Crimen y cinefilia
A propósito del neo-noir Por Diego Salgado
“I have to believe in a world outside my own mind. I have to believe that my actions still have meaning, even if I can't remember them. I have to believe that when my eyes are closed, the world's still there”
I. Luz y oscuridad
Aunque el término film noir es acuñado tan pronto como en 1946 por Nino Frank y Jean-Pierre Chartier, que perciben por separado en las imágenes de Laura (Otto Preminger, 1944), Historia de un detective (Murder, My Sweet, Edward Dmytryk, 1944), Perdición (Double Indemnity, 1944) y otras películas coetáneas el auge de una nueva sensibilidad en Hollywood a la hora de afrontar argumentos criminales y dramáticos, no se populariza entre la cinefilia hasta 1955, año en que se publica Panorama du film noir américain 1941-1953, obra de otros dos críticos franceses, Raymond Borde y Étienne Chaumenton. El libro de Chaumenton y Borde no solo sistematiza las claves del fenómeno; se atreve además a pronosticar que ha cumplido su rol, lo que da pie a que empiece a hablarse en años siguientes de after noir o neo-noir.
El problema radica en que la meritoria labor de ambos autores no aclara, no puede aclarar, si el cine negro clásico, el que se limitó a existir, constituye un ciclo industrial, una cierta mirada, un género, una serie de argumentos, un movimiento, una suma de formas expresivas… La evolución por tanto de aquella tendencia en el neo-noir, que cineastas y aficionados pasan a vivir con conocimiento de causa, tampoco es sencilla de valorar. Ni siquiera los arcos temporales establecidos por Chaumenton y Borde para separar una y otra fase del noir y analizar sus cualidades respectivas, son aceptados hoy por hoy, incluso entre quienes aún intentan trazar una línea divisoria entre ellas con arreglo a determinados cánones.
El beso mortal (Kiss Me Deadly, Robert Aldrich, 1955)
En la estela de lo argumentado en Panorama du film noir américain 1941-1953, muchos ensayistas cifran el nacimiento del cine negro en El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941), y su ocaso en Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958). Otros estudiosos, como Todd Erickson, prefieren abrir paréntesis antes, con títulos como Private Detective 62 (Michael Curtiz, 1933), You and Me (Fritz Lang, 1938) y Johnny Apollo (Henry Hathaway, 1940), y cerrarlo muy tarde, cuando films como Chandler (Paul Magwood, 1971), Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, Herbert Ross, 1972), Chinatown (Roman Polanski, 1974), Adiós, muñeca (Dick Richards, 1975), Fuego en el cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981), El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, Bob Rafelson, 1981), Cliente muerto no paga (Dead Men Don’t Wear Plaid, Carl Reiner, 1982) y Contra todo riesgo (Against all Odds, Taylor Hackford, 1984) dan cuenta de una nostalgia por el ciclo primero que apuntala el auge de los canales analógicos de pago y los formatos de visionado doméstico, y que deriva en relectura posmoderna a golpe de neo-noir. Mientras, James Naremore y otros autores estiman que el noir abarca cintas tan recientes como L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1997), y tildan el neo-noir de proceso transnacional, embrionario aún a fecha de hoy, en cuya gestación han tomado parte esencial autores como los hermanos Joel y Ethan Coen, Johnnie To, David Mamet —de cuyo cine se ocupa en este dossier Pablo S. Blasco—, James Gray, Quentin Tarantino, Park Chan-wook, David Lynch, Kiyoshi Kurosawa, Paul Schrader, David Fincher y Bong Joon Ho.
Cure (Kiyoshi Kurosawa, 1997)
No falta, por último, quien niega la mayor, la etiqueta neo-noir, prefiriendo referirse a una evolución orgánica a partir del cine negro estadounidense producido mayormente en la década de los cuarenta del siglo pasado, que tampoco habría sido en sí mismo revolucionario, pues debería sus estilemas a la impronta de autores como Josef von Sternberg y el Orson Welles de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), lo neorrealista y lo documental, la literatura pulp, el expresionismo alemán, y el realismo poético francés; de hecho, los críticos galos François Vinneuil y George Altman ya coincidieron en tachar de negras cuando se estrenaron El muelle de las brumas (Le Quai des Brumes, Marcel Carné, 1938) y La bestia humana (La bête humaine, Jean Renoir, 1938), aunque con intención opuesta: para Vinneuil, simpatizante del fascismo, aquellos films representaban una forma de amoralidad y decadentismo. Para Altman, afín a los postulados del Frente Popular, las cintas de Marcel Carné y Jean Renoir denunciaban las condiciones aciagas que sellaban el destino de los sectores sociales más desfavorecidos. 1
En cualquier caso, aunque no venga al caso trazar fronteras rígidas, resulta fácil apreciar diferencias entre una y otra fase de la tendencia. En la inicial, el noir, primaron los presupuestos ajustados; los tipos humanos estereotípicos, caracterizados por su vestuario, sus one-liners, y su gracilidad a la hora de fumar o golpear; un orden social puesto en entredicho a través de las actividades delictivas o, como mínimo, equívocas de los personajes; el fatalismo narrativo; el vínculo de la codicia material y sexual con la pulsión de muerte; las entretelas desoladas y nocturnas de un tejido urbano abigarrado; y los contrastes fotográficos extremos entre el blanco luz y el negro oscuridad. Peculiaridades deudoras de un ánimo, en palabras de Eddie Muller, “contrario al alivio que siguió al rumbo triunfante de la guerra hasta su conclusión en 1945, y la ola de películas con happy endings fruto de ello; algunos vencedores no se sentían cómodos con sus botines. Habían visto demasiada guerra y demasiada pobreza, y vislumbraban en el horizonte la rapacidad y la avaricia que traería el progreso posbélico. La guerra había cerrado en falso muchos problemas derivados de la Gran Depresión, y continuaban sin tener respuesta los interrogantes en torno a la naturaleza humana y un crecimiento urbano fuera de control”. Ignasi Mena aborda la cuestión capital de la ciudad en el neo-noir fijando su atención en las filmografías de Roman Polanski y Abel Ferrara.
