Custodia compartida
El juicio y el (T)error Por Paula López Montero
Accedemos a otra funesta traducción del título que en este caso no hace más que despistarnos. Jusqu’à la garde, viene a decir “hasta que el guardia”, “hasta que el policía”. Aunque en realidad, ese despiste del título en castellano jugará también un papel importante a la hora de acceder al filme. En Jusqu’à la garde se connota una espera, en Custodia compartida simplemente una realidad a juicio. Así es como empieza el largometraje, en una audiencia con una jueza que decidirá tras interrogar a los padres, Antoine y Miriam, si su hijo Julien (porque su hija, Josephine, ya es mayor de edad) debe o no pasar los fines de semana y vacaciones con su padre. En este arranque ya se generan dudas, las mismas dudas que tiene la jueza gracias también a la preocupación de la cámara por situarnos como espectadores ante las defensas. Vemos a las abogadas defendiendo porciones y posiciones de realidad para ganar el conflicto, pero no sabemos aún nada de los padres y, aunque se intuyen episodios traumáticos, vemos en el padre arrepentimiento, y en la madre furia y pérdida de control. Pero la pista clave es que Julien no quiere ni ver a su padre. Es curioso ver cómo ante una realidad aparentemente sencilla que es, un niño no quiere ver a su padre, automáticamente se nos genera la incertidumbre de si es la madre la que le está influenciando y distorsionando ¿Son los niños vulnerables, esponjas del odio mutuo, o manifiestan una posición por la presencia o no del dolor? Son muchas ya las películas que nos vienen hablando del fangoso territorio que supone la infancia ante episodios traumáticos y son también ya varias las que en los últimos años se intentan resolver desde el plano del juicio o de la justicia como si los tribunales fueran los salvadores de la memoria, el conflicto y el dolor. Custodia compartida se atreve a ponerlo en cuestión desmitificándolo. Aquí no hay pasados de guerras, no hay juicios justos, la realidad es mucho más compleja.
El conflicto surge cuando la jueza concede un voto de confianza al padre. Julien debe pasar los fines de semana con él. Al principio se nos muestra a un padre cariñoso, para luego en seguida mostrarnos la cara más distante y amarga. La cámara, que ha pasado lentamente por un conflicto aparentemente cotidiano, se hace cada vez más y más pesada ante los ataques de ira y de celos que va sintiendo el padre porque la madre no sale a verle cuando le toca a Julien y porque no tiene información real de sus vidas. Y digo que la cámara se va haciendo más y más pesada y molesta porque nos va adentrando en un conflicto tremendamente duro ahora a través del miedo de Julien a su padre. Poco a poco el que parecía un padre arrepentido se va haciendo cada vez más corpulento, más monstruoso y no porque cambie realmente de tamaño o características –el siempre aparece igual- sino porque el miedo nos hace verlo así. De todas formas ese miedo, esa inquietud del espectador, está también fundada en el ánimo de tratar de resolver el por qué del comportamiento del padre, que no sabemos de dónde viene ya que también nos falta la misma información ¿Porqué Julien no quiere verle, porque la madre le rehúye, le miente?
Está será una de las maestrías de la ópera prima de Xavier Legrand, mantenernos en la incertidumbre, como mirando por una mirilla el conflicto, adentrándonos en los pasadizos de la inquietud y el miedo. Poco a poco inconscientemente se nos va acelerando la respiración.
El padre, tras haberse presentado en la fiesta de cumpleaños de la hija y haberse mostrado muy violento con la madre en una conversación en la que tiene que interceder la hermana de ella, esa misma noche se presenta como un maníaco llamando cien veces al telefonillo en plena noche de la casa donde dormitan Julien y su madre. Julien alertado por la presencia del padre va a la cama donde la madre duerme y evitan coger el telefonillo para abrirle la puerta pensando que ya se calmará. Pero el padre consigue entrar en el edificio. Es de madrugada, las paredes parecen cada vez más angostas, ni la madre ni Julien hacen ningún ruido, las luces están apagadas. El padre empieza a llamar bruscamente a la puerta, con un tono de voz violento. La madre asustada y al ver que no para, decide llamar a la policía –cosa que ya había hecho la vecina de enfrente al ver que el padre llevaba un rifle en la mano-. No sabemos de qué es capaz. Madre e hijo muertos de miedo intentan sujetar la puerta de la entrada para que no la derribe, no saben que tiene un arma. Y él, con una ira y unos celos cegadores dispara la puerta para poder abrir. Por suerte no les da a ninguno de los dos pero Julien se queda sin audición por el disparo. La policía que está al teléfono desde que la madre le llamó, les aconseja que se metan en el cuarto de baño, cierren el pestillo y se metan en la bañera. El padre está al otro lado de la puerta. Parece que el final se va a entrometer en este espacio…
Es excepcional la vehiculación de la tensión ante una realidad que parecía cotidiana. Legrand subvierte las técnicas del género de terror y te hace replantearte todo lo que has visto antes ¿Cómo pudiste dudar de la madre, como pudiste conceder un voto de confianza al padre? Estas son la preguntas del juicio, y del espectador. En un plano de la realidad, sin fantasmas, sin dobles realidades, con un padre que es un monstruo, sin apenas banda sonora y sonidos que nos vayan direccionando el ritmo cardiaco sino en pleno silencio y oscuridad, Legrand construye una película de terror tremendamente inteligente, maestra y reflexiva.
Este primer largometraje de Legrand que ganó en el Festival de Venecia a mejor director y mejor ópera prima y en San Sebastián el Premio del público al mejor filme europeo, tiene un pequeño mediometraje con la misma temática Antes de perderlo todo (Avant que de tout perdre, 2013) y es una de las mejores películas de la cartelera de este comienzo de año. Por cierto, Xavier Legrand ya había actuado en Adiós, muchachos (Au revoir les enfants, Louis Malle,1987), quizá de ahí pueda venir alguna inspiración.