Coronel Redl
Creer en el imperio cuando ya nadie lo hace Por Yago Paris
Con Mephisto (1982) se inicia la tercera etapa del cine de István Szabó, en la que sus filmes ofrecen reflexiones en torno a los problemas morales relacionados con la colaboración con el poder. Su cine siempre ha puesto de manifiesto que el poder es un ente oscuro del que se debe desconfiar, como se observa en toda su filmografía previa al filme citado. A partir de 1982 comienza a retratar a personajes que, lejos de desentenderse de asuntos políticos, los abrazan, llevando a cabo una estrecha interacción con el Estado. Sin embargo, aunque se puede encontrar una clara línea continuista en esta etapa, numerosas son las diferencias que separan a Hendrik Höfgen, el protagonista de Mephisto, de Alfred Redl, el personaje central de Coronel Redl (Redl ezredes, 1985), ambos interpretados por Klaus Maria Brandauer. Como se indica en el texto correspondiente al filme, Höfgen es una persona que se mueve por interés, lo que lo lleva a colaborar con altos cargos del régimen nacionalsocialista. Redl, por el contrario, cree firmemente en el poder que defiende —el del Imperio austrohúngaro—, de ahí que sus decisiones estén, en buena medida, fundamentadas en su devoción hacia el emperador. En este sentido, se podría decir que Redl es una persona cuya ética es menos cuestionable, pues cree en aquello en lo que hace, a diferencia de Höfgen, a quien los asuntos políticos le son indiferentes, pues su único interés consiste en obtener el éxito y la fama. Sin embargo, en ambos casos se trata de personas capaces de hacer lo que haga falta por lograr sus objetivos, y puesto que ambos pasan por una colaboración estrecha con el poder, ambos acaban mal parados. De esta forma, Szabó realiza una aproximación a dicha idea desde la perspectiva de la repetición y la variación, ofreciendo situaciones complementarias que establecen un hipertexto; en buena medida, una película no se comprende completamente si no se han visto las demás, algo que se manifiesta con especial vehemencia en el caso de estos dos filmes, producidos de manera sucesiva —una circunstancia que probablemente no haya sido una coincidencia—, que al mismo tiempo muestran situaciones tan similares y tan distintas, para llegar, una vez más, a la conclusión de siempre: da igual de qué manera se haga, estar involucrado con el poder tendrá repercusiones negativas sobre el individuo.
Coronel Redl resulta un nuevo juego entre realidad y ficción. Mientras que el protagonista de Mephisto no había existido, pero estaba notablemente basado en una persona real, en este caso Alfred Redl fue una persona real que, sin embargo, es convertido en personaje de ficción de manera libre. La película abre con unos títulos donde se puede leer lo siguiente: «No contamos la historia del coronel Redl a partir de documentos auténticos. Las acciones de los personajes son desarrolladas de manera libre. Nuestro trabajo se inspira en la obra teatral Un patriota para mí, de John Osborne, y en los sucesos históricos de nuestro siglo». Como comenta John Cunningham en The Cinema of István Szabó: Visions of Europe, a pesar de que la cinta tome como punto de partida la citada obra de teatro —que sí se basa en la historia real de Redl—, solo se utiliza su idea general. 1 El concepto de irrealidad se enfatiza en la secuencia inicial del filme, que en cierta manera recuerda al estilo modernista de las etapas previas del cineasta. El filme comienza con un coronel Redl ya adulto, mirando directamente a cámara, como también lo harán posteriormente otros personajes, sus familiares, ambos retratados en una atmósfera etérea. En este segundo caso se podría interpretar que la cámara ejerce la función de representar la mirada subjetiva de un Redl todavía niño, algo que, de ser así, se rompe posteriormente al mostrar al joven dentro del plano. En cualquier caso, ya sea de manera literal o simbólica, el filme propone el relato de la vida del coronel como si se tratase de una especie de memorias que él mismo estuviera desarrollando, o como si el filme en sí hubiera sido extraído directamente de su recuerdo, lo que refuerza la negativa del proyecto a realizar una aproximación historiográfica al retrato del protagonista. En cualquier caso, esta propuesta estética finaliza a los pocos minutos, instaurándose a partir de entonces el academicismo formal que ya se había descrito en el análisis de Mephisto, y que es la marca de estilo de la tercera etapa de Szabó.
