Contra la autenticidad
IFFR 2022. Tercera Parte Por Javier Acevedo Nieto
Hay un derecho a decir banalidades: suspender la conciencia mágica del pensamiento en pequeñas trivialidades que aspiren a resumir la esencia de una idea. Banalidades verbalizadas en un lenguaje que muchas se rompe en adverbios excesivos, innecesarios o, simplemente, simples. Hace unos días volví a leer sobre R Murray Schafer y sus postulados acerca de la ecología acústica y paisaje sonoro. El desarrollo urbano ha alterado el mapa de sonidos diarios a los que estamos expuestos y la estructura acústica de cuanto nos rodea puede intuirse en su complejidad y mutabilidad. Una bocina lejana, los cables de tensión crepitando, el crujido del techo dilatándose un día de verano; en definitiva, un derecho también a escuchar banalidades y suspender la conciencia mágica del pensamiento en una intuición con su propio lenguaje. Como bien apuntaba Makimono en su tweet —que me hizo volver a curiosear sobre Schafer—, en un podcast se hablaba del sonido asíncrono como el proceso de escuchar una fuente sonora propia —una canción en los cascos— mientras se deambula por la ciudad. Una suerte de traición al paisaje sonoro y sus sutilidades, pero que, al mismo tiempo, ilustra la necesidad de desparramar nuestros sentimientos y ocupar los espacios so pena de ser irrelevantes.
¿Hay un derecho a mirar banalidades? Quién lo sabe y qué importa: está ahí. Del mismo modo que el paisaje acústico parece recordarnos que todo está ahí incluso cuando no podemos saber quiénes somos, también hay un paisaje visual que nos recuerda la existencia de imágenes cuando todas nuestras imágenes se repiten en un bucle romántico y venenoso. Una película como Malintzin 17 (2022) es simple recordatorio del paisaje visual que rodea la percepción cansada, mutable y zaherida de, reconozcámoslo, seres que estamos tan agotados que no sabemos muy bien ni quiénes somos. Eugenio Polgovsky y Mara Polgovsky, un padre y una hija, recomponen el paisaje visual desde su balcón durante ocho días y, serenamente, todo está ahí, todo es como tiene que es: nos prestan su mirada. Si algo mínimamente positivo ha tenido la pandemia en la creación de imágenes es que las personas que las crean parecen haberse olvidado de los constructos de realidad y ficción para recordar que vivir, ver y expresarse son tres gestos de pura intuición y genuina sencillez: vivimos y vemos, nos expresamos porque vemos y vivimos. Esta película se ve y se escucha de manera genuina e intuitiva. En el fondo, podría estar en cualquier otro festival o espacio o no estar ya que como pieza de cine observacional se conforma con pasearse por la ecología de imágenes. Pero está, y es algo: una paloma posada en el tendido eléctrico y una niña cuya mirada asíncrona da color, ternura y cariñosos mitos susurrados al día a día.
¿Importa si es una buena película? No me importa lo más mínimo. Tampoco tengo necesidad alguna de hablar de si la visión de los Polgovsky es auténtica, original, personal o diferente. Cuando tengo que explicar la diferencia en español entre ser y estar siempre debo acudir a la ramplona explicación de que ser describe estados casi permanentes y estar describe estados temporales. Siempre recuerdo, con cierto candor, cuando alguien me dijo que estar enamorada no era un estado temporal, sino permanente. Yo soy enamorada, decía siempre. Y nunca sabré si suspendió el examen de español, pero el ser enamorado como estado permanente parece la peor de las mejores enfermedades. Así, esta es una película que es enamorada de su momento; es decir, está en su presente, el de un padre que cede a la mirada de su hija, y es su presente, el de un padre y una hija construyendo su paisaje visual. Cuando algo es y está al mismo tiempo el español parece un lenguaje capaz de escribir los latidos del corazón. Cuando una imagen es y está al mismo tiempo —y ustedes sabrán reconocerlo, seguro—, el cine parece un lenguaje capaz de mirar muy dentro de nosotros.
Malintzin 17 tiene su visión. Decía el historiador, filósofo y muchas cosas más llamado Mircea Eliade que la autenticidad era un aspecto oscuro del idealismo. Una degradación de la conciencia mágica que impulsa al hombre a pensar que puede ser y hacer cualquier cosa. «La autenticidad se conforma con mucho menos: uno no puede ser cualquier cosa, no puede hacer cualquier cosa. No puedes ser, por ejemplo, un genio o un creador de mundos, o Dios mismo (tal como afirma la magia).» Ser uno mismo es habitar un mundo pequeño que se construye a partir de las ideas que se van formando. No sé qué pensarán ustedes, pero no quiero ser auténtico ni pensar que hay un cine documental auténtico o una imagen auténtica. Porque no sé muy bien quién soy ahora y porque cada vez tengo menos imágenes propias y las palabras para describirlas se agotan: es una contrarreloj contra la destrucción del mundo que creé que no sé si quiero ganar. Querría ser cualquier cosa e imaginar un mundo mucho más grande del que puedo ver ahora. A veces, con pequeñas películas así mi mirada se torna asíncrona e hilvano mis imágenes en el paisaje visual del film. Dura unos pocos segundos, un pequeño truco de magia que anula mi conciencia. ¿Saben? Es profundamente frustrante escribir sobre imágenes cuando el lenguaje no alcanza. Es un poco como estar en el balcón de la propia casa en un día de perfecta y espesa niebla. La mirada es diáfana: podrías describir cómo es el árbol de enfrente, las manchas de la calzada, el ruido del coche. Sin embargo, la imagen es neblinosa: no puedes ver nada y, de repente, el hogar es un pequeño mundo extraño que te envuelve al final del pasillo de tus ojos. A veces, este tipo de película que observan, que usan el montaje exacto y el gesto del zoom medido se sienten un poco como luz que nace en la niebla. No es nada especial, dura unos instantes como digo, pero es una tregua.