Crash
El posfuturismo es un estado mental Por Yago Paris
I. El punto de inflexión
En una escena que sucede durante el primer tercio del metraje de Crash (David Cronenberg, 1996), el personaje de Vaughan (Elias Koteas) le expone al protagonista, Ballard (James Spader), la idea central de su proyecto: «la remodelación del cuerpo humano a través de la tecnología moderna». Esta puede que sea una de las afirmaciones más cronenbergianas de la filmografía de David Cronenberg. El cineasta se ha hecho un hueco en el olimpo del fantaterror gracias a lo que se ha definido como «la nueva carne», que consiste en la combinación del cuerpo humano con elementos mecánicos y/o electrónicos. La cita aparece en Crash, una película que describe la fascinación y excitación sexual que los accidentes de tráfico generan en un grupo de personajes, que no solo los observan sino que fantasean con sufrirlos, e incluso algunos de ellos los llevan a cabo. Esta combinación de carne y metal deformado parece, por tanto, uno de los mejores ejemplos de la nueva carne que Cronenberg haya podido dar.
En una escena posterior, el también guionista, que adapta la novela homónima de J. G. Ballard, añade una nueva explicación de Vaughan al protagonista. Esta vez le ofrece una visión mucho más compleja y perturbadora de su proyecto, y, lo que es más importante, cambia el foco del cuerpo a la mente: «Es el futuro, Ballard, y ya formas parte de él. Estás empezando a ver que, por primera vez, existe una psicopatía benevolente que nos está llamando. Por ejemplo, un accidente de coche es un suceso fertilizante, en vez de destructivo. Es una liberación de energía sexual, que media entre la sexualidad de quienes han muerto, con una intensidad que es imposible de alcanzar en cualquier otra forma. Experimentar eso, vivir eso, ese es mi proyecto». Al comparar ambas explicaciones, y la función que cumple cada una de ellas en la narración, se pueden extraer conclusiones que trascienden la ficción en la que tienen lugar.
Desde el punto de vista diegético, la primera explicación ocurre en el primer encuentro oficial entre Vaughan y Ballard, en el taller del primero, donde le muestra una serie de fotografías de accidentes de tráfico y actos sexuales que tienen lugar en el interior de automóviles, que él mismo ha ido tomando con su cámara. Esta explicación se podría entender como una suerte de versión simplificada y resumida, con la que tantear el terreno para ver cuánto estimula al personaje de Ballard, que en efecto queda fascinado. Metacinematográficamente hablando, la definición dada sería una especie de versión superficial, más obvia, de lo que es el cine de Cronenberg, o de lo que se podría esperar de él al llevar a la pantalla una novela como esta. En otras palabras, se podría interpretar como la versión para el fandom, pero que encierra una maldad, si la interpretamos como un mensaje con segundas del autor sobre la apreciación de su cine. La segunda explicación, por su parte, tiene lugar en un encuentro privado entre los dos personajes, en un viaje en coche. Una vez que Vaughan ha confirmado que Ballard es un candidato adecuado para ser partícipe de su obra, le expone la verdadera intención, más compleja, de su proyecto. Este segundo mensaje también se dirige al público del filme. Como si Cronenberg se convirtiera en Vaughan y la audiencia en Ballard, el autor nos expone su verdadero proyecto, que alude no solo a la propia Crash, sino a lo que estaría por venir en un futuro. Esta visión más elaborada y turbia de su cine, se podría decir que mejor, a ojos de su creador —de ser ciertas estas juguetonas especulaciones, que a su vez se basan en la evolución de su carrera hacia un cine de mayor consenso en términos de lo que se entiende como buen gusto—, estaría destinada a un público más sofisticado, capaz de disfrutar de un grado mayor de sutileza y sus complejidades derivadas; es decir, que puede ir más allá de la visceralidad que se había expuesto en la obra previa de Cronenberg.
Estas sospechas cobran fuerza si se analiza la filmografía del director canadiense en su conjunto. Tras haber consolidado su estilo durante los setenta y los ochenta, a finales de esta última década comienza a ofrecer una serie de obras que pasan a mostrar interés por los aspectos psicológicos de la condición humana. Esta especie de trilogía comienza con Inseparables (Dead Ringers, 1988), a la que le sigue El almuerzo desnudo (Naked Lunch, 1991), y que finaliza con la propia Crash. Se trata de tres filmes que funcionan como una bisagra entre lo que, desde nuestro presente y observando en retrospectiva, han sido las dos grandes etapas de Cronenberg. Si la que tiene lugar hasta la llegada de Inseparables se podría denominar como la etapa de la nueva carne, lo que sucede tras Crash —con la excepción de eXistenZ (1999), que se podría leer como el canto de cisne de esta primera fase— se podría denominar la etapa de «la nueva mente», con una serie de cintas donde se exploran las zonas más oscuras de la psique. Y, si se quiere, esta trilogía improvisada sobre la marcha se podría entender como una fase intermedia donde ambos tipos de filme conviven, y en la que destaca con luz propia Crash, quizás la gran obra maestra de Cronenberg, una condensación de lo mejor que había mostrado a la vez que su reconversión hacia un terreno más inhóspito, donde el horror es la propia existencia.