Estas escenas iniciales resultan fundamentales para entender la obsesión del protagonista por el emperador austrohúngaro. En una de ellas se expone que el abuelo del protagonista era amigo del emperador, de ahí que la familia, a pesar de pertenecer a la zona de Rutenia, una de las menos favorecidas por el régimen, y de ser campesina —defender el imperio no les reporta ningún beneficio económico—, tenga una imagen positiva del imperio. En este ambiente crece Redl, lo que provoca que la máxima autoridad adquiera para el niño dimensiones míticas —algo que se refuerza a lo largo del metraje precisamente al nunca mostrarlo en pantalla; solo se hace referencia a este en conversaciones o aparece en cuadros, y no llega a confirmarse si Redl llega a verlo una vez en una zona boscosa, cazando—. Como consecuencia de esta influencia, el pequeño escribe un hermoso poema sobre el líder, causando sensación en su escuela. Entre la influencia de la familia, el contacto de su abuelo con el emperador, y sus esfuerzos por destacar, el joven acaba en una academia militar, algo que debe ser interpretado como un auténtico honor para alguien de su origen y estrato social, así como la única manera de medrar en una sociedad tan jerarquizada, donde los habitantes pertenecientes a la parte húngara del imperio son considerados de segunda clase.2
De esta manera se inicia el ascenso de Redl en la jerarquía militar, lo que lo lleva a moverse con personas de una clase social superior a la suya. Esto provoca un esmerado trabajo de mímesis y ocultación, lo que tendrá repercusiones sobre su identidad. El protagonista se esfuerza por pertenecer al nuevo mundo que se abre ante él, algo de lo que es consciente desde su infancia. Esto se observa con claridad en la secuencia en que visita la casa de campo de la familia Kubinyi. En la academia militar se ha hecho íntimo amigo de Kristoff Kubinyi, un niño de origen húngaro que pertenece a la burguesía. Para poder encajar en el ambiente de su nuevo amigo, el pequeño Redl se inventa una identidad y un pasado nuevos. Cuando están reunidos a la mesa, el niño cuenta que, aunque hoy en día su familia no es rica, en un pasado sí lo fue, pero lo perdió todo, y se hace pasar por un húngaro más, consiguiendo convencer a los familiares de Kristoff al cantar una canción tradicional magiar. Sin embargo, en sus maneras se delata la impostura, como se expone en una escena, donde se muestra incapaz de manejar un surtidor de chocolate caliente —algo que un niño de origen humilde jamás tendría en su hogar—, provocando que se derrame una enorme cantidad de líquido sobre el suelo del salón. La situación se agranda cuando las doncellas de la familia entran a limpiar el desastre, y una de ellas se le queda mirando a Redl, quien está totalmente avergonzado ante lo que ha provocado, estableciéndose un reconocimiento mutuo: por mucho que el joven trate de imitar las formas de la familia, su posición social es la de los criados de la mansión.
Esta ocultación de su identidad no solo hace referencia a su origen cultural y su clase social, sino también a su orientación sexual. Aunque es cierto que, como comenta Cunningham, Szabó nunca se ha sentido especialmente cómodo con una exploración abierta de la sexualidad, sin importar de qué tipo sea, lo que lo lleva a no convertir la homosexualidad de Redl en un aspecto central ni del personaje ni del filme, 3 esta tiene una presencia notablemente superior a lo que se exponía en Mephisto, donde la orientación sexual del protagonista era solo sugerida. En ese sentido, una de las escenas más relevantes, una de las pocas donde el tema se convierte en el elemento regidor de la narración, es aquella donde el grupo de militares, al que tanto Redl como Kubinyi pertenecen, visita un burdel. Mientras el segundo practica sexo con una prostituta, el primero se encuentra en la habitación contigua, desde donde tiene acceso a lo que sucede al otro lado de la pared a través de una puerta entreabierta, y prefiere observar a su amigo que practicar sexo con la prostituta que se encuentra en la cama del protagonista. Ella, quien ya había practicado sexo con su compañero con anterioridad, es preguntada por las capacidades performativas de su Kubinyi. Ambos también comentan su cuerpo, lo que permite descubrir que Redl conoce al detalle la fisonomía de su compañero de filas. Toda la escena transmite la idea de que el protagonista se siente fuertemente atraído por su amigo, y que su amistad significa algo más para él. Redl acaba practicando sexo con la prostituta, pero por la inercia de una sociedad donde uno debe llevar su homosexualidad en estricto secreto, además de por el eterno conflicto interno de quien, temeroso de las consecuencias, por