Crónicas desde San Sebastián #68SSIFF
Tercera y última parte Por David Martínez de la Haza
Aléjenme de los pianistas que al interpretar una partitura no tocan ni una nota en falso.
Nomadland, la indiscutible (por hype, por galardones, porque a grandes rasgos prácticamente no se ha hablado de otra cinta en lo que va de septiembre) película de la temporada llegaba como el gran nombre marcado en rojo dentro de la sección Perlas al Festival de San Sebastián. León de Oro en Venecia y reciente Premio del Público a la mejor película en Toronto, una cosa totalmente monopólica. La pregunta que muchos entonces ser harán es: ¿hay para tanto?
Y, bueno, justamente sí, para tanto hay. Mejor dicho, hay para tantísimo. Hay de sobras y por todos los lados. Pero esto no me parece algo esencialmente favorable.
Chloé Zhao fabrica un relato abrasivamente amable a partir de una realidad de hecho bastante cruel, como es la historia de Fern, una mujer de 60 años (una Frances McDormand haciendo justo lo que uno imagina que puede hacer Frances McDormand) que ha perdido su trabajo, su vivienda, su dinero y a su marido durante la crisis económica de la pasada década y cuya forma de subsistencia es recorrer en su furgoneta (el último bien material que le queda) la Norteamérica rural en busca de empleos de temporada en una forma de nuevo nomadismo. En su periplo, las relaciones con la gente que va encontrando, gente toda ella buenísima y que no pierde la sonrisa por más que sus circunstancias vitales sean devastadoras, van moldeando su forma de asumir su propia condición y su destino.
A partir de esta base argumental, Zhao filma los rostros y los actos de los márgenes de entre los márgenes del imaginario rural norteamericano, pero lo filma desde un sentido estético divergente a lo narrado. Sus líneas maestras parecen sacadas de, vamos a decirlo, no pasa nada, no pun intended, la publicidad, con sus picos y valles de impacto emocional y sus grandes recursos impersonales formales. En esos preciosos grandes planos generales, la distancia de la cámara no parece usarse para aprehender una cierta objetividad narrativa sino una intención de embellecimiento ficticio, de romantización calculada para calar en el sentimentalismo de forma milimétrica apelando a una «gran belleza» circundante: fotografía, montaje, música (un Ludovico Einaudi una y otra y otra y otra vez, encantado de escucharse). A la emoción por la grandilocuencia, si lo prefieren.
Entonces, ¿es Nomadland una buena película? Digamos que creo que es una película muy inteligente. ¿Me importa esta película unas horas después de verla? Apenas.
Nomadland
Acomodar una historia con un elemento dramático explosivo que aguarda latente en su interior para envolverla de forma y manera que parezca una cosa chiquita, casi sin importancia, una levedad, hasta que las circunstancias concurren para desestabilizar dicho elemento dramático y lo hagan implosionar dejando heridas más o menos incisas en la superficie y más o menos contusas en el interior. Esta parece ser la forma de obrar del cineasta danés Thomas Vinterberg, al menos en sus dos películas más celebradas como son Celebración (Festen, 1998) o La Caza (Jagten, 2012)
En esta Druk (Another Round) el patrón Vinterberg también parece estar presente, si bien el elemento dramático nuclear aquí (alcoholismo, agotamiento, crisis de mitad de la vida) parece menos tormentoso que en las cintas previas mencionadas. Vinterberg ofrece un cuento moral que flirtea con el nihilismo, pero manteniendo siempre una cierta compostura tonal, un freno de mano narrativo de cara a evitar que un material que de base pudiera resultar proclive al desmadre se le vaya muy de rumba.
Esa contención puede ser la mayor virtud de Druk. Pero también su mayor pecado, porque, pudiendo apuntar sus miras hacia la consecución del manifiesto definitivo sobre el escepticismo moral de la Europa del Siglo XXI en forma de revisión actualizada y por la vía fluida de La Gran Comilona (La grande bouffe, 1973) de Marco Ferreri, la película se queda en una tragicomedia meritoria y bastante divertida, con algunos momentos de riqueza sentimental cinematográfica como esa memorable escena final que queda para el recuerdo.
