Contra la pureza
IFFR 2022. Quinta parte Por Javier Acevedo Nieto
El otro día no pude ver el Benidorm Fest que elegía a la canción que representará a España en el certamen musical de Eurovisión. De haber tenido tiempo, probablemente tampoco lo habría visto. No por impostura o gesto de falsa superioridad moral, pero si algo he aprendido conforme me aproximo a la treintena es que el tiempo es demasiado valioso para gastarlo en ciertos tribalismos sociales. En efecto, hablar de tribalismo social es una forma de expresar que soy una persona aburrida. No pude evitar —y esto sí me hubiera gustado pasarlo por alto— las muchas reacciones airadas en Twitter ante la polémica del mecanismo de selección final de la ganadora. No voy a regodearme en ellas porque cada persona tiene su área de indignación. Ya se sabe, las contemporáneas guerras culturales no se basan en una legitimación de la posición propia, sino en una deslegitimación de la posición ajena. Quizá por eso la sociedad contemporánea y sus manifestaciones culturales se construyen desde lo especular: el complejo Xerox atrapado en la época de la resolución automatizada.
De entre todas las reacciones, ha habido una que ha activado mi resorte de filólogo frustrado. Tanxugueiras ofreció una propuesta que, según las personas que saben más de esto que yo, reivindicaba el patrimonio lingüístico gallego y la necesidad de ahondar en la riqueza lingüística de la península. No es este el objeto de mi animadversión, es perfectamente legítima esa reivindicación; otra cosa es que cada vez que se hable de esos territorios de peculiaridad cultural —nacionalidades históricas, lo que estimen oportuno, no quiero ofender— se haga en contraposición a una supuesta cultura mesetaria y castellana de perfecta homogeneidad castiza: la lengua castellana, por supuesto, es el instrumento al que oponerse. Tampoco voy a desarrollar una crítica de esta actitud de pensamiento mágico y provinciano que Clarín ya se encargó de ventilar con bastante más elegancia. Supongo está bien pensar que la mal llamada cultura castellana es monolítica. El resorte saltó cuando, para defender el trabajo de creación del grupo gallego, se atacó la letra de la canción ganadora por su mezcla de registros lingüísticos del español y el inglés —que algunos ignorantes llamaron spanglish—.
No voy a defender a Chanel, la intérprete ganadora, y, sin ser periodista cultural —*toca madera*—, sé que su producto final es resultado de un complejo algoritmo industrial estudiado al detalle. Sin embargo, aislándonos del contexto y yendo al análisis de la letra encontramos la convivencia de dos idiomas. Claro, una paradoja emerge para los defensores de las políticas lingüísticas —un vocablo de origen político, tan asqueroso como cabría esperar—: ¿podemos defender la “pureza” de la letra en gallego frente a ese vericueto “ininteligible”, “cateto”, “retorcido” —todo lo leí en Twitter— de la letra en español e inglés? La respuesta para muchos babelianos que babean neuronas es que sí. Aquí es cuando uno se da cuenta de que nuestra sociedad ha vuelto a confundir una posición minoritaria con una posición legitimada. No, no hay lenguas puras y, si retorciéramos su argumento, nos toparíamos con que el español, si quisiera mantener su pureza, debería aislarse al cambio del lenguaje inclusivo. Menos mal que ninguno de esos próceres de las nacionalidades históricas o aliados de la burguesía catalana de Moritz ocupa cargos en las respectivas Academias de la Lengua.
La mezcla de español e inglés no llega a ser un pidgin. Un pidgin es una lengua simplificada a partir de retazos de otras lenguas en zonas donde la comunicación en un único idioma no es posible, como podía ser un puerto o barrios marginados. Esa mezcla sí puede ser analizada como variedad diastrática, es decir, como sociolecto —el habla de grupos sociales muy adscritos a la migración latinoamericana—, como un dialecto emergido por el contacto o un pequeño argot fruto de la variedad diafásica en la que hablantes deciden modular su lenguaje por encontrarse en un contexto concreto. En cualquier caso, simplificar la riqueza del contacto entre lenguas es una muestra más de que el espíritu de la escalera, que dicen los franceses, es muy difícil de ejercer cuando cualquiera siente la necesidad de rebuznar antes de pensar si era algo ingenioso lo que tenía que decir.
También me ha llevado a pensar en que las imágenes viven en una zona liminal y, más aún en el cine contemporáneo, construyen auténticos pidgins a partir del contacto de códigos que, aparentemente, no facilitarían una comunicación visual muy efectiva. Tal es el caso del cine etnográfico contemporáneo por el que se entremezclan códigos diversos como el poético, el experiencial, el propiamente etnográfico o incluso el fantástico. Como consecuencia, el buen cine etnográfico es un pidgin creado a partir de códigos muy diversos. Es inestable y nunca forma un género criollo capaz de constituirse como género nuevo o renovado; sin embargo, en su inestabilidad y marginalidad se esconde la riqueza de expresiones tan volátiles como llamativas. La obra de Trinh T. Minh-Ha es una muestra de cine etnográfico desmontado de coordenadas científicas, observacionales, realistas y eurocéntricas. Como muy bien apunta Natalia Moller en su maravilloso estudio, es un cine que gira hacia lo poético y actúa como práctica crítica y deconstructiva del cine etnográfico para realzar el objeto de estudio. Apunta Moller que «un nuevo lenguaje subversivo, entonces, no reside en la renuncia de la intencionalidad y de la intromisión, para dar a conocer un referente “social” (…) Un nuevo lenguaje subversivo consiste en revelar la inestabilidad de los discursos.»
Si me han seguido hasta este punto, gesta digna de ser cantada, sabrán que no hay mucho más que decir sobre lo que hace la directora Paz Encina en Eami (2022). Una película etnográfica que, con sus larguísimas tomas largas languideciendo en naturalezas en descomposición y deforestación, muestra el proceso de eterno retorno mágico y telúrico del pueblo ayoreo-totobiegosode. Hay un poco de poesía en la forma de adherirse a la nuca de los habitantes y susurrar, entre plano detalle y primer plano, que el objeto de estudio es el que insufla comunicación a las imágenes, y no al revés. Entre la delicada observación etnográfica y los incisos autorales a la hora de hilvanar un relato mínimo que sustente la escritura en vivo de un mito sobre la desaparición de un pueblo se crea, pausada y discretamente, un pidgin. Pequeño lenguaje surgido del choque de lo representado y la representación que, incapaz de salvar la diferencia entre existencia antropológica y enunciado etnográfico, decide tomar un poco de ambos para mostrarnos una comunicación que es poesía, documental, ficción, magia y pragmatismo.
Decir más sería traicionar el pidgin de Eami. Cine que se mueve entre variedades lingüísticas y que nos obliga a cambiar nuestro sociolecto occidental hasta que las imágenes se vacían de pureza para llenarse de una contundente apariencia real de las cosas. Película curiosa en la que lo primitivo y lo humano conviven en un delicado lenguaje que encuentra palabras sin buscarlas.