Cuestión de sangre

Así nos vemos Por Pablo Sánchez Blasco

El actor y director Tom McCarthy alcanzó un reconocimiento unánime con su drama Spotlight (2015), una crónica minuciosa sobre el equipo de reporteros que descubrieron los abusos a menores en la Iglesia católica de Massachusetts. Spotlight, como nuevo exponente del cine sobre periodistas, no cuestionaba en absoluto su género y, si por algo sobresalía o, a fin de cuentas, sobresalió en aquel momento, fue por el impacto de su temática y por algunas diferencias respecto al modelo instaurado por Alan J. Pakula en Todos los hombres del presidente (All the president’s men, 1976). Donde en aquella veíamos el trabajo solitario de Woodward y Bernstein, en Spotlight aparecía el esfuerzo simultáneo de un equipo de investigadores. Donde una exaltaba la insistencia fuera de toda norma, la otra alababa la modestia del profesional. Y donde la primera destapaba una trama que aliviaba la inocencia del resto de ciudadanos, la de McCarthy apuntaba hacia una culpa y un silencio cómplices sin los que no hubieran sido posibles los abusos sexuales.

En Spotlight todos son, o todos somos, culpables. Culpables los sacerdotes, por supuesto, y las instituciones que los protegieron para protegerse a sí mismas. Culpables los testigos que no declararon y las autoridades que no les atendieron. Y culpables también los periodistas que no investigaron las llamadas cuando tuvieron la ocasión. Las últimas escenas de Spotlight se despedían con una sensación agridulce y alejada del heroicismo, como la sombra de una duda que ahora se traslada a las imágenes de su nueva película: Cuestión de sangre (Stillwater, 2021). Un malestar interno, quizá. O una premonición culpable que atañe a los hechos del pasado tanto como a los que están por suceder. Incluso las escenas más apacibles del drama, como el baño en el Mediterráneo o el cruce de miradas en el salón de Virginie, se encuentran teñidas por una sospecha indefinible de amenaza o de espejismo, de que lo que vemos no puede durar demasiado, hasta llegar a la frase que hace manifiesto el determinismo moral en este nuevo thriller de McCarthy: Papá, ¿por qué somos así?

Cuestión de sangre

¿Por qué nos comportamos de esta forma? La pregunta realizada por Allison a su padre Bill nos revela dos aspectos básicos en Cuestión de sangre. Por un lado, la intención de mostrarnos algo así como un retrato crítico de la cultura estadounidense desde sus fantasías de género, sobre todo las de falso culpable. Por otro, la formulación de McCarthy en una voz de plural, ya que su intriga no apunta solo a la supuesta inocencia de Allison –aplazada en segundo término, como acto de fe– ni a los hechos reales del caso Knox –con el que mantiene una relación espúrea y, en cierto modo, injusta– ni tampoco al pasado culpable de Bill Baker, cuyo deseo de redimirse ofrece la medida de sus pecados previos como padre y esposo.

Estos dos aspectos marcan el relato de Cuestión de sangre. De hecho, podría decirse que los problemas y desconexiones del segundo aspecto provienen siempre de las pretensiones establecidas por el primero. El ansia de McCarthy por transmitir una idea muy concreta de ciertas estructuras impide hacer verdaderamente creíble el drama humano –la relación amorosa entre Bill y Virginie, el dolor de este y su hija, la historia de Allison y Lina–, abonado a demasiados estereotipos –la niña francesa con la que obtiene una segunda oportunidad, los jóvenes delincuentes de Marsella– incluso asumiendo que Bill no es solo un votante de la América de Trump –en su comportamiento destaca una bondad natural junto a una capacidad notable de replantearse sus esquemas– ni Virginie la europea culta y de vida bohemia que hemos visto en tantas películas –se enfrasca en tareas humanitarias que reflejan cierta frustración, toma decisiones difíciles pensando en su hija…–.

Cuestión de sangre no es, ni tampoco quiere ser, el clásico thriller de acción sobre americanos en tierras europeas, pero tampoco es, como podría haber sido, una descripción de Europa desde el punto de vista de un extranjero. Gracias al papel como guionistas de Thomas Bidegain y Noé Debré, colaboradores de Jacques Audiard, el film de McCarthy se mueve con equilibrio entre ambas culturas para hacer de la segunda, la europea, el reflejo apropiado de la primera, la estadounidense. Sin embargo, en su afán por disfrazar o exceder sus orígenes, también se desvía en demasiadas direcciones, como queriendo abarcar en una sola película el Audiard de De óxido y hueso (De rouille et d’os, 2012) con el Audiard de Dheepan (2015), y tamizados ambos por la crisis identitaria de El francotirador (American sniper, 2014) de Clint Eastwood.

Cuestión de sangre

La parte central de Cuestión de sangre se debate en ese intervalo entre la tragedia familiar y la deconstrucción de un thriller de acción que nunca llega a ser. McCarthy toma la fórmula de Venganza (Taken, 2008) de Pierre Morel para luego desmentirla, para tomar su fuego y calmarlo en las aguas del drama igual que hacen Allison y su padre en el acantilado marsellés. Si Cuestión de sangre posee esa inquietud constante que citábamos al principio es, precisamente, por la forma en que el cineasta inicia la intriga y después la detiene, la deja interrumpida, la convierte en un rescoldo calmado pero todavía encendido y capaz de fulgurar en cualquier instante. Aunque si Cuestión de sangre resulta tan previsible es también por esa tibia manipulación del género, ya que, a fin de cuentas, este supone un mecanismo que devuelve el mismo interés que se le presta, y, por tanto, responde mal a los desganados intentos de suspense –la escena del secuestro o el registro innecesario del sótano– o genera graves problemas de verosimilitud en el último tercio, cuando menos le benefician al director.

Por todo ello, y a pesar de los esfuerzos y las transgresiones de McCarthy, lo cierto es que Cuestión de sangre se aproxima más al thriller europeo de contenido social en el que ya hemos visto a cineastas como Stephen Frears, Fatih Akin, Roman Polanski o los hermanos Dardenne. Su relato quizá consiga derribar la estructura del cine de acción estadounidense, pero también se mancha con estereotipos llegados del drama social, extraña una mayor concreción y sentido del ritmo –es una película donde las elipsis parecen alargar el tiempo en vez de sintetizarlo–, recurre demasiado a la música y, por momentos, se muestra más programática que humana, más dispuesta a la confirmación de una tesis que a disfrutar de los medios para demostrarla.
En este sentido, resulta irónico pensar el título español de Cuestión de sangre respecto al más sencillo Stillwater. Si, en un principio, parece referirse al empeño del protagonista con su hija Allison, luego parece hacer explícita –no sé si voluntaria o involuntariamente– la tesis determinista que defiende la película y que ya defendía, con otras armas y otros discursos, su anterior Spotlight: Todos culpables.

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