Druk
El final de mis crónicas de San Sebastián va para dos películas que merecen ser atesoradas en la memoria por mucho tiempo. Dos de las obras, a mi juicio, más meritorias que han formado parte de la programación del festival.
En A Metamorfose Dos Pássaros, Catarina Vasconcelos dibuja su propia genealogía desde lo íntimo, casi como si fuera una lectura inversa de Cien Años De Soledad en la que, por fin, contrariamente a las tesis del realismo mágico, los hechos cotidianos se muestran casi como fantasías reposadas con las que deleitarse en silencio y donde las voces del pasado retumban como ecos del futuro sobre un presente esperanzado.
Tres generaciones desnudan sus recuerdos y comparten sus vivencias, marcadas en un inicio por la ausencia de la figura paterna primigenia, Henrique, cuya dedicación como marinero le obliga a estar largas temporadas fuera de casa impidiéndole ver crecer a sus hijos. De esta forma, el hombre debe valerse de las cartas enviadas por su esposa para llenar con recuerdos apócrifos a partir de los relatos recibidos los espacios creados en su mente por el anhelo de familia, al igual que sus hijos llenan dichos espacios por las narraciones de su madre.
Así, los recuerdos desfigurados por el tiempo y por la memoria dan forma a un tejido cinematográfico de honda belleza serena, presentado casi como un fado ligero y agridulce en el que las piezas se van uniendo con un desorden equilibrado para acabar configurando un retrato familiar en el que los huecos del rompecabezas se llenan con pequeñas ficciones. Y está todo bien así porque, como afirma la propia Vasconcelos, «aquello que el ser humano no se puede explicar, lo inventa«.
A Metamorfose Dos Pássaros
He nacido para revolucionar el infierno. Ese enigma rezaba el tatuaje en el brazo del cadáver que aparece al principio de, justamente, Tatuaje, primera aventura de Pepe Carvalho (1976) de Bigas Luna. Y algo así es lo que hubiera debido sentir Dea Kulumbegashvili si estuviera al tanto de los cruces de declaraciones y de las encendidas defensas y furiosos ataques (incluyendo a personas que ni siquiera han visto la película) que Beginning ha provocado tras sus proyecciones en San Sebastián. Yo pensé que 2016 ya estaba superado y no tendríamos que volver al mítico «¡no todo vale!» gritado tras el pase de Nocturama (Bertrand Bonello, 2016), pero claramente me equivoqué.
Beginning es una obra ante todo repleta de desesperanza que, muy adentro y más allá de otras consideraciones, parece establecer un esquema de matrices sobre la imposibilidad de aniquilar el mal en la sociedad. En ese sentido (y en algún otro más que no parece prudente revelar) es una película en cierto modo hermanada con Post Tenebras Lux (Carlos Reygadas, 2012) e incluso con Luz silenciosa (Carlos Reygadas, 2007). Por eso sí entiendo y apruebo las eventuales comparaciones con Carlos Reygadas (no así, EN NINGÚN CASO, con otros nombres que se mencionan a la hora de referenciar el asunto como, por ejemplo, Gaspar Noé), porque aquí en Beginning también parecen anidar ideas sobre la culpa y la imposibilidad de la redención bajo un estricto sentido de la estética que en cierta manera puede recordar, siquiera vagamente, al del cineasta mexicano, si bien definitivamente la película de Kulumbegashvili es bastante más árida y triste de lo que probablemente Reygadas haya sido capaz de plantear en su filmografía hasta el momento.
Tiempo habrá de seguir escudriñando los múltiples misterios que esta obra desbordante plantea tanto en sus formas como en su fondo para aquel que quiera afrontarla con la mirada limpia y la conciencia tranquila, pues la conciencia es el sagrario más íntimo en el que el hombre se encuentra a solas con la voz de Dios. Será entonces, en un eventual futuro estreno comercial, cuando podamos (volver a) disfrutarla. O sufrirla, ya se verá.
Hasta entonces, quedará el recuerdo.
Quedará la angustia.