II. Ritos, modernidad.
La etapa posterior, el neo-noir, anticipada por la labor de directores como Edgar G. Ulmer, Joseph H. Lewis y Nicholas Ray, somete los aspectos noir señalados a un proceso de apropiación individual y colectiva, creativa y receptora; conforma un universo diegético y extradiegético, cultural, a emplear en función de los intereses del artesano, el autor, y regímenes presupuestarios muy variados. Los personajes ya no son proyecciones fantasmáticas del sistema, sino sus víctimas o portavoces de sus lacras. El anecdotario criminal se adapta a la idiosincrasia del cineasta y la realidad sociopolítica en que se inscribe la producción de la cinta. Se experimenta con los gestos, la dirección artística, las arquitecturas y las iluminaciones, tropos mitificados que se relativizan o subliman. En palabras de Quim Casas a propósito de los últimos años del neo-noir estadounidense, se produce “una escritura del género, mitad revisión, mitad evolución, que pervive gracias a los ritos tradicionales y la búsqueda de nuevas fórmulas, respetuosas, tanto con esos ritos, como con los conceptos que han alimentado el film noir, llamémosle clásico, desde que la crítica gala ideara la nomenclatura a mediados de los años cuarenta” 2.
En este sentido, hay dos películas que puede considerarse siembran la semilla del neo-noir. Una de ellas, la citada Sed de mal, ejercicio crepuscular de cine negro con el que su director, Orson Welles, parodiaba el movimiento y lo trascendía, a través de una puesta en escena hiperbólica que hacía de los estereotipos arquetipos, y, del espacio de la ficción, un cosmos estético y metafísico inagotable al que poder remitirse una y otra vez; no es además casual que, en un marco de viraje urbanístico hacia el suburbio por parte de la Norteamérica posterior a la Segunda Guerra Mundial, Sed de mal cambie, como El beso mortal (1955) y Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), el escenario de la ciudad por otro yermo, en su caso la frontera, señalando el camino para la ubicación frecuente del neo-noir en el anonimato del no-lugar enunciado por Marc Auge o el sitio cualquiera de Gilles Deleuze.
Sed de mal
La otra película es Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1960), protagonizada por criaturas de ficción tan envenenadas de noir como el director del filme. ¿Es cine negro la ópera prima de Jean-Luc Godard? ¿Se trata de una categoría que ayude a describirla con exactitud? Su modernidad anímica y formal está teñida de romanticismo pulp y, a su vez, tal cualidad es pasada sin piedad por el filtro nada complaciente de una sensibilidad inquisitiva, paranoica por imperativos de un contexto histórico en ebullición: “entre el dolor y la nada, elijo el dolor”, en cita de William Faulkner volcada por Godard —¿por François Truffaut?— en las imágenes del filme. La confluencia de Nouvelle Vague y neo-noir que aflora en Al final de la escapada y en otras realizaciones de Godard como Banda aparte (Bande à part, 1964) y Pierrot, el loco (Pierrot le fou, 1965), ha tenido múltiples réplicas a lo largo de las cuatro décadas siguientes, lo que atestiguan —entre otros muchos largometrajes y directores espoleados por lo crítico, lo especulativo y lo cinéfilo— Blast of Silence (Allen Baron, 1961), A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), El amor es más frío que la muerte (Liebe ist kälter als der Tod, Rainer Werner Fassbinder, 1969), Performance (Nicolas Roeg, Donald Cammell, 1970), La noche se mueve (Arthur Penn, 1975), Driver (Walter Hill, 1978), el cine de Quentin Tarantino, o el Steven Soderbergh de Bajos fondos (The Underneath, 1995) y El halcón inglés (The Limey, 1999).
Al final de la escapada
La modernidad cinematográfica, el embrujo de los imaginarios culturales norteamericanos, y el desarrollismo económico –el noir no ha tendido a reflejar crisis materiales, sino a testimoniar crisis de valores– precipitan un auge global del fenómeno. Producciones españolas como Los golfos (Carlos Saura, 1960), A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963) y Crimen de doble filo (José Luis Borau, 1965). Japonesas: Los canallas duermen en paz (Warui yatsu hodo yoku nemuru, Akira Kurosawa, 1960), La juventud de la bestia (Yaju no seishun, Seijun Suzuki, 1963), El vagabundo de Tokio (Tôkyô nagaremono, Seijun Suzuki, 1966) y El hombre sin mapa (Moetsukita chizu, Hiroshi Teshigahara, 1968) –el neo-noir de Akira Kurosawa es explorado por Marco Antonio Núñez, y el de Seijun Suzuki por Manu Argüelles–. Británicas, como Hell Is a City (Val Guest, 1960), Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966) y Al otro lado de la ley (The Strange Affair, David Greene, 1968). Francesas, con Jean-Pierre Melville, de quien se ocupa Àlex P. Lascort, a la cabeza, y el debut de Claude Chabrol en el género con El ojo maligno (L’oeil du malin, 1962). Y, por supuesto, estadounidenses, con Samuel Fuller y Don Siegel como nombres más representativos, y series pioneras como Peter Gunn (1958-1961), creada por Blake Edwards.