II. La nueva carne es motorizada
En una escena de Akira (Katsuhiro Ōtomo, 1988), el personaje de Kaneda coge la moto de su amigo Tetsuo, con quien está enfadado, y decide reventarla contra un muro de hormigón. En el inicio de Dos policías rebeldes (Bad Boys, Michael Bay, 1995), Marcus ensucia de comida el coche de Mike, y en la secuela Dos policías rebeldes II (Bad Boys II, Michael Bay, 2003), Marcus dispara de manera involuntaria dentro del nuevo vehículo de su compañero, provocando un importante destrozo. En estas dos escenas, Mike reacciona furioso, como también lo hubiera hecho Tetsuo de haber presenciado el acto de Kaneda. En los tres casos, el medio de transporte es más que una herramienta para el desplazamiento, pues se ha convertido en una extensión de la identidad de sus protagonistas. Como consecuencia, dañar la motocicleta de Tetsuo o el coche de Mike es crear una herida en ellos, como si el objeto mecánico formara parte de sus organismos y pudieran sentir a través de estos.
Estas tres películas se relacionan de manera directa con Crash a través de su vínculo compartido con una serie de ideas presentes en la sociedad moderna, que a principios del siglo XX el poeta Filippo Tommaso Marinetti supo captar y sublimar para convertirlas en una nueva corriente artística, conocida como futurismo italiano. Una de sus ideas más estimulantes consiste en el hombre mecanizado, una relación simbiótica entre el ser humano y la máquina a través de la que mecanizar al humano y humanizar a la máquina. Sin embargo, a la hora de rastrear la herencia de Marinetti en las citadas películas, debe establecerse una gran diferencia entre Crash y las demás, puesto que, mientras estas otras entienden la fascinación por los medios de transporte a través de la velocidad, en el filme de Cronenberg esta se entiende a través de la destrucción. Ambas ideas están presentes en el futurismo italiano, pero el interés que ofrece la novela de Ballard y su adaptación cinematográfica es el traslado de la exaltación irreflexiva, casi infantil, presente en los textos de Marinetti y en las obras de sus acólitos, a un terreno de perturbación y psicopatía. La exaltación de la conexión humano-máquina se convierte en una pulsión de muerte con un altísimo componente erótico.
Si el universo de Marinetti es futurista, el de Crash es posfuturista, si por ello entendemos la visión crítica y metarreflexiva del futurismo. Como ocurría en Akira, este futuro no se muestra de manera ilusionante y positiva, sino decadente y perturbadora, donde la alienación ha dado paso a la enfermedad mental. La deshumanización de la sociedad se observa en los escenarios donde transcurre el relato, que de manera muy marcada se limita a descampados, autopistas y lugares industriales, mientras que el hogar, si aparece, lo hace de manera exclusiva para mostrar actos sexuales, ya la única manera en la que se puede entender la intimidad y la conexión humanas. Como señala Rafael Guilhem, se trata de «lugares propios del capitalismo tardío caracterizados por el signo de impersonalidad, anonimato y consumo». De esta manera, mientras Marinetti fantaseaba con las posibilidades de una vida basada en el progreso tecnológico, Ballard y Cronenberg muestran las consecuencias de ese tipo de vida, una vez que la experiencia las ha puesto de manifiesto.
En ese sentido, la función del coche se podría entender como lo que sucede cuando la novedad —en la época de Marinetti tener un automóvil era un lujo al alcance de casi nadie— se convierte en rutina. Estamos en la sociedad de la modernidad líquida, donde nada permanece. Todo fluye, como los interminables ríos de tráfico que Ballard observa desde el balcón de su casa, y nada deja huella. En una sociedad desensibilizada como esta, el accidente de tráfico puede entenderse como la única opción posible para volver a sentir algo. Los vehículos se convierten en prolongaciones sensitivas de los cuerpos humanos, y el choque, la abolladura, la explosión de los cristales, el crujir de los radiadores, son el grito desesperado, la única manera de activar el umbral de la percepción táctil. Al mismo tiempo, en un mundo donde nada deja huella, el accidente de tráfico y la cicatriz funcionan como el testimonio de lo sucedido, la marca que recorrer, a la que volver recurrentemente. El accidente de tráfico se convierte en la única manera de encontrar una verdadera conexión humana, y al mismo tiempo representa la enorme necesidad de tocarnos, de percibir al Otro, de sentir. El coche, elemento normalizado y asimilado por la sociedad moderna, incorporado a la identidad de las personas, se convierte en la fisicidad ineludible y arrolladora de una mente anestesiada.
