Cosmopolis

Entre Pollock y Rothko Por Alejandro Sánchez

Tras haber cosechado el éxito con violentos thrillers como Una historia de violencia (A history of violence, 2005), con Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011) David Cronenberg rompía, al menos aparentemente, con aquel cine oscuro plagado de biología, malformaciones y enfermedades que le era tan particular. Este viraje abrupto encaminó al cineasta hacia una senda de carácter profundamente intelectual y filosófico y, por consiguiente, hacia un público  reducido pero dispuesto a abrazar su obra como una reflexión o un tratado y no como un vano divertimento. Con Cosmopolis, el director canadiense alcanza el punto máximo de esta trayectoria ofreciéndonos una obra rayana en el ensayo, densa, agotadora, compleja e insondable en un solo visionado.

Cosmopolis pertenece a ese cine de los últimos años que, como reflejo de la inquietud y la conciencia sociales, ha acogido en su seno numerosas películas que han tratado el fin del mundo desde distintas perspectivas.

Melancolía (Melancholia, Lars von Trier, 2011) o Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) mostraban una crisis espiritual acompañada de la destrucción física de la Tierra; Los idus de marzo (George Clooney, 2011) o El fraude (The Arbitrage, Nicholas Jarecki, 2012) pretendían proclamar, aunque sin atreverse a hacerlo libres de tapujos, la decadencia política y económica de la sociedad corrupta. El cauce de Cosmopolis discurre entre todas ellas y, si bien está temáticamente más próximo a las últimas cintas mencionadas, el nuevo film de Cronenberg no se limita a hablar, como muchos aseguran, del crepúsculo de la era capitalista, sino, simplemente, del crepúsculo de una era.

Cosmopolis

Un travelling inicial recoge los colores blancos y refulgentes de las limusinas que resplandecen en la avenida en la que se halla, junto a su fiel guardaespaldas, Eric Packer (Robert Pattison), un multimillonario de 28 años que ha conocido el triunfo en un mundo económico, que ha alcanzado la satisfacción de todas las necesidades, que ha logrado someter su entorno con la fuerza de la fortuna. El poderoso desea, sin ni siquiera hacerle falta, cortarse el pelo. Podría ir a una barbería cercana, pero su voluntad se resiste: habrá que dirigirse a la que él quiere, en la otra punta de la ciudad. La presencia del Presidente de los Estados Unidos en la gran urbe, una manifestación contra el capitalismo y el fallecimiento de un famoso rapero convierten el viaje en su lujosa limusina en una odisea esperpéntica al ralentí donde descubre que su imperio se desploma y que quieren asesinarlo.

Para desarrollar su feroz exposición, Cronenberg da preponderancia al discurso verbal en tal extremo que el espectador puede acabar extenuado ante tanta verbosidad. Durante la mayor parte del metraje distintos personajes van entrando en el vehículo para entablar conversaciones de toda índole –ya sea comercial, sexual o artística– con un protagonista que, a raíz de estos diálogos, va evolucionando, descubriendo y, en última instancia, asqueándose. Eric Packer piensa y el público, como acompañante de su ostentoso automóvil, se ve obligado a hacer lo propio. No obstante, sería un error creer que la película es una mera iteración de personajes secundarios parlantes que solamente buscan sorprender al público con su palabrería. Estas intervenciones dialécticas, implícitamente separadas entre sí de modo análogo a los capítulos de una novela, son cohesionadas de manera magistral por elementos estilísticos y visuales. Es precisamente este discurso visual, tan alegórico como el verbal, el que engarza las apariciones de los personajes secundarios y justifica el ocaso del protagonista.

Cosmopolis

El coche, un lugar lóbrego y tan frío como el flemático y cruel rostro del joven rico, se transforma prácticamente en el único punto de vista: dentro de él tendrán lugar relaciones sexuales, chequeos médicos y casi todas las conversaciones de Eric Packer con sus socios, amantes y empleados. La cavidad se convierte en una cápsula que lo recluye de la realidad, accesible a través de las lunas de unas ventanillas que apenas mira. Sólo su reciente, extravagante y casi desconocida esposa (Sarah Gadon) consigue repetidas veces extraerlo de su umbrío refugio para situarlo en ambientes de tonos más cálidos. Sin embargo, la falsedad de su matrimonio y la imposibilidad de tener sexo con su mujer, el anuncio de que posee una próstata asimétrica y la muerte de su artista favorito –único hecho capaz de herir su sensibilidad dentro de su castillo con ruedas- actúan de acicate para sumergirlo en el pesimismo existencial. Del mismo modo que en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) la ascensión por el río representaba la pérdida y transvaloración de los valores, la travesía por las calles muestra a Eric Packer que ha alcanzado la  cima de un mundo absurdo.

