Corn Island
El tiempo de la utopía Por Manu Argüelles
En El viento de la noche (Le Vent de la nuit, Philippe Garrel, 1999) el personaje adulto interpretado por Daniel Durval le comenta al joven (Xavier Beauvois) que para él lo sagrado es aquello que se salva cuando ya no queda nada. Y quizás Corn Island apunte en esa dirección cuando dibuja cierta cartografía de la utopía a través de la historia de un anciano y su nieta en una remota isla, tierra de nadie, en la que ambos se dedican a cultivar maíz con el paso de las estaciones. Cuando parece que hemos llegado al fin de los humanismos idealistas el cine sigue empecinado en renovarlos, en hacernos creer que podemos germinarlos. Para ello, tenemos que empezar de nuevo, desde la ancestral comunión del hombre con la naturaleza. Quizás tampoco sea necesario contar historias y lo que de verdad importe sea ofrecer una experiencia, aquella en la que el hombre habita el mundo. George Ovashvili se toma en serio esa empresa de forma literal cuando detalla de forma minuciosa cómo su personaje llega a una tierra desierta y desde allí, no sólo la hace habitable con la cabaña que se construye sino que la trabaja para que sea una tierra fértil con la que poder abastecerse. La redundancia de planos panorámicos y travellings que enfatizan la isla como un lugar extraño dentro de su propio territorio natural remarcan esta sensación de habitar un espacio más espiritual que material, cosido en las pieles de la fábula como una forma poética de volver a lo fundamental. Este regreso ajustadamente preciosista a lo más básico prescinde del lenguaje oral como herramienta de comunicación principal y se mantiene atento a la expresividad del cuerpo y la mirada, especialmente en lo referido a la nieta y a su florecimiento como mujer. La chica es más un cuerpo en aprendizaje, una mirada penetrante que sondea y que descubre, que empieza a construir los significados del deseo, tanto el suyo propio como el que genera en los demás.
Me recordaba mi compañero Enrique una conexión con aquel Kim Ki-Duk incluso olvidado por él mismo, el del cuento budista de Primavera, verano, otoño, invierno…y primavera (Bom yeoreum gaeul gyeoul geurigo bom, 2003). Y por supuesto la exploración de Ovashvili se fundamenta bajo similares principios (el esteticismo de la naturaleza, el relato de formación ligado a los ciclos de las estaciones, la narración morosa, el retiro del mundo, etc.). Y aunque esas sensaciones se mantienen, especialmente en su primera mitad, también la película viene a encontrarse con la bellísima Dersu Urzala (Akira Kurosawa, 1975), cuando los dos personajes tienen que relacionarse con soldados de diferentes bandos. Con la salvedad de que aquí los extraños en su contacto con el anciano no aprenden la lección de vida que sí daba el cazador de Kurosawa a los soldados rusos, con su aferramiento a la naturaleza y su innata capacidad de supervivencia, algo común en los dos abuelos. Los diferentes militares de Corn Island respetan al agricultor parco en palabras, aunque lo miran con cierta suspicacia, como si fuese un pobre hombre excéntrico. Justamente, aquí Corn Island adolece de cierta flaqueza cuando se ve necesitada de reforzar una narración que en su detallismo a fuego lento y sereno sobre el fluir del tiempo en un lugar fuera de todo ya funcionaba con maestría. Esa necesidad de buscar una fricción cuando salvan a un fugitivo, si bien se incorpora para desarrollar de forma más notoria el contacto de la niña con lo erótico, en su contrapartida resta poder de sugerencia a la película, magníficamente creada gracias a su trabajo sobre la alusión y lo abstracto. Por ejemplo, el bosque del horizonte alcanza su condición esotérica y se le dota de un potente simbolismo, encarnado como el oscuro e inhóspito reflejo de un mundo en guerra, ese que siempre se mantiene en la distancia y que va progresivamente acercándose a ellos, a través de la presencia cada vez más insistente de los militares, primero sólo pasan por allí con sus lanchas o permanecen en la otra orilla, después acabarán visitándolos. Así, Corn Island cuando busca ciertas condiciones arquetípicas de un relato y las explicita suprimiendo el alejamiento que el abuelo ha impuesto, parece sentirse insegura y acaba sacrificando en contra de su voluntad cierta capacidad de fascinación. Como si el creyente al final se derrota y se negase a sí mismo la posibilidad de lo que parecía apuntarse al principio. Es imposible mantenerse al margen de todo. Al final, aunque uno no quiera, acaba impregnado de la violencia de esta sociedad enfrascada en enfrentamientos irracionales.
¿Hubiese sido excesivo cerrarse al juego de lo no dicho pero irradiarlo y seguir gravitando sobre cierta idea de trascendencia a través de un película sobre el exilio del mundo contemporáneo? Nos hubiésemos mantenido en cierto estado de suspensión al aferrarnos en una latitud ajena a las diferencias. Estaríamos hablando de la necesidad de pertenencia, pero sin que ella implique ningún motor de conflicto. Sería entonces el tiempo etéreo de la utopía. Pero Ovashvili prefiere el avance, el devenir de la vida y aquí es donde Corn Island encuentra su propia razón, no tanto como una fisionomía de un anclaje escapista, sino como representación del tiempo de la vivencia, la más pura, la que vuelve a sostenerse bajo los designios de la naturaleza y sus flujos.
Me ha gustado leer lo que yo no podría haber escrito.
Muchas gracias Enrique!!!