III. Las zonas erógenas de la nueva mente
Crash es el paso en firme en la carrera de Cronenberg hacia la nueva mente citada al principio del texto. La trama sobre un grupo de personajes alienados que descubren una nueva manera de sentir tras haber experimentado accidentes de tráfico es el caldo de cultivo perfecto para que el director de la combinación grotesca de carne y metal explore las posibilidades de la deformación psicológica. Y en ese sentido cabe destacar la aproximación del realizador a la obra, que es semejante a la del escritor a la novela: dejar a un lado la moral y explorar las posibilidades fascinantes, eróticas, de una nueva manera de entender lo que el propio Vaughan define como enfermedad mental. Los creadores se comportan, por tanto, como los personajes, unos seres desinhibidos que exploran con voracidad su cuerpo y el de los demás, tras años de letargo e indiferencia. En esta nueva aproximación a la estimulación psicológica aparecen parafilias como el voyeurismo y el BDSM —la incertidumbre y el miedo al impacto, al dolor, como catalizadores de la generación de placer—, que se canalizan a través del rol protagonista del vehículo, ya sea mediante la experimentación directa con estos —tocar diferentes partes del coche, observarlo reventarse, sufrir las consecuencias de los accidentes en el cuerpo, etc.— o mediante la creación de un espacio erótico en el que realizar prácticas sexuales —a medida que transcurre la historia, el sexo cada vez tiene lugar más a menudo en el interior de vehículos—.
De esta manera la narración se convierte en la propia vivencia del despertar sexual, basado en la repetición y la variación. Sin apenas trama, la historia es una concatenación de escenas sexuales, cada una con matices que las diferencian las unas de las otras, en una escalada de exploración que condena a los personajes a acabar jugándose la vida tarde o temprano. La explosión de excitación sexual es tan colosal como efímera, similar a la de una droga, de tal manera que cada vez se necesita una mayor exposición para alcanzar un similar grado de excitación. Esta situación lleva a los personajes a pasar de la observación de accidentes a la experimentación de los mismos, como se ve especialmente en el personaje de Vaughan. Esta especie de líder de una secta de la liberación sexual a través de la visión positiva de la psicopatología no solo se limita a reclutar adeptos, sino que es el que de manera más radical lleva a cabo las acciones, a través de su manera agresiva de conducir, buscando colisiones de todo tipo con su abollado Lincoln negro, que se pueden entender como la acción de restregar su pene contra otros cuerpos. En este sentido, los choques de los coches se pueden interpretar como colisiones fálicas, pues el manejo del automóvil en esta película se asocia de manera íntima a lo masculino, de ahí que estas embestidas también puedan leerse como penetraciones que temer, como señala Manuel M. López.
Resulta especialmente significativa la relación que Vaughan establece con Ballard, pues de manera instantánea el líder reconoce al recién llegado como alguien especial, con quien puede compartir sus verdaderas intenciones porque sabe que las entenderá y compartirá. Comienza aquí una interacción íntima que tiene más de reconocimiento mutuo que de excitación sexual. Tal es el grado de reconocimiento que experimenta Vaughan hacia Ballard que, a pesar de adoptar un rol activo y muy violento en sus interacciones sexuales, pasa a ser pasivo en la escena de sexo que mantiene con Ballard. A tenor de lo enfatizado en la novela, esta no tiene nada de erótico, algo que tendría sentido, pues funciona más como una comunión entre iguales que como un acto placentero —o de dominación—. Otras adiciones del filme, como la escena de los tatuajes o el final, donde Ballard recupera el coche accidentado de Vaughan y lo repara para utilizarlo, adoptando de esta manera su rol —persiguiendo a su mujer, Catherine (Deborah Kara Unger), con este coche por las autopistas, como anteriormente había hecho Vaughan, y con idéntica excitación sexual—, refuerzan la idea del proceso de mímesis entre maestro y pupilo.
En este sentido cabría destacar las diferencias de género que se manifiestan en la obra. Si se atiende a quien provoca o experimenta los accidentes, se trata siempre de hombres, cuya conducta más agresiva e inconsciente —o más liberada— los lleva a tomar decisiones más peligrosas. Esto se observa en el hecho de que, de los seis personajes principales —tres hombres y tres mujeres—, las dos muertes correspondan a dos hombres —Vaughan y Seagrave (Peter MacNeill)—, a la que probablemente se sumará la futura de Ballard, quien sigue los pasos de su maestro de manera peligrosa. Esto contrasta con Catherine, el único personaje que no pertenece realmente al grupo, pues en realidad ella no se estimula por el contacto con automóviles, pero a pesar de todo se involucra por amor hacia su marido, y por su necesidad de encontrar un estímulo erótico que vuelva a excitarla, hasta el punto de sufrir una experiencia sexual con violencia física o incluso, en la última escena, llegar a experimentar un accidente de tráfico, que no había vivido hasta entonces. Se podría pensar que este sería el despertar sexual de la mujer, pero ante ella se abre un vacío cuando descubre que no ha sentido nada. Por su incapacidad para descubrir qué quiere, qué necesita, en última instancia Catherine es un personaje fundamental en el relato, pues representa al resto de la sociedad, ausente hasta entonces. Se trata de un personaje perdido, anestesiado, incapaz de encontrar el placer, en un universo donde el letargo parece una condena todavía mayor que la psicopatología autodestructiva de esta secta del culto al cercenamiento de la carne por la gracia de la violencia mecánica.