En aquel país, por otra parte, el nuevo noir empieza a gozar de presupuestos abultados si un estudio lo cree provechoso, y a tener como protagonistas a estrellas de serie A, como Warren Beatty en Acosado (Mickey One, Arthur Penn, 1965), Paul Newman en Harper, investigador privado (Jack Smight, 1966), Frank Sinatra en El detective (The Detective, Gordon Douglas, 1968) y Steve McQueen en Bullit (Peter Yates, 1968) y La huida (Sam Peckinpah, 1972). La moda es relevante, al incidir en una soledad literal y metafórica gradual de los protagonistas, la alienación en aumento de una masculinidad blanca crispada, violenta, frente al women’s lib y los movimientos por los derechos civiles, que desembocará a lo largo del tiempo, con Harry Callahan y Paul Kersey y Travis Bickle como intermediarios, en la reinvención del jinete solitario de otro género —el western, en extinción—, como justiciero urbano. Yago Paris reflexiona sobre ello a propósito de Driver, Cobra, el brazo fuerte de la ley (George Pan Cosmatos, 1986) y Drive (2011), y David Tejero hace lo propio tomando como referentes Los canallas (Les salauds, Claire Denis, 2013), The Equalizer: El protector (Antoine Fuqua, 2014) y la saga John Wick (2014- , ).
III. Muerte y transfiguración
En la década de los sesenta, uno de los desafíos más estimulantes para el noir radica en su mutación hacia el formato panorámico, el color, las localizaciones al aire libre y fotografiadas a plena luz del día con cámaras cada vez más liberadas de peso y anclajes, junto a la institucionalización de recursos estilísticos como el jump cut, las elipsis incongruentes, el zoom, o la alternancia de puntos de vista. El género, si aceptamos llamarlo así, ha de negarse a sí mismo muchas de sus cualidades tradicionales para continuar siendo reconocible en esencia y honrar así las convulsiones de los nuevos tiempos en que es forjado.
A pleno sol (Plein soleil, René Clément, 1960)
De esta manera, reflexiona en 1972 el Paul Schrader crítico, si el noir había supuesto un contraste con los modos de representación predominantes en el Hollywood clásico por la ambigüedad turbia que regía los comportamientos de los personajes, su concepción abisal de las sinergias entre hombres y mujeres, su renuncia a los desenlaces constructivos en nombre de la justicia, y un sofisticado aparato audiovisual que se interponía entre el espectador y su deseo de disfrutar del relato, el neo-noir se enfrenta progresivamente con su modelo sumiendo a las criaturas de ficción en el laberinto de identidades en disolución, una crisis en la plasmación de las relaciones entre los géneros, finales como puntos suspensivos de un sistema sin coordenadas morales ni siquiera fingidas, y formas cuyo reflejo distorsionado de lo real no es en apariencia tan rotundo como previamente, aunque induzca en definitiva una inquietud mayor.
Así sucede en los años setenta; se puede hablar de la deconstrucción del ciclo en la época con ejemplos como La noche se mueve (Night Moves, Arthur Penn, 1975), Un largo adiós (The Long Goodbye, Robert Altman, 1973) o La ofensa (The Offence, Sidney Lumet, 1973). El director de esta última, Sidney Lumet, es un nombre capital del momento; sus dramas incisivos y elegantes, que culminan en una película épica que se basta para dar carpetazo al periodo, El príncipe de la ciudad (Prince of the City, Sidney Lumet, 1981), comparten cartelera con la estética del retro noir, en la que tienen tanto que ver Bonnie & Clyde, Dillinger (John Milius, 1973), Chinatown, Adiós, muñeca (1975) y Detective privado (The Big Sleep, Michael Winner, 1978) como El conformista (Il conformista, Bernardo Bertolucci, 1970), El Padrino I y II (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972-74) y El gran Gatsby (The Great Gatsby, Jack Clayton, 1974); con la del noir en torno a la experiencia afroamericana, que ejemplifican En el calor de la noche (In the Heat of the Night, Norman Jewison, 1967), Las noches rojas de Harlem (Shaft, Gordon Parks, 1971) y Friday Foster (Arthur Marks, 1975); con los primeros indicios de una madurez genérica que deriva en sinergias con otros registros, como ponen de manifiesto la serie Kolchak: The Night Stalker (Don Weis, Allen Baron, Alexander Grasshoff, Don McDougall, 1974-75) y Asalto en la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, John Carpenter, 1976); y con fenómenos tan peculiares como el Ulu Grosbard director de Libertad condicional (Straight Time, 1978) y Confesiones verdaderas (True Confessions, 1981), el James Toback escritor de El jugador (The Gambler, Karel Reisz, 1974) y director de Melodía para un asesinato (Fingers, 1978), y el John Cassavetes autor de El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, John Cassavetes, 1976) y Gloria (1980), así como el Robert Mitchum protagonista de El confidente (The Friends of Eddie Coyle, Peter Yates, 1973) y Yakuza (Sydney Pollack, 1974), entre otros títulos ya citados. El caso Mitchum, intérprete fundamental del noir clásico y en este periodo revisionista, es digno en sí mismo de ensayo.
