Convicto
No hay ningún Paul Newman en la cárcel Por Enrique Campos
A los humanos se nos da bien deshumanizar los actos, las conductas, que nos abominan. Nos gusta trazar una línea gruesa entre lo que es propio de animales, o de monstruos, y la recta racionalidad del homo sapiens. Nos hace sentir mejor. Sobre todo, nos hace sentir que “eso” no somos nosotros ni lo seremos. Y a grandes rasgos, por ahí discurre Convicto, cine carcelario de primer nivel, tan comprometido con el verismo y el devenir de su personaje principal que para algunos estómagos puede resultar del todo insoportable. Es la cárcel. No es bonita, no es agradable. Según la historia de Jonathan Asser, inspirada en sus propias vivencias como psicólogo penitenciario, ni siquiera es lugar para los humanos. No esta cárcel.
Eric Love (Jack O’Connell) está haciendo carrera en la vida. En hogares de acogida a partir de los cinco años y encerrado con los delincuentes “senior” (entre ellos su propio padre) cuando aún está en edad de compartir revistas guarras en el centro de menores. A ello alude el título original: Starred Up. En el lenguaje de las rejas y los barrotes, al joven Love lo han promocionado. No sin motivo. Parece un perro rabioso envenenado de odio que no entiende más idioma que la violencia. La violencia brutal, exacerbada; la de tres pisotones en la cara cuando el contrincante yace en un charco de sangre y hace rato que sonó la campana. Pero no, Love Jr. no es ningún perro. Ese es el cliché. Le han convertido en algo peor: un perro asustado que no se fía ni de su sombra.
Convicto (Starred Up) avanza en dos direcciones. Hay que entender de dónde viene la paroxística agresividad de Eric y más adelante empezar a preguntarse si hay redención posible, si es posible la tan cacareada reinserción. No llegamos a saber si es capaz de comerse cincuenta huevos duros pero queda claro que puede arrancar testículos a bocados (sic) si es la boca la única porción de su cuerpo que los carceleros no logran inmovilizar. Porque Jack es mucho más “indomable” que Paul Newman. Nada que ver. Eric no cae bien, no cuenta chistes, no tiene los ojos azules. Ese es otro cine carcelario, el del romanticismo y los antihéroes; el equivalente a las nostalgias de compadreo de nuestros padres en la mili. David Mackenzie quizá le rinda pleitesía al apolíneo Luke en la intimidad, como todos, pero, tras la cámara, su mirada nos refiere a Escoria (Scum, Alan Clarke, 1979), a Estómago (Estômago, Marcos Jorge, 2007), incluso a las incursiones en Alcalá Meco de nuestro Eloy de la Iglesia. Es lo más cerca que estaremos de oler, saborear, sufrir la cárcel sin pasar por la consigna donde te despojan de la ropa y de todo lo demás.
El nervio y la desnudez fibrosa de Jack O’Connnell marcan la pauta formal de la cinta de Mackenzie. Las respuestas las dos cuestiones que la hacen girar, pasado y futuro del reo, llegan con el impacto sordo de las refriegas de los reclusos. Eric Love no es ningún animal, desde luego no es un monstruo, y queda descartado el comodín de la psicopatía. Es un niño que creció en la jungla, donde siempre es de noche, donde sólo hay enemigos. Lo que fue, o lo que le hicieron ser, le ha convertido en lo que es. No está en la cárcel para cambiar. De nuevo, no en esta cárcel. La reinserción es un unicornio, la burocracia acosa y derriba a las únicas muestras de humanidad presentes; la impotente labor de un trabajador social que la mayor parte del tiempo ejerce de árbitro de boxeo. La cárcel, según Mackenzie, es una perrera que nos ayudará a no abrirnos la camisa de puro orgullo primermundista la próxima vez que un reportero de Antena 3 unte a un par de alcaides filipinos para mostrarnos las miserias de esos incivilizados. Convicto está sucediendo ahora, mientras ustedes leen esto. En el Reino Unido de la Gran Bretaña. Abróchense la camisa.