Cold War
Music makes the people come together (and apart) Por Martín Cuesta
Resulta difícil no comparar la nueva película del director polaco Pawel Pawlikowski con su antecedente más cercano en el tiempo, aquella multipremiada recreación histórica que era Ida (2013). Ya desde las primeras imágenes que recibimos, con esos planos en blanco y negro en los que el encuadre se llenaba de aire por encima de las cabezas de los protagonistas, con su formato 4:3, con la representación, en suma, de esa Polonia comunista preñada de grises exterior e interiormente. Pero no queremos incidir aquí, por resultar el tema demasiado obvio, en las conexiones formales y pictóricas entre ambos largometrajes, sí tal vez abrir un debate sobre el discurso político que se puede extraer de la saga pawlikoskiana, un mensaje subrepticio que podría quedar oculto por la desarmante capacidad del polaco para construir encuadres con cierta significación artística, incluso con su acierto a la hora de pulsar las cuerdas adecuadas para crear emoción en el espectador, al menos en este espectador.
Cold War, que así se llama la película que abría esta jornada del Festival de Cannes 2018, nos lleva a la Polonia de 1949, ese país con las heridas de la II Guerra Mundial aún abiertas, donde la herencia del brutal gobierno (?) nazi aún se percibe como presente. En este lúgubre ambiente, las nuevas autoridades comunistas formarán un grupo coral que, a través del folklore local, intentará llevar algo de ánimo y color a las almas de los deprimidos ciudadanos camaradas polacos primero y del bloque oriental después. Bueno, seamos sinceros, también transmitir algún mensaje de alabanza sobre el glorioso Camarada Stalin y su decisiva participación en la Gran Guerra Patriótica. Como suele pasar, entre dos de los personajes que forman parte de dicho grupo surgirá una historia de amor, un romance que llevará a dichos protagonistas a dejar atrás el paraíso de los trabajadores y su opresor paternalismo en busca de la capitalista libertad de Occidente, de la libérrima música de jazz como sustituta de la muy socialista polifonía grupal.
El conflicto, esa guerra fría a la que se refiere el título del filme, se encarna aquí por tanto musicalmente, metafóricamente, en la pugna entre ese folklore teledirigido, refractario a la improvisación y un jazz en el que precisamente la improvisación es la piedra de clave sobre la que se eleva el edificio. Socialismo vs. capitalismo, iniciativa estatal vs. iniciativa individual, dos modelos incompatibles entre sí y, en medio, una pareja hija de su época y de sus inconsistencias y contradicciones, incapaz de encontrar su lugar en ninguno de los dos modelos enfrentados mortalmente. Cold War puede ser vista así, no sólo como una historia de amor (entre dos individuos) bigger than life, sino también como un documento sobre la imposibilidad del triunfo del amor (como concepto) en unos tiempos en los que la división de la sociedad es un hecho capital, determinante. Un amor imposible de encontrar en los fríos teatros de Polonia, en los animados clubes de París, o en los bosques de Tasmania, si fuera menester.
Este discurso ambivalente, no partidista, salva al filme de Pawlikowski de caer totalmente en un conservadurismo cultural que siempre ronda, como un fantasma, por el filo de sus imágenes. Esa filia por lo tradicional que llevaba a Ida a abrazar la seguridad y los hábitos del convento y que transcribe aquí la música campesina, la que se canta con la primera luz del alba en los campos de trigo como el único elemento puro frente a la utilización partidista de la armonía. La Arcadia nunca fue tan inocente como la retrata nuestro hombre, pero eso, claro, es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.