Yakuza
El talante polisémico y a la postre desahuciado del neo-noir durante los setenta resulta consecuente con los varios frentes abiertos en los Estados Unidos de entonces, sacudidos hasta el agotamiento por la lluvia de magnicidios, la tensión racial, la contracultura, la crisis del petróleo y el aumento del paro y la delincuencia, la guerra de Vietnam… Los paradigmas culturales se abocan a una mutación en la que cada vez tienen más peso la imagen, la simulación, y menos el evento tangible, en paralelo a una serie de reconversiones industriales, una regeneración del aparato productivo, que traen consigo la primacía del factor información, los sectores financieros, y la economía de mercado.
La melancolía del neo-noir, una ética y plástica de la desaparición de la que es muestra A la caza (Cruising, William Friedkin, 1980), no es sin embargo patrimonio exclusivo del cine norteamericano. Es señal de una muerte y asomo de resurrección sin fronteras, como ponen de manifiesto Óscar Brox en su artículo para este dossier centrado en las producciones galas Max y los chatarreros (Max et les ferrailleurs, Claude Sautet, 1971), Serie negra (Série noire, Alain Corneau, 1979) y La luna en el arroyo (La lune dans le caniveaum, Jean-Jacques Beineix, 1983); las obras del italiano Francesco Rosi, insertas en un boom del género en aquel país; títulos británicos como Extorsión (The Squeeze, 1977) y El largo viernes santo (The Long Good Friday, John Mackenzie, 1980), japoneses como El castillo de arena (Suna no utsuwa, Yoshitaro Nomura, 1974), y un hito del Nuevo Cine Alemán, El amigo americano (Der Amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977). Unas y otras ficciones, con las divergencias entre ellas —lógicas por otra parte— que se quieran, atestiguan “la melancolía de unas figuras cada vez más crepusculares que saben que no pueden remontar el río hasta volver a sus orígenes; solo languidecer, entre eventuales miradas al vacío, mientras ambicionan esa pizca de intensidad emocional que el cine ha desplazado del relato a la imagen” 3
IV. Luces de neón
La imagen es protagonista absoluta, desde luego, del neo-noir en los años ochenta. Es la era del cinéma du look en Francia, que acreditan Diva (Jean-Jacques Beineix, 1981), El membrillo (La balance, 1982), Subway (Luc Besson, 1985), Mala sangre (Mauvais sang, Leos Carax, 1986) y Nikita, dura de matar (Luc Besson, 1990). Del high-gloss style perceptible con intensidad variable en producciones norteamericanas y británicas como Ladrón (Thief, Michael Mann, 1981), Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A., William Friedkin, 1985), Mona Lisa (Neil Jordan, 1986), Manhunter (Michael Mann, 1986), El corazón del ángel (Angel Heart, Alan Parker, 1987) y The Blue Iguana (John Lafia, 1988). Y del estilo sobrehormonado de John Woo en Un mañana mejor (Ying hung boon sik, 1986), El asesino (Dip huet seung hun, 1989) y Una bala en la cabeza (Die xue jie tou, 1990). El espectáculo es la narrativa. La estética, la sustancia. La hibridación, el nuevo estándar de lo canónico. Un busto neoclásico con una gargantilla fluorescente, encarna la fusión en un fotograma de la alta y la baja cultura. Un simulacro hiperviolento de ser humano, homenajea y desfigura estereotipos genéricos como el de la femme fatale. Algunos directores, como Michael Mann, hacen del neo-noir y su evolución formal un corpus artístico idóneo en sí mismo para examinar el rumbo de la imagen mainstream durante los últimos treinta años. Otros realizadores quedan reducidos a esa época tan idiosincrásica, los hay que prosiguen dubitativos su camino…
Subway
Aunque ya se había empleado por ejemplo para menospreciar a Seijun Suzuki, y volverá a surgir para denominar filmes como los de Paul McGuigan, es entonces cuando hace fortuna entre los puristas del cine negro el término faux noir, que apela a unos rasgos empleados únicamente en función de su impacto visual, sin atender a los trasfondos argumentales del género. Y, ciertamente, el recurso desacomplejado, promiscuo del cine negro, da lugar a experimentos tan antitéticos como Vivir sin aliento (Breathless, Jim McBride, 1983) —remake de Al final de la escapada con Jerry Lee Lewis y Estela Plateada como ascendientes espirituales–, Calles de fuego (Streets of Fire, Walter Hill, 1984), Inquietudes (Trouble in Mind, Alan Rudolph, 1985), Sueños radiactivos (Radioactive Dreams, Albert Pyun, 1985) y ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, Robert Zemeckis, 1988). Para Walter Hill, uno de los practicantes más legítimos del neo-noir —artífice en esos años de Calles de fuego, pero, también, de Límite: 48 horas (48 Hrs. 1982), Traición sin límites (Extreme Prejudice, 1987) y Johnny el guapo (Johnny Handsome, 1989)—, ello no supone demasiado problema: “es obligado tener un dominio absoluto de sus reglas para ponerlo en marcha con una mínima garantía de éxito. Una de las cosas más intrigantes del noir es que debes controlar casi cada coma de su gramática antes de practicarlo, todo en ello es inventado y artificial. En cierto sentido, de lo que hablamos sobre todo es de un ejercicio de estilo para el cineasta” 4.
