constituye Alien: Covenant. La conclusión parece clara: la vida (extraterrestre) se impone, porque no entiende de componendas morales. Como prueba fehaciente de ello tenemos a la cosmopolita tripulación de la Estación Espacial Internacional que, en Life (Vida) (Life, Daniel Espinosa, 2017) se ve arrastrada a una batalla sin cuartel contra un organismo que, a cada nueva mutación, se torna más invulnerable. Hacen gala de sus principios y valores, y por ello mismo fracasarán en su agónico intento de que este ente hostil no llegue a nuestro planeta; en un final que sorprende por su impronta descorazonadora, la apertura de la Caja de Pandora alienígena alienta el mayor de los horrores: que seres con los que no queremos encontrarnos, de ninguna manera, en nuestro futurible periplo espacial se encaprichen de nuestro planeta azul, y no tengan ningún interés en compartirlo con sus pobladores. La traslación al siglo XXI de uno de los proverbiales escenarios de la sci-fi clásica ha dado lugar, como veíamos a propósito de las distopías tecnológicas en el primer epígrafe del artículo, a un generoso muestrario fílmico que ha ponderado su cualificación para el gran espectáculo en detrimento de sus posibilidades más estremecedoras. En todo caso, abriéndose paso entre la ceremonia de la destrucción masiva aflora —en películas como Pacific Rim (Pacific Rim, Guillermo del Toro, 2013) o Independence Day: contraataque (Independence Day: Resurgence, Roland Emmerich, 2016)— la premisa de acongojar al espectador ante la dimensión que supone la amenaza, que cuando se concreta en toda su magnitud apabulla por su potencial aniquilador. Jugando de forma inteligente con el punto de vista, en Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008) se prioriza —merced al formato visual elegido— nuestra identificación con los supervivientes del ataque a Nueva York, de manera que visualizamos en primera persona el impacto de sus pavorosas consecuencias, sin discernir con claridad que las ha provocado.
La clave consiste en situar nuestro foco atencional a la altura de aquellos que padecen ante unos sucesos que escapan a su —nuestra— capacidad de entendimiento. Cuando la cámara se vuelve, finalmente, hacia el fuera de campo dará lugar a imágenes embebidas de una poética del horror que remite, nuevamente, al inagotable bestiario preternatural de Lovecraft; tal es el caso de La niebla (The Mist, Frank Darabont, 2007) y Monsters (Monsters, Gareth Edwards, 2010). Si la clave para potenciar exponencialmente nuestros miedos reside entonces en elicitar nuestra empatía hacia un sufrimiento que consideramos verosímil, el paso lógico es insertar el terror en la (aparente) seguridad del hogar: en la espléndida Señales (Signs, M. Night Shyamalan, 2002) la invasión alienígena se va manifestando, a sotto voce, en la medida en que dimensiona el desasosiego creciente de una familia aquejada de un trauma fundacional no superado. Como de costumbre en el cine de Shyamalan, la delectación por el detalle conduce, en un medido crescendo de tensión finalmente insoportable, al desborde a través de la plasmación frontal del horror: si la célebre secuencia de la despensa, despachada con magistral economía expresiva, resulta terrorífica no es porque no intuyamos lo que va a suceder, sino porque en ningún momento dejamos de ser los ojos de Graham (Mel Gibson). De igual manera, ¿cómo no sentir un empático escalofrío ante el atroz destino que, en Under the Skin (Under the Skin, Jonathan Glazer, 2013), aguarda a los pobres desdichados seducidos por la sensual extraterrestre encarnada por Scarlett Johansson? Cuando su final se muestre en toda su crudeza, vendrá de la mano de una degradación física de —eso sí— exquisita plasticidad arty 7.