momentos trata de convencerse de que es heterosexual. Esta idea se refuerza mediante la relación que el protagonista establece con Katalin, la hermana de Kristoff. Ambos se conocen desde pequeños, debido a las citadas visitas del protagonista a la casa de su amigo. Desde la infancia, la joven se siente atraída por el amigo de su hermano, y entre ellos se genera un vínculo muy íntimo, uno de los pocos espacios donde Redl puede bajar las defensas comportarse con cierta naturalidad, pero se evidencia que el amor de Katalin no es correspondido por Redl, lo que no obstante no imposibilita sus sucesivos encuentros sexuales. Sin embargo, estos tienen significados distintos para cada uno. Mientras ella está enamorada de él, el protagonista tiene un enorme aprecio por ella, pero el contacto físico que establece con Katalin es la manera de sentirse de alguna manera cerca de Kristoff, como si en cierto sentido viera a su amigo en ella —algo de lo que la mujer es perfectamente consciente—. La forma en que vive su sexualidad es, a la postre, otro ejercicio de mímesis y ocultación por parte del personaje principal del relato.
Por tanto, cuanto más profundiza en este nuevo modo de vida, que se ha iniciado a muy temprana edad, a partir de su ingreso en la academia militar, Redl cada vez se aleja más de su verdadera identidad, hasta el punto de que se avergüenza de sus orígenes, como demuestra la escena en que, ya adulto, rechaza la visita de su hermana al cuartel militar, pues esta situación puede despertar sospechas sobre su verdadera identidad. Su sentimiento de eterna gratitud hacia el emperador, que se le inculcó desde la infancia, lo lleva a una situación donde se ve condenado a vivir una vida que no es la suya, donde siempre debe portar una máscara y fingir una identidad: «Atarse a esta clase significa que siempre tiene que esconder su verdadero yo, sus orígenes humildes, la posibilidad de ser judío y, sobre todo, su homosexualidad». 4 Se trata de una situación de la que trata de escapar, pero el nivel de disonancia cognitiva lo fuerza a enfrentarse de cuando en cuando a ella, como se observa en una escena donde encuentra un informe militar sobre él mismo y, además de reconocer como ciertas muchas de las lapidarias afirmaciones escritas, añade de su propio puño y letra la palabra «insincero» a la lista, en cierta manera autoincriminándose y aumentando las posibilidades de que el informe le acabe pasando factura.
Redl es, por tanto, un personaje dividido entre su afán de lealtad al emperador y la necesidad de vivir otro tipo de vida, más real, más cercana a quién es él realmente. Sin embargo, de manera habitual se impone la idea primigenia, la que se gestó durante su infancia, casi como si fuera una condena —especialmente si tenemos en cuenta el desenlace del filme—, lo que se manifiesta durante su adultez en un tipo de actitud basada en escalar en la jerarquía militar como una manera de estar lo más cerca posible del emperador, para poder darlo todo por el imperio. En este aspecto es donde el personaje se muestra más oscuro, pues, de la misma manera que existe un afán altruista, de creer en algo mucho mayor que él, al mismo tiempo escalar también lo sitúa en una posición que egoístamente le beneficia, pues implica ascender en los estratos sociales y vivir una vida cada vez más acomodada, además del mero hecho de que obtiene cada vez mayor poder, lo que, por momentos, se le sube a la cabeza, como se refleja en su cambio de actitud, algo más soberbia durante la segunda mitad del filme. Sin embargo, como se observará en el desenlace, no caben dudas de su entrega indiscutible al régimen, especialmente si se tiene en cuenta que, a medida que avanza el filme y se encuentra con diferentes situaciones, desde lo más bajo hasta lo más alto de la sociedad, él es el único que cree en este modelo. Esto se observa de manera enfática en la simbólica escena de los antifaces, donde las diferentes personalidades de la cúpula social austrohúngara, reunidas en una fiesta, se permiten el lujo de quitarse las metafóricas máscaras, amparadas en el anonimato que los antifaces proveen, y decir lo que de verdad piensan, sin guardar las apariencias. El protagonista recorre las distintas partes del salón, donde diferentes grupos reflexionan en torno a variados aspectos del imperio, en todos los casos mostrando desinterés e incluso ganas por que el régimen fracase, o, en el caso de que se fomente su pervivencia, se hace por intereses individuales, principalmente económicos. Esta escena supone el principio del fin de la idealización que Redl tiene del imperio, pues comienza a ser consciente de que no hay nadie con un mínimo de poder que esté trabajando por mantenerlo a flote o mejorarlo.
