Circuito cerrado
La amenaza de la geometría Por Pablo Sánchez Blasco
La distribución de cine en España persiste en desafiar a la globalización y la inmediatez como fenómenos distintivos del consumo en nuestra época. Un caso reciente ha sido el del guionista británico Steven Knight, que ha estrenado en 2014 dos películas sucesivas de cierto interés. Lo curioso es que en Estados Unidos éstas han sido el drama romántico The Hundred-foot Journey (Lasse Hallström, 2014) y el biopic de Bobby Fischer Pawn Sacrifice (Edward Zwick, 2014), con Tobey Maguire y Liev Schreiber. Pero en España sus dos estrenos han sido el drama de un solo actor Locke (2013), presentado en la anterior edición del Festival de Venecia, y el thriller de espionaje Circuito cerrado (Closed circuit, John Crowley; 2013), con fecha de estreno mundial en agosto de 2013. Es decir, que la conversación española sobre su filmografía va con un año de retraso en comparación a los demás países. Nuestro aplauso a las audacias narrativas de Locke ha caído sobre terreno abonado. Y el thriller político Circuito cerrado no es precisamente de los que dan mucho más que hablar.
Si Locke representaba la historia de una huída, de un hombre que avanza y que logra dejar atrás una existencia basada en falsedades, Circuito cerrado construye la opción opuesta a ella.
En cierto modo podría leerse como una llamada al movimiento, pero ésta se realiza desde un sistema orwelliano, estático, casi carcelario, en el que sus personajes carecen de iniciativa para transformarlo. A mitad de película, los dos protagonistas –abogados británicos que descubren un secreto de Seguridad Nacional– tienen una conversación que afirma categóricamente su incapacidad de concluir la trama con éxito. No existe ninguna salida; ellos son más poderosos y tienen más recursos que nosotros. El único camino es rendirse. Desde ese momento, la trama progresará en varias direcciones pero no la posición ni el discurso del film. Circuito cerrado nos cuenta entonces la historia de un fracaso anticipado: un grave error de las agencias secretas de Gran Bretaña que a punto estuvo de ser hecho público. A punto. Pero no.
Al menos su director, John Crowley, evita darnos falsas esperanzas desde el prólogo del film, donde un mosaico de cámaras de seguridad dispone la realidad en compartimentos estancos, paneles de una colmena observados minuciosamente por una tercera persona –en este caso no se trata de voyeurismo sino de represión–. Cámaras, vídeos, ventanas, puertas y cristaleras se ocupan de recordarnos, más adelante, que todo el país supone un gran circuito cerrado sin escapatoria. Las persianas del apartamento de Claudia, por ejemplo, dibujan líneas rectas semejando a barrotes. En cada interrogatorio se repite algún tipo de reja tras el personaje, igual que ocurrirá en otro momento clave del film: aquel en el que Claudia y Martin creen hablar a solas durante un partido de fútbol entre selecciones. La presencia de rejas también en esta escena anula, por lo tanto, su más mínima oportunidad de vencer. Y su clímax no podría imaginarse más anticlimático para un thriller. De pronto, el punto de vista subjetivo es anulado para dar nuevo paso al mosaico de cámaras, que observa el desenlace con la gelidez de un sistema sin flaquezas ni emociones. Suprimiendo así la perspectiva humana, el film suprime también su capacidad de reacción. La trama no está controlada por el protagonista ni –al parecer– por el director: solo importa el sistema que actúa por encima de ambas voluntades.