Para nuestra desgracia, los monstruos (ficcionales) no solo atacan desde las profundidades del espacio… también pueden surgir en entornos más prosaicos: apelando a la metáfora, la cualidad de sublimar determinadas dimensiones psicopatológicas inherentes a la trastienda oscura de la condición humana subyace, desde esta óptica, a la monstruosidad. Trascendiendo la malsana abstracción de nuestros temores ancestrales que nutre generosamente al Fantástico, la Ciencia-Ficción demanda el establecimiento de un continuo de verosimilitud —por así decirlo— insoslayable, en el que encuadramos tanto las naves espaciales como, más a ras de suelo, el tubo de ensayo y restante parafernalia científica. Así, cuando el producto resultante de la soberbia irresponsable de aquellos ungidos con la bata blanca escapa del laboratorio, desatando el caos a su paso, las resonancias establecidas con la realidad —la cual comienza y termina a este lado de la pantalla— se han de ver necesariamente incrementadas; a fin de cuentas, en cubículos similares han sido creados, hasta donde intuimos, horrores pretéritos que han diezmado en sucesivas ocasiones a la humanidad. Si bien la mera posibilidad de que una demencial criatura —como la que asola Seul en The Host (Gwoemul, Bong Joon-ho, 2006)— pudiera campar a sus anchas por cualquiera de nuestras ciudades ya resulta aterradora, reconforta pensar que la respuesta de la comunidad —con la familia en primera línea de defensa— estaría a la altura de las circunstancias. Claro que, derruidas desde dentro las estructuras sociales, sólo cabe confiar en que nuestra fortaleza de espíritu sea garantía de supervivencia: en el Londres desolado de 28 días después (28 Days Later, Danny Boyle, 2002), una vez sobrepuestos al shock inicial, sobrevive el que más corre. El ser humano, ¡horror!, ha pasado a ser la presa.
Dado un escenario apocalíptico tan escrupulosamente recreado la deshumanización consecuente deviene, por terrible que nos resulte, verosímil; y no nos referimos exclusivamente a la bestia voraz en que un virus letal ha convertido a tu padre, o tu hija… el tándem Boyle-Garland da sobrada muestra en 28 días después —cuyos hallazgos formales y/o temáticos tendrán continuidad, como hemos detallado previamente, en sus respectivas filmografías— de haber sabido interpretar las claves que demanda el género en la actualidad; un tiempo en el que lo improbable, venga de donde venga, se ha venido trasmutando en hipotético, dada nuestra manifiesta incapacidad para aprehender, en base a su fulgurante implementación, los cambios cualitativos producidos en nuestros estándares de vida. Que no nos sorprenda entonces que allá por el temprano año 2000 un Paul Verhoeven en plenas facultades apelara a añejos referentes para recordarnos, en El hombre sin sombra (The Hollow Man), las funestas consecuencias de vehicular el narcisismo autocomplaciente a través del progreso científico, que aderezado con la renuncia a la más elemental moralidad —en aras, ni que decir tiene, del (supuesto) avance de la humanidad— dará lugar a truculencias de diversa índole. Tanto los cineastas que presentaron sus credenciales en el siglo XX como los que han despuntado en el XXI han sabido ponderar admirablemente el factor humano: un acercamiento fundamentado a las diversas actitudes, emociones y comportamientos derivados de la generación de contextos asimilables, en mayor o menor medida, a los que ya vivimos o intuimos, viviremos, en un futuro no muy lejano. Si uno de los atributos irrenunciables de la ciencia-ficción reside en la generación de imágenes revulsivas, que impelen a nuestros sentidos, no es menos importante que nos conduzcan a la necesaria reflexión posterior.