En cambio, para John Dahl, que tendrá su momento de gloria durante la siguiente década gracias a Red Rock West (1993), La última seducción (The Last Seduction, 1994) y Rounders (1998), “a veces los directores se prendan del estilo del noir, el humo del tabaco, la luz que entra por una persiana veneciana, y se olvidan de los personajes, la intriga o los aspectos críticos consustanciales al género, lo que hace que este no tenga un calado real” 5. Estos debates, reiterados no ya a la hora de tratar el neo-noir, sino presentes desde los comienzos mismos del noir, son objeto de apreciaciones diversas en el artículo que Blanca Rego dedica a París, Texas (1984), de Wim Wenders, y Vivir y morir en Los Ángeles, hermanadas por la fotografía de Robby Müller; y en el escrito por Pablo López acerca de Blade Runner, Días extraños (Kathryn Bigelow, 1995), Minority Report (Steven Spielberg, 2002) y el videojuego Gemini Rue (2011). Por nuestra parte, un apunte sobre la agresiva estilización de Vivir y morir en Los Ángeles, emparentada con los planteamientos coetáneos de Michael Mann y Tony Scott y el paradigma MTV, nos sirve para reivindicar la coherencia del neo-noir producido en los años ochenta, que aún desdeñan muchos en base a sus modos publicitarios y videocliperos.
A su director, William Friedkin, áspero firmante quince años atrás de French Connection: Contra el imperio de la droga (William Friedkin, 1971), no se le perdonó una mutación à la mode. El aficionado no repara en que cierta imaginería presente hasta entonces en la obra de Friedkin había pasado a ser “una tumba, como el edificio abandonado en el desenlace de French Connection; las ruinas de una civilización destruida” 6. El mundo en Vivir y morir en Los Ángeles ya es otro: la apoteosis del simulacro y el no-lugar, de una economía especulativa que ha infectado lo sociocultural, lo que se entendía por humano. “La película transcurre en navidades, pero no hay señal ninguna de ello. Tampoco un núcleo urbano reconocible. Los personajes no tienen vida familiar ni lugares estables de trabajo. La determinación que delatan sus actitudes, motivaciones, y físicos apolíneos y estériles, los hacen equiparables a los replicantes de Blade Runner. Las relaciones, incluso las sexuales, que establecen entre ellos son transacciones marcadas por el narcisismo, el interés, la supervivencia (…) Los antagonistas principales del filme sucumbirán sin mayores consecuencias al orden posmoderno del capital” 7.
Para ser justos, esta vertiente del neo-noir no es ni mucho menos la única que se asoma a las carteleras de entonces. También son producidas películas menos deslumbrantes, algunas más complejas, cuyos autores y formas prevalecen a la larga. Atiéndase a las realizaciones de, como en cualquier otro periodo, David Lynch y Brian De Palma; El camino de Cutter (Cutter’s Way, Ivan Passer, 1981); Halcones de la noche (Nighthawks, Bruce Malmuth, 1981) y Acorralado (Rambo: First Blood, 1982), de Ted Kotcheff; Sangre fácil (Blood Simple, 1984), presentación en sociedad de Joel y Ethan Coen, referentes obligados del neo-noir contemporáneo; Querido detective (The Big Easy, Jim McBride, 1986), Hombres frente a frente (At Close Range, James Foley, 1986), Best Seller (John Flynn, 1987), y Casa de juegos (House of Games, 1987), aparición de David Mamet; City on Fire (Lung fu fong wan, 1987), de Ringo Lam; Arma letal (Lethal Weapon, Richard Donner, 1987), primera película como guionista de Shane Black, responsable posterior de Kiss Kiss, Bang Bang (2005) y Dos buenos tipos (The Nice Guys, 2016); The Big Heat (Cheng shi te jing, 1988), uno de los ejercicios noir tempranos de Johnnie To, realizado a cuatro manos con Kam Yeung-Wah; y Violent Cop (Sono Otoko Kyobo ni Tsuki, 1989), ópera prima de Takeshi Kitano.
Querido detective
V. La edad de plata.
La entrada en escena de Mamet, Lam, los hermanos Coen, Kitano, Lynch, To, la resurrección de Martin Scorsese con Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), y la irrupción de Quentin Tarantino con Reservoir Dogs (1992) y Pulp Fiction (1994) y de Abel Ferrara con El rey de Nueva York (King of New York, 1990) y Teniente corrupto (Bad Lieutenant, 1992), evidencian la explosión que vive el neo-noir en los años noventa, ligada en buena medida a la del indie —con la Neo-B Picture como síntoma destacado—, la producción para formatos domésticos y cable —así nacen Red Rock West y La última seducción—, la globalización, y las mutaciones del cine contemporáneo. El género pierde el miedo y se lanza a todo tipo de cruces, amalgamas y transformaciones —atención a reformulaciones de clásicos tan atinadas como Los dos Jakes (The Two Jakes, Jack Nicholson, 1990), Guncrazy (Tamra Davis, 1992) y Bajos fondos (1995)—; y recibe el aplauso del espectador, la crítica y los académicos.