Este derrotismo de Circuito cerrado resulta muy característico de nuestro tiempo. Por un lado se agradece como discurso sincero y sin paliativos: es evidente que las luchas en solitario no pueden derrotar a un Estado de largos afluentes. No obstante, también es una opinión cobarde y contradictoria con los mismos hechos que narra. Aquella colmena de cámaras implacables –imagen máxima de la alienación tecnológica– explota literalmente durante el prólogo. Una bomba ha pasado inadvertida para sus sensores: hay algo que no han podido ver. Un peligro, escondido entre la multitud, ha encontrado su punto ciego, así que las cámaras también son vulnerables e imperfectas. De hecho, el MI5 de la película trabaja para ocultar esos errores que hacen peligrar su estructura de poder. Y a más tensión más errores que se suceden: fracasan al eliminar a Claudia en su propia casa, fracasan al detener al hijo adolescente de Erdogan, fracasan al ocultar a un topo en el bando contrario o al conducir por su conveniencia una declaración judicial. La supuesta opacidad del sistema no es tal en Circuito cerrado. Solo así entendemos que una periodista con poca experiencia revele toda la trama en la primera parte, aunque luego se anuncie asesinada –con muy poca convicción– mediante un frío titular de periódico.
Esta contradicción entre un poder gubernamental totalitario y sus continuas imperfecciones limita el desarrollo del drama, llevándolo hacia un frustrante bloqueo creativo. En vez de ampliar la conspiración, Claudia y Martin optan por aislarla y por aislarse a sí mismos dentro de su secreto. Una garantía para los buenos thrillers suele ser el talento de sus protagonistas para dominar y reinventar la situación. Y ese talento es responsabilidad del guionista, Steven Knight. Pero, en el curso de Circuito cerrado, pronto vemos que Claudia y Martin cuentan con escaso ingenio para ello, así que la resolución se vuelve menos interesante que el desasosiego inicial del film. Una prueba concluyente es que su gran trama conspiratoria y conspiranoica es resuelta como una historia de amor, con un epílogo de tibio romanticismo, tan decoroso como resignado. Ni siquiera en esto nos aguarda un movimiento insólito. La ironía intermitente del guion nunca pretende competir con la de su primera y mejor referencia: El escritor (The Ghost Writer, 2010) de Roman Polanski. Circuito cerrado no quiere, ni puede, llegar tan lejos. Su modestia es también su cortedad. Ni su intriga parece tan asombrosa, ni tiene tanto humor intercalado –aunque sí es bastante divertida–, ni sus giros dan tantas vueltas y a tanta velocidad como en aquel guión de Robert Harris y el propio Polanski.
Para disfrutar de Circuito cerrado, en definitiva, la estrategia ha de ser otra, pues su habilidad reside al nivel del plano o de la escena, en la pulcra caligrafía de las imágenes. Se trata de un thriller reacio a la acumulación, reposado, estricto, responsable. Sorprende en él, sobre todo, la precisión de su puesta en escena durante la primera mitad. Ya hemos comentado el uso de cámaras, rejas, líneas y compartimentos de alienación. Y estos alcanzan su cumbre durante la escena del estadio: cientos de espectadores acceden al interior como una masa informe que va a ser colocada geométricamente sobre las gradas, en forma de rectángulos simétricos en cuyo sistema los hinchas actúan y gritan por imitación: ya no son individuos independientes sino un colectivo dócil y ordenado. Cuando los dos abogados exploran el estadio para encontrarse, cada plano está enmarcado por algún objeto en primer término, como un puesto de vigilancia que les observa en todo momento. Esta sensación de amenaza es mantenida sin altibajos con muy pocos elementos o quizás muy modestos, como esas miradas que hablan más que los diálogos o esas composiciones alteradas por algún extremo. El libro ligeramente adelantado en la estantería. Una mancha en el suelo que ayer no estaba. Un encargado de la limpieza que levanta demasiado la vista. O simplemente su repetición de travellings de acercamiento y cierres progresivos de plano hasta encapsular y asfixiar a los personajes.
Como decíamos más arriba, el caso de Circuito cerrado es un estreno curioso. Por una vez todas las miradas van a posarse en el trabajo de su guionista, el artífice de Locke y futuro responsable del Guerra Mundial Z 2 de J. A. Bayona. Pero quien, a fin de cuentas, aleja este producto del encargo rutinario no es otro que su director, John Crowley, con un ejercicio de exactitud narrativa que ya ha sido recompensado por la industria británica: su próximo film Brooklyn será una adaptación del escritor irlandés Colm Toibin escrita por Nick Hornby. Al menos un par de categorías por encima de este efectivo pero intrascedente thriller.