El máximo nivel de toma de consciencia del panorama se produce cuando el protagonista interactúa con el heredero del imperio, el archiduque Francisco Fernando, quien toma decisiones que se basan en su beneficio particular, y no en los intereses del régimen. Cuando la Primera Guerra Mundial está a punto de comenzar, el imperio se está empezando a desmoronar, y el gobierno necesita un cabeza de turco, un traidor al que ajusticiar, para infundir el miedo entre la población y mantener la unidad del territorio. El problema que observa Redl es que no se trata de un traidor real —el archiduque rechaza los informes de varios traidores probados que le ofrece Redl—, sino de un chivo expiatorio, y al protagonista se le encarga encontrar a alguien que encaje en la muy específica descripción que el archiduque le solicita: «este juicio debe mostrar al ejército y los oficiales que el enemigo está en nuestros regimientos, y que eliminaremos a cualquiera que descuide su deber. Al mismo tiempo, debemos mostrar al mundo entero un ejército austrohúngaro unido y fuerte. En eso consiste la política. Por tanto, el acusado no puede ser austriaco, desde luego no un aristócrata austriaco. Esto debilitaría la confianza en el liderazgo. Tampoco puede ser húngaro, puesto que vivimos en una monarquía dual; no queremos irritar al enemigo interno. Tampoco puede ser checo, pues siguen manifestándose. Hay demasiados movimientos independentistas. Lo verían como una provocación. Desde luego, no puede ser un judío, puesto que el caso Dreyfus encolerizó a toda Europa. Desataríamos una tormenta internacional de indignación, y molestaríamos a los importantes contactos del emperador con el banco de Rothschild. Finalmente, no puede ser ni serbio ni croata, pues esa zona es demasiado problemática y de lo contrario tendría que ser abordada». Acto seguido le pregunta al propio Redl si tiene sangre húngara, a lo que contesta que es de origen ucraniano, ante lo que el archiduque responde que eso es precisamente lo que necesitan, y que debe buscar a un doble suyo.
Además de mostrar hasta qué punto la decisión para preservar la estabilidad del imperio no va a ser tomada para ajusticiar a los traidores, el propio archiduque amenaza de manera velada a Redl, pues le transmite la idea de que él mismo podría ser el chivo expiatorio. Sin embargo, al menos en este momento, no lo será, pues es demasiado útil para el régimen. Para entonces, el protagonista se ha convertido en el jefe del grupo de espionaje interno, y posee informes sobre todos los integrantes de la cúpula militar, pero esto, lejos de aliviarlo, confirma sus sospechas: ni siquiera el heredero al trono se preocupa por la integridad de la idea del imperio. A pesar de su malestar, Redl continúa su colaboración con el poder, pues cree que lograr un bien mayor todavía es posible. Cuando su plan fracasa, él pasa a convertirse en el cabeza de turco, y, lejos de huir, cae voluntariamente en la trampa que se le ha tendido —será acusado por homosexual y por haber colaborado con el Imperio ruso—, aun a sabiendas de lo que le espera, precisamente porque, a pesar de todo, sigue creyendo en esa idea que se le inculcó en su infancia. Mediante su máximo sacrificio, su propia vida, Redl trata de mantener en pie un régimen a favor del que nadie más está remando, y que, por tanto, está condenado a destruirse; poco después de su muerte, el archiduque muere en el atentado en Sarajevo que desencadenaría el inicio de la Primera Guerra Mundial. De esta manera, István Szabó acaba ofreciendo una reflexión muy similar a la expuesta en Mephisto, aunque sea por caminos opuestos. Al igual que Höfgen, Redl funciona como un Fausto que pacta con el diablo, en este caso para la obtención de un bien superior, altruista, pero es nuevamente utilizado por el poder como una herramienta de la que se puede deshacer en cuanto deje de ser útil.