CODA: Los sonidos del silencio
Make your own kind of music Por Ignacio Pablo Rico
Dos señoras maduras salen charlando animadamente de una sesión vespertina de Coda: Los sonidos del silencio en unos céntricos cines madrileños. Una frase vuela hasta mis oídos desde la madeja de palabras intercambiadas: “Pues a lo mejor tenemos que hablar en otro lenguaje para explicar lo que sentimos, hija”. Como sucede a menudo con el cine de abiertas pretensiones comerciales y populares, ese público ajeno a las tendencias cinéfilas, a las neurosis ideológicas de cierta crítica, o a los baremos que establece el buen esnob, suele comprender mejor propuestas como Coda: Los sonidos del silencio que quienes llevan años confundiendo lo verdaderamente popular con lo trendy —una cifra de escritores y tertulianos que no disminuye, sino que se acrecienta año tras año—. La película que dirige y escribe Siân Hader —reelaboración con numerosas libertades argumentales y dramáticas de La familia Bélier (La familie Bélier, Eric Lartigau, 2014)— arrasó en el Festival de Sundance de 2021, convirtiéndose en un hito histórico al llevarse los premios de dirección, público y el Gran Premio del Jurado. Pese a que ni siquiera los acérrimos niegan que el certamen se halle, desde hace décadas, en un acusado declive, el hecho de que se haya reconocido al remake de una feel good movie, obra más bien melosa, de modos suaves y sin notas turbadoras, ha suscitado no pocos aspavientos airados.
Películas como Coda: Los sonidos del silencio suponen una rareza dentro del panorama audiovisual estadounidense contemporáneo. Hoy en día se hace poco cine artesanal —donde el acabado general de la película se debe, esencialmente, a la labor del realizador y de su equipo técnico— y demasiado cine de producción —en el que los méritos, de haberlos, han de atribuirse a esfuerzos eminentemente industriales—. Por ejemplo, los principios de la puesta en escena y la escenografía han sido reemplazados habitualmente por los decorados y wallpapers, con todo lo que ello supone. Hader, en cambio, demuestra una notable pericia para la construcción de espacios. Apenas unos detalles bastan para apuntalar la acogedora decadencia del hogar de los Rossi, los sueños trastocados por la vida familiar en casa de los Villalobos, o la gélida agresividad del instituto. No solo es una cuestión de carácter, sino que la posición ocupada por los personajes en cada uno de estos lugares, sumada a la planificación y montaje como diferenciadores de sus roles o estados de ánimo, bastan para dejarnos claro que Hader está haciendo, simplemente, cine. Sin un gran virtuosismo, ni florituras, ni brillantez, pero en firme oposición a la guerra declarada que mantiene el cine pensado para plataformas con la profundidad de campo y la planificación expresiva.
Con una destacable capacidad sintética y sin alardes, la secuencia inicial es capaz de concretar, con solo unas pinceladas, una visión de la realidad y del cine mismo en torno a la que orbitará el conjunto del metraje. Un primer plano del mar, acompañado de su característico ruido blanco: el sonido monótono que aúna todas las frecuencias que puede captar nuestro oído con la misma potencia; o sea, el sonido que es todos y ninguno. La cámara se balancea en el agua y un barco emerge al fondo; con él, comienza a abrirse paso una voz. Con la voz, una melodía. Mientras su familia, incapaz de hablar y de escuchar, trabaja en su humilde embarcación pesquera, Ruby canta. La música irrumpe entre los sonidos del día a día familiar: impregnan el aire chirridos, pasos húmedos y pesados, metales que chocan. Ella forma parte de ese lienzo sonoro pero, en algún lugar, acaso en un espacio y un tiempo soñados, emerge una canción que es solo suya, para ella. Entonces, lo diegético se torna extradiegético y la música que acompaña la voz de Ruby desde la radio se impone al resto de sonidos. No se trata de un triunfo de la subjetividad del personaje, sino de una idea de singular belleza que prevalece a lo largo de Coda: Los sonidos del silencio: Ruby, ser fronterizo, extraño, entre dos lenguajes, es ella en sí misma música.
En la escena más significativa, el maestro de canto, Bernardo (Eugenio Derbez), le pregunta a la joven qué representa la música para ella. Incapaz de articularlo en palabras, recurrirá al lenguaje de signos para llegar allá donde las palabras no alcanzan. Tratándose de una forma de expresarse eminentemente física —también por su concreción fonética, en el uso de inspiraciones y expiraciones—, particularmente simbólica, hay una cierta universalidad visceral, pese a la sofisticación de toda fuente idiomática, en lo que intenta decir Ruby. En el lenguaje de signos es el propio cuerpo, especialmente manos y rostro, lo que se convierte en fonemas, morfemas, palabras, ideogramas. Ruby es el eslabón entre sus incomprendidos padres y hermano y el resto de la comunidad, quienes habitualmente los han tratado con desprecio, extrañeza o desconcierto. Asimismo, su cotidianeidad entre el ruido blanco –la solitaria y aislada vida familiar en el mar– y el aprisionador tejido sonoro de la escuela, hacen de ella alguien especial: una persona capaz de comprender el peso físico, tangible, de la voz, y así, de conmover con su melodía interior. De asumir cada nota musical como signo con un peso específico, trascendente, más allá del sentido de cada sustantivo, verbo o adjetivo. Así, en el concierto que ofrece la adolescente al final en el festival escolar, sus padres comprenderán —en una de las pocas escenas “silenciadas” de Coda: Los sonidos del silencio— el alcance de su talento viéndolo reflejado en los rostros emocionados, conmovidos, de quienes ocupan las butacas.
Tememos que lo que no se le disculpa a Coda: Los sonidos del silencio es que sea un filme que aspira modestamente a arropar a la audiencia con una calidez envolvente, a permitirnos imaginar una armonía improbable entre las aspiraciones personales y las exigencias familiares. En definitiva, es una película que impele a soñar que, incluso en las peores circunstancias, quizás todo pueda salir bien; para hacerlo posible, debemos reformar nuestra mirada, como Ruby. No es Coda: Los sonidos del silencio, por tanto, una película conformista: su heroína ha de luchar contra su propia programación y contra las expectativas sociales para llevar a cabo sus deseos íntimos. Sin embargo, no la veremos entretanto devorar pollo frito con la boca empapada de grasa, como a la Mo’Nique de Precious (ídem, Lee Daniels, 2009); ni, cuando lidie con el lado más intransigente de su familia, se paseará por un Sur sórdido, decadente, sucio y sin esperanza, a la manera de Ree Dolly en Winter’s Bone (ídem, Debra Granik, 2010). Coda: Los sonidos del silencio se centra en Ruby, la única persona con la capacidad de escuchar en una familia de pescadores sordomudos, y no convierte su historia en otro espectáculo de la miseria sobre lo mucho que necesita la América obrera de nuestra compasión, de nuestro deber moral de votar bien y twittear aún mejor. El error de Hader, a ojos de muchos, es no sacrificar a los humillados y ofendidos en el altar de la mala conciencia pija. Ruby se atreve a construir un lenguaje propio, distintivo, en tiempos en que la cultura hegemónica clama por un idioma único; dicho de otro modo, unas únicas formas correctas de hacer, de decir y de pensar. Quizás en un futuro recordemos estos años como aquellos en los que incluso una sencilla feel good movie podía convertirse en un objeto cultural subversivo.