Coherence
Cine Cuántico Por Enrique Campos
¿Cuántas ciencia-ficciones hay? En principio, tantas como historias. Tantas como universos. Pero si uno tuviera que simplificar y generalizar, que al fin y al cabo es lo que nos hace humanos, diría que podemos postrarnos ante dos grandes altares. El de la profecía, plagado de estampitas de H.G. Wells, Arthur C. Clarke u Orwell, y el de la entelequia. En el altar de la entelequia hay fotos de OVNIs, unos deuvedés de The Twilight Zone (Rod Serling, creador,1959–1964) , quizá un busto de John Travolta con rastas. Confundido, incapaz de decidir ante cuál de ellos genuflexionar, encontraremos a James Ward Byrkit sosteniendo firmemente el guión de su Coherence. Ward Byrkit, un hombre curtido en los storyboards de Piratas del Caribe –no son malas credenciales-, lanza un órdago a la suspensión de credulidad en su primer largometraje. Si bien intenta cimentar Coherence en un asunto tan sesudo como la mecánica cuántica –ahí es nada-, después de media hora de proyección se comprende mejor a Carl Sagan cuando decía que para llegar siquiera a adentrarse en según qué teorías era necesario un posgrado en Harvard. Es la palabra de un especialista en divulgar los misterios del Cosmos, de manera que hasta un chimpancé medianamente adiestrado coja el hilo de todo esto, frente a la voluntad de un director cargado de ilusión y buenas intenciones. Gana Sagan. Lo cuántico se le va de las manos a Byrkit hasta el punto de que el título de su obra termina por resultar paradójico, cuando no irónico.
Regla de oro de la buena ciencia-ficción: por tu bien, ahórrate las explicaciones. El público no quiere saber qué es el monolito negro. No quiere saber lo que el escritor cree que es, en todo caso. El monolito de Byrkit es una alteración en el espacio/tiempo provocada por un cometa –oiga, podría pasar- y que repliega los infinitos universos sobre sí mismos. ¿Consecuencia? De repente hay millones de yoes y de tues y de ellos ahí afuera tratando de comunicarse los unos con los otros. Algo así Robert Zemeckis lo habría achacado al fluzo. ¡Es culpa del fluzo! Y punto. Byrkit pone a sus actores a leer en voz alta pornografía para físicos teóricos. Adiós al clímax (salvo que seas físico teórico).
Antes de ese vano intento por darle un sentido a lo que está sucediendo, Coherence exuda intriga.
A la atmósfera de confusión colabora para bien lo nimio del presupuesto, que obliga a Byrkit a una puesta en escena casi teatral, de apenas un escenario y, por supuesto, sin artefactos llegados de otros mundos ni FX que valgan. Si uno sabe jugar sus cartas, la aparición de una caja con una paleta de ping pong y seis fotos puede golpear más duro en la espina dorsal que la cualquier alien escupiendo ácido. Es lo que pone en valor a Coherence; la histeria colectiva de un grupo de personas que hasta hace cinco minutos cenaban tranquilamente y departían sobre lo humano y lo divino, sobre sus éxitos y sus fracasos, que tuercen el gesto por esa ex-novia que se ha presentado de improviso. Aletea alrededor de ese chalet de suburbio El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), que tampoco hacía acto de presencia pero dinamitaba la calma igualmente. A diferencia de la fábula de Buñuel, en la cinta de Byrkit sí hay motivo aparente para que sus personajes pierdan el oremus. De continuar por esa senda, la del keep it simple, Byrkit hubiera salido por la puerta grande, con merecidas comparaciones al Lynch que no se enreda en laberintos oníricos, y la elucubración sobre las variables futuras que implican la toma o no de decisiones insignificantes sería su monolito.
¿Si no reciclo esta botella de plástico nacerá un futuro Hitler? Sobre eso deberíamos meditar al final de Coherence, pero nos hallamos frustrados por ignorantes, por no estar a la altura de Stephen Hawking. Esto último, sin embargo, es conveniente solventarlo en un aula magna, no en la sala de cine.