En Estados Unidos, solo en 1992 se estrenan hasta veintiún filmes de este tipo, aunque lo más interesante es la repercusión de títulos concretos como Instinto básico (Basic Instinct, Paul Verhoeven, 1992), Juego de lágrimas (The Crying Game, Neil Jordan, 1992), Posibilidad de escape (Light Sleeper, Paul Schrader, 1992), Falsa seducción (Unlawful Entry, Jonathan Kaplan, 1992) y Reservoir Dogs, con lo que ello implica en cuanto a nuevos usos y maneras de la violencia, lo sexual, y la diversidad en la representación: Mireia Mullor delibera en su artículo sobre la figura renovada de la femme fatale en Los timadores (The Grifters, Stephen Frears, 1990), Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch 1997) y otras películas citadas, a las que podría sumarse Lazos ardientes (Bound, Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 1996); y, en paralelo, se gesta un cine afroamericano de género con actitud política: New Jack City (Mario Van Peebles, 1991), Un paso en falso (One False Move, Carl Franklin, 1992), Menace II Society (Albert Hughes, Allen Hughes, 1993), El demonio vestido de azul (Devil in a Blue Dress, Carl Franklin, 1995), Clockers (Spike Lee, 1995)…
New Jack City
Los argumentos de muchas de estas películas no están relacionados por lo general con una marginalidad o enajenación de facto sufrida por sus protagonistas, sino con una inadaptación a los rigores de una sociedad del espectáculo, el bienestar y el consumo crecida tras la caída del muro de Berlín y el Final de la Historia, que sume al ciudadano en un ennui, una insatisfacción, susceptible de arrastrarle al lado oscuro de la realidad. Doble juego (Romeo is Bleeding, Peter Medak, 1993), Exótica (Atom Egoyan, 1994), Tumba abierta (Shallow Grave, Danny Boyle, 1994), Ángeles caídos (Wong Kar-Wai, 1995), Heat (Michael Mann, 1995), Hard Eight, Sidney (Paul Thomas Anderson, 1996), Fargo (Joel Coen, 1996), Trainspotting (Danny Boyle, 1996), Cure (1997), El gran Lebowski (Joel Coen, 1998), Lock & Stock (Guy Ritchie, 1998), Barking Dogs Never Bite (Bong Joon-ho, 2000) y El hombre que nunca estuvo allí (Joel Coen, 2001) son demostrativas de ese humor, con el que no es nada benévolo David Ansen.
Para el célebre crítico de Newsweek, la moda noir que impregna en aquel momento cine, literatura, música pop y hasta la estética de locales nocturnos y moda y complementos, no simboliza un complejo de culpa, una alienación o una requisitoria respecto de unas ciertas coordenadas socioeconómicas; sino el disfrute de oscuras fantasías rituales desde situaciones acomodadas y un sentido fetichista de la cinefilia, expresadas en forma de juegos con las estructuras de los relatos y los puntos de vista. Las infracciones escapistas de las criaturas de ficción se confunden con las de los propios creadores. Una controversia que también aqueja al nordic noir embrionario de Pusher: un paseo por el abismo (Nicolas Winding Refn, 1996) e Insomnia (Erik Skjoldbjærg, 1997); películas españolas como Todo por la pasta (Enrique Urbizu, 1991), El beso del sueño (Rafael Moreno Alba, 1992) y Al límite (Eduardo Campoy, 1997); y la alemana Corre Lola, corre (Lola rennt, Tom Tykwer, 1998).
Existen, por supuesto, ejemplos en los noventa de neo-noir con un mayor equilibrio entre las inquietudes artísticas y psicológicas del creador y el entretenimiento del espectador, y su valor para expresar algo significativo sobre el mundo real que nos rodea: Ley 627 (Bertrand Tavernier, 1992), La escolta (La scorta, 1993), El odio (La haine, Mathieu Kassovitz, 1995), Hana-bi: Flores de fuego (Takeshi Kitano, 1997)… lo que quizá no supo ver Ansen en pleno desarrollo del género, es que, si bien resulta innegable que, en cintas como Batman Forever (Joel Schumacher, 1995) y Mulholland Falls, la brigada del sombrero (Lee Tamahori, 1996), los componentes fetichistas y preciosistas devoran los fotogramas, en otras revelan las convulsiones por las que atraviesa la imagen analógica en su tránsito a lo digital, la conversión de lo noir en repertorio de signos libres de significados unívocos, y la disgregación hipermoderna de la subjetividad uniforme que solía caracterizar los relatos hasta cuando se repartía el protagonismo de los mismos o se trastocaba el orden temporal de la narración. El neo-noir como estado de conciencia, hendido además por un escepticismo y unas expectativas de cortes milenaristas: Seven (David Fincher, 1995), La trama (1997), Dark City (1998), Following (1998), Nivel 13 (1999), El club de la lucha (1999), Cowboy Bebop (1998) —anime al que dedica artículo en el dossier Damián Bender—, Matrix (Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 1999), Memento (Christopher Nolan, 2000), Donnie Darko (Richard Kelly, 2001), Mulholland Drive (David Lynch, 2001) y El caso Bourne (The Bourne Identity, Doug Liman, 2002), entre otras.
