Cuento de invierno

La ciencia infusa Por Ignacio Pablo Rico

Los minutos iniciales del segundo de los largometrajes que integran los «Cuentos de las cuatro estaciones» nos brindan una paradoja, una ironía y una sorpresa.

La paradoja: que ese desplazamiento de la cámara a través del mar y del cielo que abre Cuento de invierno corresponda al estío, como así lo hacen los minutos subsiguientes. Felicie y Charles, la pareja que protagoniza esta evocativa secuencia, pescan desde una barca, cocinan juntos lo capturado, y se pasean, con una desnudez de resonancias edénicas, por la orilla.

La ironía: que este sea el único de los filmes de Rohmer —pese a que Pauline en la playa (Pauline à la plage, 1983) y El rayo verde (Le rayon vert, 1986) admitan matices en este sentido— donde el verano está cargado de una gran relevancia para los personajes. A menudo, en su cine —de La coleccionista (La collectionneuse, 1967) a Cuento de verano (Conte d’été, 1996) el verano se ha manifestado a modo de interludio vital cargado de oportunidades perdidas y condenado a su apreciación retrospectiva. De hecho, unos intertítulos —«cinco años después»— nos revelarán que este montaje de planos breves, invocación de los gestos que han dado forma al romance, son parte de un tiempo pasado. A menudo, es solo así, en el ensueño o en los relatos imaginados, como las heroínas de Rohmer son capaces de abrazarse a lo vivido. Mientras tanto, casi siempre son felices sin saberlo o sin reconocerlo.

Y la sorpresa: la música extradiegética, tan extraña en la filmografía de Rohmer, acompaña este prólogo costeño. El mar, el amor, la música, dan forma a la añoranza de una vida entendida —al menos desde el presente de Felicie— como ensueño antiburgués, muy a la contra de lo habitual en la filmografía rohmeriana, y que nos remite a Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936). Concretamente, al desliz onírico de aquel obrero que se permitía concebir una cotidianeidad dignificada por el amor y el trabajo.

Cuento de invierno

La primera vez que Felicie sigue a un hombre que cree que es Charles, se internará en un populoso mercadillo, transitado por franceses de clase modesta e inmigrantes de origen africano. Conviene recordar en este punto que los años 90 franceses no solamente trajeron «nuevas olas» —procedentes, mayoritariamente, de Argelia, Marruecos y Túnez—, sino fuertes debates en torno a la legislación migratoria que propiciaron las controvertidas leyes Méhaignerie y Pasqua, las cuales obtuvieron como rotunda réplica la consolidación del movimiento de los «sin papeles». El interés de Rohmer por mostrarnos retazos de este París popular responde a una motivación persistente en una filmografía que, de manera constante, ha prestado atención, a lo largo de casi medio siglo, a las transformaciones del paisaje parisino y, en consecuencia, de quienes lo habitan: la Francia capitalina y joven de los estudiantes en Nadja en París (Nadja à Paris, 1964); las absurdas reconfiguraciones urbanísticas de los 60 en Place de l’Étoile (1965); la bulliciosa e insomne experiencia nocturna en bares y apartamentos en Las noches de la luna llena (Les nuits de la pleine lune, 1984); los gélidos nuevos barrios residenciales trazados con escuadra y cartabón en El amigo de mi amiga (L’ami de mon amie, 1987); o esa prospección de los parques parisinos en Los bancos de París (Les bancs de Paris), segundo episodio de Tres romances en París (Les rendez-vous de Paris, 1995). Por tanto, no es de extrañar que Rohmer, antes o después, volcara su interés en los espacios y hábitos de las clases modestas, habitualmente observadas con un cierto distanciamiento, ya fuera desde la arrogancia —el juicio brutal al que es sometida la empleada de La panadera de Monceau (La boulangère de Monceau, 1963)— o desde el respeto —el músico y marinero de Cuento de verano—. En el fondo, el realizador se está aproximando a un doble ideal: uno de tintes evangélicos, apelando a través de la Francia pas exquis a los simples de espíritu; y otro de raigambre literaria, pues, ¿no son la reflexiva empleada de peluquería y el apasionado cocinero que se siguen amando más allá del tiempo y del espacio versiones contemporáneas de aquellos pastores que filosofan acerca de las formas del amor en las églogas, tan queridas por Rohmer?

