Cosmopolis, de David Cronenberg

Por David Amorós

No sabría decirles si en este inicio del 2017 se puede hablar de síntomas claros de cierta recuperación económica. Quizás. Pero en el 2012, cinco años atrás, la esperanza era casi de ciencia ficción y estábamos sumidos en una crisis económica brutal. Una crisis que surgió de repente, que dividió aún más el mundo entre ricos y pobres y que por mucho que nos explicaban, no acabábamos de comprender. Entonces David Cronenberg realizó Cosmopolis, una adaptación de la novela de Don DeLillo del mismo título publicada nueve años atrás, pero que sirvió al director para documentar de forma absolutamente visionaria el momento económico y social que estábamos viviendo.

Cronenberg siempre nos ha hablado de la incomunicación y la deshumanización del hombre. Viene haciéndolo desde sus películas de la «nueva carne» donde la tecnología y la ciencia actuaban directa, física y mentalmente sobre sus personajes, mutándolos, aislándolos, trastornándolos y abocándolos a la más profunda soledad. Las películas adscritas a aquella etiqueta y las cintas de terror que Cronenberg realizó anteriormente, que abarcan desde la década de los 70 hasta la de los 90, eran películas rodadas de forma sucia, que si bien con el tiempo se fueron estilizando estéticamente, siempre tuvieron ese halo de cine underground bien resuelto. Pero con el cambio de década el director canadiense se lanzó a un estilo muchísimo más depurado, más elegante, que pese a usarlo para contar historias de individuos de cierta marginalidad, en ningún caso los llevaba hasta los extremos de sus anteriores obras. Cosmopolis vuelve a aquellos temas de alienación profunda y lo hace con la estética sobria y elegante que el director ha atesorado en los últimos años. Y la enmarca dentro de la locura incompresible de una crisis económica desquiciante.

Cosmopolis Cronenberg

Para sumergirnos en ese universo alienado, Cronenberg llena la película de planos extraños, hipnóticos, sugerentes, con movimientos de cámara lentos, que se mecen, que flotan, que nos abducen a un mundo casi onírico, que parece que se nos escapa, que no controlamos (¿controlamos nuestras vidas?) y compone un microcosmos cargado de personajes que comparten espacios y conversaciones pero que no logran crear ningún lazo afectivo que los una. La primera parte ocurre casi en su totalidad dentro de la limusina del protagonista, en que se suceden las conversaciones densas sobre economía, que seguimos sin entender demasiado, como ocurre en la misma realidad económica que nos avasalla. Lo que no se nos escapa es la revuelta del pueblo hundido en la pobreza y la frustración. Pero los poderosos (personificados en el personaje de Robert Pattinson) son fríos, hieráticos y ajenos a una sociedad que no repercute en casi nada en su condición de vida (la escena de los manifestantes agrediendo estérilmente al coche compone una metáfora que hiela la sangre). Aislados, protegidos, caprichosos, los Pattinson del mundo viven en su burbuja, su limusina. Pero Cosmopolis querrá que finalmente salgan al exterior y se enfrenten al mundo que en parte han provocado.

La parte final está compuesta por una larga escena que protagonizan el mismo Robert Pattinson y Paul Giamatti, el segundo interpretando a uno de los rebeldes perjudicado por esas derivas capitalistas que se han apropiado del mundo. Giamatti basa su vida en la venganza. Y Pattinson es su objetivo. De alguna manera su motivo para vivir. Pero el colmo de su frustración se dará en el momento en que lo tenga a su merced y descubra, atormentado, que matarlo no satisfará su ira. Porque muy en el fondo, el perdedor admiraba al poderoso. Y esperaba encontrar a un ganador al que arrebatarle la vida fuese un castigo modélico. Sin embargo cara a cara se enfrenta a su más insospechada decepción. El poderoso es tan desgraciado como él, un infeliz que ha perdido el rumbo, un esclavo de su propia condición que casi admira la anárquica y desastrosa vida de aquél que ha venido a matarle. Un hombre sin ganas de luchar. Sin objetivos. Ni tan solo el odio del débil, basado en su inconfesable admiración, tiene su razón de ser. Solo existe la mutua dependencia de los dos extremos. Y la sinrazón de que cada uno siga cumpliendo, casi por inercia, el papel que la sociedad le ha deparado. Y al tiempo la infelicidad congénita del ser humano, esté del lado que esté. Así que Cronenberg, en su línea pesimista habitual, nos enfrenta a una realidad muy densa, de verborrea barroca, pero que funciona como radiografía de la sociedad actual y a una conclusión: no tenemos salvación. Ni unos ni otros. Porque nos hemos equivocado en el modelo, que solo produce frustración, deshumanización. Y la crisis es el problema hoy. Mañana será otra cosa. Como otra cosa fue ayer. El problema somos nosotros.

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