Ready Player One (Steven Spielberg, 2018)
Del catálogo de miedos referidos en este artículo, sin duda el que aflora con mayor poder desestabilizador es el dejar de existir en nuestro nicho ecológico, quizá porque empezamos a atisbar los primeros signos, dispersos pero consistentes, de un proceso irreversible. Y en este punto resulta obligado volver —cerrando el círculo abierto con Inteligencia Artificial— a Steven Spielberg, pues nuestra revisión de los terrores que nos depara el mañana culmina con otra obra suya, estrenada hace tan sólo unos meses. Ready Player One (2018) está atravesada del componente lúdico, hedonista de las producciones Amblin, pero no nos quedemos en la pulida superficie del divertimento; no hay más que prestar atención a la imagen que antecede este párrafo, sumamente ilustrativa del subtexto de ese universo de luminosa referencialidad pop, para echarse a temblar: ensimismado en las inabarcables posibilidades de una utopía virtual pletórica de atractivos, con tal de que le cedamos la totalidad de nuestros recursos atencionales, Wade (Tye Sheridan) parece no prestar atención a la sordidez del cubículo donde reside, homologable a cualquiera de las restantes chabolas verticales donde acontece la vida real del grueso de sus semejantes, devenidos en jugadores, ergo consumidores de experiencias. Ante la falta de estímulos de un mundo desolado, la humanidad se ha refugiado, encantada, en un gigantesco simulacro jugable. Un Matrix para escapar, a perpetuidad, del infierno de lo real.
Sin necesidad de que las máquinas nos exhorten a ello, a los paraísos artificiales que atesora Oasis se llega por decisión propia; por decisión propia, uno se exilia allí a perpetuidad… por más que la IA comience a formar parte de nuestras vidas, por más que los años venideros parecen llamados a ser los de la conquista del espacio, los contextos vitales recreados en los títulos que mejor han sabido reflejar esas realidades futuribles parecen, de momento, menos plausibles que ese presente aumentado de alejamiento, ensimismado pero consciente, de la realidad. Salvo que la intromisión de una predatoria raza alienígena nos aboque al devenir más inesperado —un supuesto temido por teóricos tan poco sospechosos de superchería como el recientemente fallecido Stephen Hawking, que alertaba ante los riesgos del buenismo inherente a este renovado positivismo cósmico— el primer hito de este salto al vacío colectivo forma parte ya de nuestro presente. Si siguiendo a J.G. Ballard: <<No parece haber género mejor equipado que la ciencia-ficción para explorar ese inmenso continente de lo posible >> 8, el cine del siglo XXI ha quedado plenamente legitimado para aterrorizarnos ante lo que podríamos descubrir.
- DE LA TORRE, Víctor (2015): “Wachowski Bros: Determinismo. Levedad, Naves que colapsan” en Miradas de Cine, abril 2015. (Consulta: junio 2018): http://archivo.miradasdecine.es/actualidad/2015/04/wachowski-bros-determinismo-levedad-naves-colapsan.html ↩
- SALGADO, Diego (2017): “Prisiones visibles, prisiones invisibles: cine de ciencia-ficción carcelario”, en MONTERO, J.F. y PLANES PEDREÑO, J.A. (Eds): Cine entre rejas. Sans Soleil, Barcelona, pp. 305-340. ↩
- DE LA TORRE, Víctor (2014): “Paisajes de la Sci-Fi en el siglo XXI: el mañana empieza hoy” en Detour, otoño 2014. (Consulta: junio de 2018): http://detour.es/paisajes/victor-de-la-torre-sci-fi-siglo-xxi.htm ↩
- SCHICKEL, Richard (2012): Steven Spielberg. Una retrospectiva. Blume, Barcelona ↩
- BROX, Óscar; ACOSTA, Arantxa; RODRÍGUEZ, Aarón y SALGADO, Diego (2015): “Diálogo en torno a Christopher Nolan” en Miradas de Cine, enero 2015. (Consulta: junio 2018): http://archivo.miradasdecine.es/actualidad/2015/01/dialogo-en-torno-christopher-nolan.html ↩
- MOLINA FOIX, J.A. (2008): “Pesimista cósmico”, prólogo de Narrativa completa de H. P. Lovecraft Volumen II. Valdemar, Madrid, pp. 9-34. ↩
- PAMIES, Daniel P. (2017): “Under the Skin: más allá de la superficie” en Cine Divergente, marzo 2017. (Consulta: junio 2018): https://cinedivergente.com/under-the-skin/ ↩
- PUELLES, Vicente M. (1998): La Ciencia Ficción: Imaginación, Anticipación, Utopía. La Máscara, Valencia. ↩