Nicholas Christopher incide en algunas de estas ideas cuando se adentra en Sospechosos habituales (The Usual Suspects, Bryan Singer, 1995), una de las propuestas más influyentes de la década. Christopher entiende la película de Bryan Singer como “una historia sobre las implicaciones de contar historias, y sobre la intriga que rodea al papel en ello del narrador”. En especial, cuando los motivos para narrar esa historia de una determinada manera, se erigen a su vez en otra historia, sujeta asimismo a causas y vaivenes… Todo ello genera ramificaciones que dificultan concretar una realidad determinada, un sentido para los hechos, una moral aplicable a los comportamientos del personaje y el propio realizador. “Lo que se amplifica, se acorta o se omite”, concluye Christopher, “y las infinitas variaciones que se deducen de ello, son la verdadera historia en una película como Sospechosos habituales: la historia detrás de la historia, el mundo dentro del mundo, la palabra tras la que late otra palabra. Las revelaciones que se deducen, no tanto del contenido de las imágenes, como de contemplar el cómo y el porqué de que se nos brinde un relato, y la fusión entre elementos esenciales tan dispares como memoria, fantasía, la verdad y mentira” 8.
Lazos ardientes
VI. Simular el mundo, pintar la imagen.
El lector que haya tenido la paciencia y la generosidad de llegar hasta aquí, probablemente se estará preguntando a la vista de tantas etapas, la cascada de títulos, los enredos y requiebros discursivos, ¿qué es en definitiva el neo-noir? ¿Todo aquello que se produjo a partir del fin del ciclo inicial de cine negro auspiciado por Hollywood hace setenta años? ¿Un destilado de lo que nos han ofrecido el post noir, el after noir, el retro noir y el faux noir…? ¿Qué no es neo-noir? ¿Llevamos siete décadas tratando de enmendar la plana a un movimiento primero, deconstruyéndolo y reinventándolo? ¿Es posible que el neo-noir lo abarque todo porque su identidad es ninguna? Es justo lo que creen ensayistas como Robert Arnett, Jake Hinson o Eddie Muller, quienes conciben el neo-noir como una etiqueta crítica y comercial para vender una plétora de manifestaciones surgidas en todo el mundo a raíz de un Big Bang inicial que, ya en sí mismo, como apuntábamos al inicio de este texto, tuvo una consistencia frágil como ciclo.
Algo que, por otra parte, señala en concreto Jake Hinson, puede estimarse una ventaja: “un género necesita adaptarse a los tiempos y las cinematografías. La rigidez de los códigos del western, por ejemplo, no ha ayudado nada a que esté presente en el panorama fílmico durante las últimas décadas. La esencia del noir radica en la simpatía de gente corriente por el diablo, y la esencia del neo-noir radica en el interrogante acerca de dónde habita realmente ese diablo: si en el sistema, el Otro, uno mismo, o la naturaleza del propio relato. No importa la multiplicidad de las formas del cine negro, puesto que giran siempre en torno al corazón de las tinieblas que son el corazón humano y la razón de nuestros desvelos creativos”. De hecho, iniciado el siglo XXI, la apertura absoluta de los códigos, la transversalidad de los medios expresivos, la conversión vía lo digital de las imágenes en el mundo mismo, y la apariencia de calma mientras se sucedían tempestades como la crisis financiera asiática de 1997, el 11-S, y la recesión de 2008, se conjugan para hacer del neo-noir, sobre todo, una sensibilidad, ya no tanto cinéfila como freak, que se aviene a una multiplicidad de intenciones sin exigir a cambio un reconocimiento explícito, fe de vida.
Mientras se pone a la venta el primer videojuego de éxito en este registro, Max Payne (2001), el polaco Dawid Marcinkowski crea el primer neo-noir interactivo para Internet, Sufferosa (2010), y el comic book noir de El protegido (Unbreakable, M. Night Shyamalan, 2000), Camino a la perdición (Road to Perdition, Sam Mendes, 2002), Constantine (Francis Lawrence, 2005), Una historia de violencia (A History of Violence, David Cronenberg, 2005), Sin City I y II (Robert Rodriguez, Frank Miller, 2005-2014), Renaissance (Christian Volckman, 2007), El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008), The Spirit (Frank Miller, 2008) y Jessica Jones (Melissa Rosenberg, 2015- ) le devuelve al universo de la historieta su querencia tradicional por lo negro. Christopher Nolan continúa investigando la arquitectura puramente cinematográfica del género con el remake Insomnio (Insomnia, 2002) y con Origen (Inception, 2010). Infernal Affairs (Andrew Lau, Alan Mak, 2002), Oldboy (Park Chan-wook, 2003), Blind Shaft (Li Yang, 2003) y A Bittersweet Life (Dalkomhan insaeng, Kim Jee-woon, 2005) consolidan la pujanza del neo-noir asiático, al que ya no se podrá dejar de prestar atención. Y Fred Cavayé, Olivier Marchal y Jacques Audiard reverdecen los logros pasados del polar francés.
Acontecen eventos de intensidad y duración variable, como el teen noir practicado por la serie televisiva Veronica Mars (Rob Thomas, 2004-2007) y Brick (Rian Johnson, 2005), y una mixtura entre género y autoría que habían preludiado Cyclo (Tran Anh Hung, 1995), Carne trémula (Pedro Almodóvar, 1997) o el cine de Aki Kaurismäki, y que desemboca en Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore, Paolo Sorrentino, 2004), Caché (Michael Haneke, 2005), El hombre de Londres (Béla Tarr, Ágnes Hranitzky, 2007), El silencio de Lorna (Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne, 2008), Elena (Andrei Zvyagintsev, 2011), La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) y Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu’da, Nuri Bilge Ceylan, 2011). También vale la pena mentar películas de moda en una u otra temporada, casi siempre por razones sintomáticas, aunque su brillo coyuntural ilumine cinematografías sobre las que no se tienen a veces demasiadas noticias: la argentina Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000); las brasileñas Ciudad de Dios (Cidade de Deus, Fernando Meirelles, Kátia Lund, 2002) y Tropa de elite (José Padilha, 2007); la sueca Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, Niels Arden Oplev, 2009) y sus secuelas, cima del interés popular por el nordic noir; la tailandesa Slice (Kongkiat Khomsiri, 2009); la australiana Animal Kingdom (David Michôd, 2010); la británica Kill List (Ben Wheatley, 2011); la saga hindú Gangs of Wasseypur (Anurag Kashyap, 2012); y la producción francesa El desconocido del lago (L’inconnu du lac, Alain Guiraudie, 2013).