Cuento de invierno

Entre París y Nevers, asistimos a las horas y los días de Felicie, una esteticién que intenta decidirse entre dos hombres: el cultivado Loïc y el «patriarcal» Maxence. Al igual que otros protagonistas de Rohmer, ella intenta justificar moralmente la apuesta por uno u otro; pero despojada de todo intelectualismo, su capacidad para el autoengaño tiene un recorrido necesariamente más breve que los del Jerome de La rodilla de Clara (La genou de Claire, 1970) o la Sabine de La buena boda (Le beau mariage, 1982): no media apenas distancia entre lo que le dicta a Felicie su corazón y aquello que finalmente termina haciendo. La necesidad de «jugar» a vivir mientras espera la «segunda venida» de Charles puede convertir a Felicie, a nuestros ojos y a los de sus congéneres, en una mujer caprichosa. Sin embargo, su fidelidad a sí misma hace de ella un ser casi único en la filmografía del galo. Esa sencillez «de clase» —a Felicie le pueden interesar el teatro o la literatura, pero no sistematizar conocimientos en torno a ellos— se ve reflejada, asimismo, en su alma cándida, lo cual sirve asimismo para entender ese talante más bien voluble.

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En no pocas ocasiones, Felicie se ve reflejada en la hija de seis años que tuvo con Charles, Elise. El modesto belén en casa de la abuela alimenta la felicidad navideña de la pequeña, pero es a su vez un eco —tengamos en cuenta que el pesebre del Niño Jesús comparte encuadre con una pantalla de televisión— de ese providencialismo relajado y sincrético, de sincera llaneza pero asombrosamente firme, que guía los pasos de Felicie, en el fondo imbuida de esa puerilidad sin la cual no podemos Creer. Dice Jesús en el Evangelio de Mateo: «Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18:3). Cuando madre e hija se dan las buenas noches, un hitchcockiano movimiento de cámara centra nuestra atención en la fotografía de Charles, que preside el cuarto de la niña. Felicie se marcha, apaga la luz, pero Charles continúa colmando el encuadre, custodiando a Elise desde la ausencia presente, como si de un crucifijo se tratara.

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Felicie nos recuerda que ella se dedica a la esthétique, es decir, a «la belleza», y por eso jamás renegaría del amor supremo, «perfecto» en sus palabras, que le rinde a Charles. Mientras se mueven a través de la noche en el automóvil de Loïc, Felicie acusa a su amigo de creer «solo en lo que está escrito» y, acto seguido, discurre sobre la reencarnación, la fe y la reminiscencia en términos que resultarían familiares a Platón o Blaise Pascal. Con verdadera admiración, él le contesta que ha sido agraciada por Dios con la ciencia infusa, es decir: «una sabiduría divina, no alcanzada con industria ni estudio humano […] una Teología que viene de arriba, se aprende cursando la escuela del cielo, donde lee la cátedra la misma sabiduría, que es Dios»1. Si Sabine, en La buena boda, soñaba un mundo mirando más allá de los ventanales, y Delphine, en El rayo verde (Le rayon vert, 1986), retraía su mirada del exterior, Felicie ignora el bello paisaje que conecta París y Nevers porque cierra los ojos, vuelta hacia sí misma. La claridad perseguida llegará, con una naturalidad que le faltaba al hipócrita Jean-Louis de Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969), en la Catedral de Nevers como manifestación del poder meditativo del rezo: «la oración está radicalmente vinculada a la vida cotidiana y es la primera de todas las materias de enseñanza» 2. Con la oración, reaparece brevemente la música, extradiegética como Dios: apenas unas notas que bastan para envolver a Felicie, por unos instantes, en la calidez —mística, esta vez— del verano perdido. Ahora ella ve. La magia se manifestará en el encuentro, improbable e inevitable, entre Charles y Felicie; pero sobre todo, aflorará en uno de los detalles más arriesgados de toda la obra del director: ¿cómo puede ser Dora, la acompañante de Charles, quien descubra a Felicie, a quien nunca antes había visto, sentada frente a ella y él en el autobús? El movimiento de cámara que nos lleva del rostro de Dora al de Charles, y la posterior mirada de Felicie cristalizada en el rostro del amado, apelan a un reconocimiento de orden extrasensorial, aunque la cámara de Rohmer lo exprese a través de una dialéctica de los cuerpos. Al fin reunidos, dispuestos a celebrar la fiesta que despide el año, Felicie, Charles y la familia de esta desaparecen del salón, dejándonos a solas con los niños, ajenos al bullicio del mundo adulto. Mañana Felicie tendrá que sopesar sus opciones con la madurez conquistada a lo largo del metraje, pero esa noche alumbra el tiempo de la ilusión. Así, con el pesebre de fondo, nos despedimos entre risas infantiles y misteriosos regalos esperando a ser desenvueltos por las pequeñas manos. Porque «el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3:5).

 

  1. De Jesús Sánchez Dávila, Tomás (1606): Vida, virtudes y milagros de la Bienaventurada virgen Teresa de Jesús.
  2. Guerra Martínez, Antonio José (2018): El poder de la oración, Verbo Divino.
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