Contra un cine internacional

IFFR 2022. Segunda Parte Por Javier Acevedo Nieto

Pongamos que hablo de cines nacionales. Un sudor frío recorrerá la nuca de cierto sector crítico que busca la construcción de un canon internacional en el que las únicas fronteras que existen son las que separan a la audiencia real del grupúsculo de personas críticas que se esmeran por salvar el cine. La sospecha invadirá a otro sector crítico que dejó atrás aquellas mutaciones en base a las cuales unos pocos críticos y críticas pudieron dialogar entre ellos sin recurrir al quid pro quo o, en lengua romance, tráfico de influencias. La indiferencia adormecerá a otro sector crítico más preocupado por colonizar esos pocos puestos de relevancia mediática en su afán de cambiar todo, para que todo siga igual.

Hablamos de cines nacionales ya que, lejos de juicios de valor, son numerosos los estudios que han dado indicios de la existencia de determinadas prevalencias narrativas y estéticas, es decir, de concretas especificidades en cinematografías de países con un patrimonio cultural dado. Donald Richie estudió algunas de estas tradiciones narrativas que, con mayor o menor fortuna, desarrollaron sus propia codificación visual y artística del cine frente a modelos hegemónicos. También Alberto Elena en su canónico estudio sobre los cines periféricos llamó la atención sobre la necesidad de ir más allá de la curiosidad histórica: hay una pluralidad de modos de representación contrahegemónicos. Más de veinte años después de la publicación de su obra —lo hizo en plena efervescencia del renovado canon “orientalizado” a marchas forzadas—, ciertos sectores creen descubrir el Mediterráneo cada vez que reivindican la idea de que “otro cine es posible”. Obviamente, entre el conservadurismo de ese canon tolerante y “abierto” y la reforma basada no tanto en la codificación estética, ética y cultual como en la forma social hay espacio para intentar preguntarse si, pese a que el canon cinematográfico y las cinematografías nacionales son debidamente renegociados, la constante evocación de la tradición como lastre o como sanctasanctórum —en función de a quién se pregunte— es el mayor obstáculo para intentar determinar si es posible hallar modos de representación contrahegemónicos en este 2022.

La respuesta quizá este en festivales como este de Róterdam. El otro día denunciaba el cine coetáneo y cargaba tintas contra la institución y las personas interesadas. Quizá porque nunca la persona crítica había gozado de una condición autoral que logra que se le lea no tanto por lo que escribe, sino por quién es. Es tiempo de branding e identidad personal y, ya si eso, las películas encajarán en la marca crítica correspondiente —la moda cambia año tras año, estén atentos—. Eso en lo que concierne a las personas interesadas. Refiriéndome a la institución, su supervivencia pasa por ser otra marca con sus franquiciados y franquiciadas acríticos defendiendo el reducto de la sala por un puñado de tote bags. Entre medias, disculpen la generalización, hay una cadena media de producción de pensamiento y renovación cinematográfica —la banalidad del talento, sic. — encargada de que ustedes, la audiencia, y algunas personas críticas buenas puedan estimular la mirada. Hablo de personas que restauran patrimonio fílmico, determinados programadores que reescriben cinematografías nacionales desde el archivo y el grueso de seres historiadores que entienden que son agentes secundarios. Volviendo a Róterdam, es uno de esos festivales donde verán a pocas personas críticas de marca dando la matraca —para eso ya está Berlín, Currywurst y Lager mientras nos venden las tendencias del año— y que, más en este año donde su programación es un ejercicio de equilibrios, se esmera por rastrear cinematografías nacionales.

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La especificidad de estas cinematografías y la reformulación contrahegemónica de códigos narrativos viralizados es la labor de este tipo de festival. Así llego a la película a la que dedico unas pocas palabras. The Dream and the Radio (Le rêve et la radio, Ana Tapia Rousiouk y Renaud Després-Larose, 2022) es una pequeña película canadiense. La compasión es un valor cristiano, mesetario y, para muchos, rancio, luego tengo que aplicarla. Film autofinanciado, rodado durante tres años y tan melifluo que su distribuidora lo define como “una revolución poética a través de los medios del cine”. Me compadezco y entiendo la dificultad de sacarlo adelante. El Festival lo programa tras su paso a la modalidad online e intentando ofrecer nuevas visiones en un panorama festivalero marcado por la dura pugna de saber quién programa la última película de Hong Sang-soo. Me compadezco y entiendo la dificultad de sacarlo adelante. Hasta ahí mi compasión y contextualización. Regreso a la especificidad supuesta de las cinematografías nacionales con el fin de puntualizar hasta qué punto el cine canadiense está atravesado por una veta camp. La ironía, la sensibilidad estética artificial y la persistencia meta, ingeniosa y absurda en su revisión de modelos artísticos populares surcan, en mayor o menor medida, la obra de algunos cineastas clave. Es un camp elevado, pues su forma de recodificar y reciclar géneros, códigos y estéticas se basa en una apropiación intelectualizada y consciente. Guy Maddin es la referencia inmediata en esta cuestión. Una filmografía atravesada por una veta camp que ha elevado la revisión camp del expresionismo, el weird y lo gótico hasta construir una codificación actualizada e independiente. En menor medida, preferencias aparte, Xavier Dolan también ha sabido deshidratar ciertas formas de la Nouvelle Vague para insuflar una mitología emocional propia.

The Dream and The Radio podría ser un nuevo caso. Una antitrama mueve la libre especulación entre herencias narrativas y códigos visuales —del romanticismo de Epstein al constructivismo soviético, sin obviar las menciones al posromanticismo de Carax o el experimental del New American Cinema—. Una trabajadora de radio que emite consignas políticas, una aspirante a Rimbaud con la que comparte piso, Beatrice, persona sin hogar y Raoul Debord, revolucionario que cita a Debord en Facebook. Hay intelectualismo en este ejercicio meta que mira hacia tantos lados que, finalmente, nadie sabe si esto es camp, ironía, poshumor o prolongación de un cine canadiense cuya especificidad radica en ser ese vecino raro e incómodo.

Las virtudes que quedan en que su forma de tomarse tan en serio lo que parece un ejercicio irónico sobre el uso del monólogo, el romanticismo y las digresiones vanguardistas de la Nouvelle Vague son pocas; sin embargo, resultan valiosas. Es una película de un anarquismo sentimental y expresivo encomiable y, además, es tan extemporánea que resulta más desconcertante que la boutade aleatoria envuelta en galardones varios de cualquier año reciente. Hilvana registros, códigos y revisiones propias de una cinematografía canadiense centrada en releer lo hegemónico desde su propia codificación cultural. Es un proceso de curiosa ingeniería inversa que suele ofrecer obras que, al invertir la valencia expresiva de géneros netamente arraigados —el noir, el western o el drama—, logra mostrar nuevos resquicios en lo que parecían indisolubles modelos de expresión artística. El problema de la película es que ningún momento se cree algo de esto. Por eso, The Dream and The Radio es ridícula porque abraza lo ridículo, pero no sabe muy bien por qué. También es un pastiche, pero no es camp. Por otra parte, recodifica aquellas herencias de las que está enamorada, pero sin actualizar nada de interés. Un intento desnortado que intenta construir imágenes nómadas sin una genealogía clara, solo para terminar dejándolas huérfanas de cualquier significación propia. Con todo, hay una extraña persistencia en ella, un empeño en ser sin llegar a ser que, probablemente, me haga cobijar en su descaro todos los complejos que mi mirada alberga.

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