Negocios ocultos (Dirty Pretty Things, Stephen Frears, 2002)
En cuanto a la industria del audiovisual estadounidense, continúa siendo tan vigorosa y proteica en estos últimos tres lustros como para generar rarezas, de El juramento (The Pledge, Sean Penn, 2001) a Animales nocturnos (Nocturnal Animals, Tom Ford, 2016); ocasionar por otro lado microclimas genéricos,como el rural noir posterior al estallido en 2008 de la crisis económica, que integran entre otras A Single Shot (David M. Rosenthal, 2013), Frío en julio (Cold in July, Jim Mickle, 2014), el reboot televisivo Fargo (2014-), Comanchería (Hell or High Water, David Mackenzie, 2016) y The Neighbor (Marcus Dunstan, 2016); y preservar y restaurar algunas de las esencias más íntegras del noir con acontecimientos televisivos como The Wire (David Simon, 2002-2008) y The Shield (Shawn Ryan, 2008). Lo más notable, con todo, es un ecosistema de cineastas en el que han tenido cabida supervivientes como Brian De Palma, William Friedkin y Sidney Lumet; maestros venerados como Martin Scorsese y Clint Eastwood; colegas en rumbo de serlo, como los hermanos Coen y David Fincher; promesas como Ben Affleck y jinetes solitarios como Michael Mann; figuras tan apasionantes y polémicas como Antoine Fuqua y David Ayer, y asimilados a su sistema de producción como Dennis Villeneuve y Nicolas Winding Refn.
Para apreciar hasta qué punto goza de buena salud el neo-noir, creamos en el término o no, satisfaga las esperanzas depositadas en sus discursos y sus formas, basta con remitirse a un año tan próximo como 2014, en el que nos topamos con La isla mínima (Alberto Rodríguez), una de las mejores películas en la historia del cine español; Black Coal, de Diao Yinan, retrato desolado y desolador de la China contemporánea que ganó el premio al mejor director en la Berlinale; Nightcrawler, de Dan Gilroy, o el secundario rastrero interpretado en el cine negro clásico por Peter Lorre, transformado en el protagonista que merece nuestro presente; John Wick, la enésima reinvención (exitosa) del hombre sin estrella; Puro vicio (Inherent Vice), o Paul Thomas Anderson leyendo a Thomas Pynchon y Raymond Chandler con Robert Altman atravesado en la mirada; y la primera temporada de True Detective (Nic Pizzolatto, 2014- ), producción televisiva mágina, de sentidos inagotables.
En un momento de la misma, Rustin Cohle (Matthew McConaughey) cavila acerca de “la conciencia humana como trágico error de la evolución, separada del Ello y condenada por eso al fracaso”. Es tentador calificar la reflexión escrita por Nic Pizzolatto como propia del neo-noir, hasta que caemos en la cuenta de que Frank McCloud (Humphrey Bogart) venía a decir exactamente lo mismo en un clásico del cine negro, Cayo Largo (Key Largo, John Huston, 1948): “Cuando tu cerebro dice una cosa y toda tu existencia dice otra, tu cerebro acaba siempre por perder”. Al fin y al cabo, como sucede con tantas otras expresiones de la cinefilia, puede que el neo-noir no haya perseguido tanto durante décadas crecer a partir del noir, como volver al útero materno.
La isla mínima
- HANSON, Helen & SPICER, Andrew (2013): A Companion to Film Noir. Hoboken, NJ: Wiley-Blackwell, p. 95. ↩
- CASAS, Quim (2017): “Dossier policiaco americano 1995-2016 – Una introducción”, en Dirigido por… nº 473, enero, Barcelona: Dirigido Por, p. 48. ↩
- BROX, Óscar (2014): Nicolas Winding Refn: Luces y sombras del thriller contemporáneo. Madrid: Macnulti Editores, p. 22. ↩
- EVERITT, David (2000): “The New Noir: In the Daylight, But Still Deadly”, en The New York Times, 23 de enero, Nueva York: The New York Times Company, sec. 2:28. ↩
- Ver nota previa. ↩
- RUBIN, Martin (1999): Genres in American Cinema: Thrillers. Cambridge, Cambridge University Press, p. 242. ↩
- SALGADO, Diego (2016): “Dossier William Friedkin (2ª parte): El thriller, fracaso y reivindicación: Vivir y morir en Los Ángeles, Jade, Killer Joe”, en Dirigido Por… nº 469, septiembre, Barcelona: Dirigido Por, pp. 46-49. ↩
- CHRISTOPHER, Nicholas (1997): Somewhere in the Night: Film Noir and the American City. Nueva York: The Free Press, Simon & Schuster – pp. 250-51. ↩