Crónicas desde San Sebastián #68SSIFF
Primera Parte Por David Martínez de la Haza
Todas las alarmas se encienden cuando Woody Allen anuncia su película-postal de la temporada, probablemente porque esta, digamos, saga tuvo su pistoletazo (gatillazo más bien) de salida con ese pastiche infecto llamado Vicky Cristina Barcelona (2008), el punto más bajo a nivel creativo de Allen. A ella le siguió la meritoria Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), aquel gran acierto a nivel popular, aplaudido casi unánimemente por su sorprendente acercamiento a la fantasía romántica dando forma a los particulares homenajes de Allen a determinadas filias. Tras ella, A Roma con amor quedó como una anécdota simpática y tontorrona que parecía poner fin de un modo más bien torpe a esa irregular trilogía.
Casi una década después, se viene Rifkin’s Festival, otra postal con Woody Allen como remitente, que utiliza además la excusa contextual del Festival de Cine de San Sebastián para poner a planos de nuevo las neurosis que han marcado a fuego su obra previa. Porque más que nunca, este viejo Allen parece querer echar la vista atrás para acabar riéndose de todo y de todos, de sí mismo el primero (atreverse a meter de hecho dos historias de atracción-seducción entre dos personas con diferencia de edad significativa parece toda una declaración de principios o, según se mire, de ausencia de principios). Ahí están esos tics que conforman el patrón de la vieja confiable alleniana: existencialismo naif, hipocondría, burguesía cultural. Pero todo ello aquí no está tratado ni como un dogma de fe ni con un arañazo feroz, sino con un distanciamiento paródico, bastante jocoso, lo cual probablemente es la única forma de tratarlo o, si más no, la más sana cuando estás a punto de cumplir 85 años.
Y como el tiempo pasa para todos, probablemente esté bien que nosotros tampoco nos tomemos muy a la tremenda toda esta chirigota y que nos quedemos con lo bueno, como por ejemplo con esas escenas-reverencia a cintas clásicas que aparecen en forma de remakes recontextualizados para adaptarlos a la narrativa de la propia Rifkin’s Festival, con Bergman y Buñuel (no menciono más para evitar spoilers) como los homenajes probablemente más brillantes. Quizás estemos simplemente ante una ópera bufa, una simpática nadería que no trae consigo mayor intención que hacer sonreír ocasionalmente y pagar unas cuantas facturas pendientes. Pero el hecho de no haber convertido Rifkin’s Festival en una obra inaguantable como la mencionada Vicky Cristina Barcelona y al menos poder intuir cierto cariño por sus personajes, a diferencia de la reciente Día de Lluvia en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019), creo que podamos darnos por parcialmente satisfechos.
Rifkin’s Festival
Por su lado, Michel Franco sigue tras la estela de Gaspar Noé para relevarle como el nuevo mesías de la doctrina del shock audiovisual. En Nuevo orden (estilizada en sus títulos con letras invertidas, en el que parece ese primer saludo de Franco al director argentino) construye un relato semidistópico a propósito de la lucha de clases, que parte de la celebración de una boda en el casoplón de una familia de clase alta. Este tramo inicial atrapa por su liviandad modélica y esa a priori certera mirada a la hora de mostrar los claroscuros morales de la burguesía.
No obstante, la película decide alejarse de esta premisa conforme avanza hacia su nudo argumental. Así, justo cuando podríamos casi adivinar que la obra iba a juguetear con ese cierto tono vitriólico, casi cínico, que hubiera podido alinearle justamente con compatriotas contemporáneos como Alejandra Márquez Abella y su Las niñas bien (Alejandra Márquez Abella, 2018) e incluso con Manolo Caro y su serie La casa de las flores (2018-2020), Franco se pone demasiado estupendo -perdón por la frase, Audiencia Nacional- como para “rebajarse” a esto y entra en modo diablo (esto es, en modo moral) para poner la puntillita a su reflexión: todos somos malos, pero algunos son simplemente peores. Y, claro, el cine de denuncia es como todo: mejor cuanto más sutil. Pero todo esto acaba negándose aquí dejando que la violencia extrema y la crueldad a cholón sean faro y guía para remarcar el tono final de una cinta que clausura con ese axioma que recuerda que “solo los muertos han visto el final de la guerra” y que tiene pinta de dividir a la audiencia en bandos irreconciliables.
Nuevo orden
De Kimi Raikkonen se decía que era el poeta de la velocidad. Claro, esto era antes de estar conduciendo un Alfa Romeo Racing y sudar auténtica sangre a la hora de poder pasar de la Q1. Perdón, que me desvío. El caso es que, si Kimi fue el poeta de la velocidad, Tsai Ming-Liang podría considerarse el poeta de la humedad. Ahí están las frutitas de El sabor de la sandía (Tian bian yi duo yun, 2005), el escape de agua al inicio de la injustamente vilipendiada Visage (2011) o la lluvia torrencial de Stray Dogs (2013). En Days, la obra que nos ocupa, esa obsesión textural, por así decirlo, del autor taiwanés se torna en constante, desde la tormenta que observa tras el cristal con la mirada perdida Lee Kang-Sheng al inicio de la cinta hasta el agua con la que lava parsimoniosamente las verduras mientras se prepara la comida, pasando, claro, por ese untuoso masaje que recibe el protagonista y que es el núcleo dramático y elemento bisagra de la cinta. Este recurso aporta la fisicidad finalmente necesaria al relato, puesto que entra en confrontación con la parquedad escénica y el rigor meticuloso en la mirada que Ming-Liang construye su película. Un rigor casi ascético a la hora de mostrar tanto la cotidianidad que se asienta sobre la soledad como, de igual manera, la manera en que dicha soledad estalla ante apenas un gesto asociado a una pequeña caja de música, dando lugar a un momento de auténtica belleza y de sincera emoción que deja un nudo en el estómago y dos en el corazón, coronando a esta Days como una de las obras clave de 2020.
Days
Kiyoshi Kurosawa parece haber ido dejando de lado el fantástico en los últimos tiempos. Ya Journey to the shore (2015) y Le secret de la chambre noir (2016) de forma más o menos marginal con la inclusión de lo sobrenatural en el relato, mientras que su reciente To The Ends of the Earth (2019) se valía de un foco naturalista para centrarse en reflexionar sobre la soledad y la angustia. En esta La mujer del espía (Spy no tsuma, 2020), Kurosawa da el volantazo definitivo creando un melodrama bélico de regusto clásico, con intrigas, espionaje y romance de doble y triple cara en Japón durante la II Guerra Mundial. Y si la primera sorpresa llega con su acercamiento a un género tan escasamente sospechado para quien conozca la filmografía del director japonés, la segunda se basa en la elegancia con la que Kurosawa filma esta obra, con su escala de planos y juegos de confrontación de personajes y acción; valga como un ejemplo al que volver una y otra vez: la construcción de la fabulosa secuencia del bombardeo desde el sanatorio en el tramo final de la época. De igual manera, como todo buen melodrama merece, la épica en lo emocional queda igualmente subrayada, tanto en sus momentos de desborde como de contención, y el juego de engaños y traiciones traspasa la propia trama y se instala en el espectador, dejando una sensación francamente agradable.