Tras haberlo logrado todo, Eric Packer, inane, desengañado, se precipita hacia una catarsis autodestructiva. La pérdida de ingentes cantidades de dinero y la posibilidad de que lo maten, en vez de ser las causas de su fin, se le presentan como una liberación hasta entonces ignorada. Las tonalidades brillantes con las que se iniciara el relato se tornan oscuras; el día se hace noche; la vida, todo movimiento, se vuelve estática; y el hombre de acción se detiene. El primer plano del reluciente parachoques con que se abría el film contrasta con el actual, destruido. La limusina que centelleaba aparcada en una soleada avenida se encierra en un garaje mugriento. Como los protagonistas de las novelas de Pío Baroja, Packer ha sucumbido al hastío: la única salida es la inacción o, incluso, el suicidio. Tras pelarse, complacida su última voluntad, a Eric Packer le queda la nada. Como él mismo reconoce en una de sus conversaciones, en la vida hay dolor suficiente para todos. También para él: querría ser libre; querría carecer de su tediosa y monótona existencia financiera; querría quedarse solo sin la presencia de su guardaespaldas; querría entrar en una cafetería y protestar contra las ratas del capitalismo como otros pueden hacer.  Y, en lugar de ello, Eric Packer no sabe ni el color de ojos de su pareja. Cosmopolis se convierte así en la breve historia de un hombre que, habiendo creído alcanzar la inmortalidad, mira la muerte como la forma de demostrarse que realmente ha vivido. La negación de la vida, o de la supervivencia, se erige como el método sublime para superar un mundo sin sentido y conquistar la verdadera paz.


Ya los propios títulos de crédito, tanto los iniciales como los finales, son una demostración de la magnitud del vigor visual del filme. Al comenzar, sobre el lienzo que inunda la pantalla empiezan a caer gotas de pintura, aleatorias, caóticas, lanzadas por una mano invisible y dinámica. Mientras las letras aparecen, la tela se desplaza hacia la izquierda, en continuo movimiento; la técnica del dripping configura ante los espectadores una pintura del célebre Jackson Pollock, uno de los máximos exponentes del expresionismo abstracto. Antes de Cosmopolis, antes de que Eric Packer parta hacia su expiación, la vida es una corriente anárquica. Al final de su itinerario evolutivo, Pollock deviene en Rothko. Por eso, los créditos finales llegan enseñando una pieza estática tricolor como las de este otro pintor estadounidense, que transmite, en contraposición con Pollock,  calidez y bienestar. Lentamente, los colores cambian. El movimiento permanece, pero sin violencia. Después de Cosmopolis, después de que Eric Packer haya culminado su viaje introspectivo hacia el vacío, la vida prosigue tranquila, con cierta esperanza

Pese a un argumento tan sencillo, la cinta trata un incalculable número de temas, muchos de ellos recurrentes en el imaginario del director. El declive, el nihilismo, el paso del tiempo, la muerte y su poder igualatorio, la voluntad, el deseo de trascendencia, el arte, las tensiones sexuales y las deformaciones físicas son sólo algunos ejemplos. Abarcarlos todos en un texto de estas dimensiones sería inviable. Conseguir aunarlos favorablemente en una película es una proeza. David Cronenberg la ha logrado.

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Comentarios sobre este artículo

  1. hugo dice:

    Interesante critica, por la web he encontrado opiniones y análisis tan dispares y unos tan desastrosos que parecieran hechos por animales/mascotas que no entienden las palabras.

    Concuerdo contigo que el lenguaje visual es tan importante como las mismas palabras. Sobretodo acercandonos al final del recorrido.. Los colores ya no son tan «objetivos» , pareciera que entramos a la mente del personaje con tonos verdes, rojos.. Los encuadres, el personaje del peluquero y el final, seguramente con una carga sumamente simbólica que cada quien podria juzgarlo de manera diferente.

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