David Cronenberg y la u (dis) topía de la Nueva Carne
Por Marco Antonio Núñez
1. Utopía/distopía/cyberpunk.
El concepto mismo de «utopía» es más antiguo que la palabra que lo designa. Cifra un anhelo, una nostalgia imposible: la vuelta a un estado social previo que nunca fue pero que obliga a ser pensado.
La primera tentativa de organizar un estado ideal surge de una renuncia, del abandono por parte de Platón de la política activa. Al desengaño inicial de la democracia que había provocado la muerte del mejor de los hombres, siguió el convencimiento ante la evidencia de que la tiranía, una de sus alternativas, degenera sin excepción en barbarie, tras su estancia en Siracusa. Concibe así, en la República, una política orientada hacia el bien común bajo el gobierno de la idea de Justicia y como respuesta definitiva al problema insoluble de la convivencia entre hombres. Sin embargo, los sueños de la razón crean monstruos, y el modelo platónico se acabó pareciendo demasiado a los estados totalitarios del siglo XX. Parece que el concepto de utopía, cuando se materializa, se envilece, deviene en su antónimo, cacotopía o distopía. Si bien, no es después de todo más que la idea original en su comercio con la historia, encarnada y puesta en práctica, pervertida por la realidad del hombre.
Las grandes ideas sólo mantienen su inocencia sobre la página.
La idea de utopía, como todas nuestras ideas y conceptos, está traspasada de las típicas oposiciones metafísicas, una serie de supuestos organizados en una cadena de antónimos en la que el segundo término es una derivación y una degeneración del primero. A un estado previo de gracia o de inocencia original, una Edad de Oro prístina, sigue la Caída, es arruinado por la debilidad humana, el Pecado; pero la nostalgia de ese periodo armónico permanecerá. No otra cosa es el concepto renacentista de utopía a partir de Campanella y Tomás Moro. En cualquier caso, la idea de cambio como introductor de lo otro en contraposición a lo mismo, lo idéntico, permanece marcada con un matiz peyorativo. Será a partir del Siglo de las Luces, cuando el paradigma biológico lamarckiano hace del cambio algo positivo. La razón se erigirá en su motor, y la posibilidad del estado utópico será visto ahora no como un restablecimiento, lo que implica un regreso, sino como el avance hacia algo nuevo, un progreso.
Al timonel de la razón, acompañarán en la travesía hacia el progreso, un sistema político-económico, el liberalismo y la tecnología. Ambos se anudarán en el siglo XIX modelando un mundo nuevo desde el dominio del medio natural y humano por obra de la tecnología. La completa disponibilidad de lo óntico dibujó, sin embargo, un paisaje inhóspito, deshumanizado, traspasado por fuerzas indómitas que avanzan durante el siglo XX arrollando; un progreso hacia el futuro destruyendo el pasado.
Ante esta evidencia, Prometeo se hubiera encadenado él mismo a la roca para servir de alimento a la rapaz. Si el concepto de utopía entrañaba una negación que ponía de manifiesto su carácter desiderativo e irrealizable, con otra negación imposible se construirá ahora su antónimo para designar el fracaso del proyecto tecnológico en relación con la humanidad qua humanidad, como una realidad compleja más allá de su superficie corporal dominada por un deseo de trascendencia que la tecnología dificulta por cuanto su práctica supone una desmitologización, un prosaísmo y un atenerse a lo inmediato desde su instrumentalización.
La distopía va a designar una tendencia política observable en los totalitarismos durante la primera mitad del siglo XX, a anticipar luego una situación harto probable en un futuro inmediato por obra de la tecnología en la variedad conocida como cyberpunk, tras la II Guerra Mundial (aunque el término no se acuñe hasta los 80).
La tecnología dejó de ser el bien robado a los dioses para convertirse en un agente del apocalipsis en la era nuclear y la revolución cibernética, que deja la decisión última en manos de las máquina -algo que ya anunció Stanley Kubrick en ¿Teléfono rojo?, Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, 1963).
¿Teléfono rojo?, Volamos hacia Moscú
La idea de cambio y evolución, se disocia de la de progreso y se inviste de los valores de la noción de degeneración. En esencia, los paisajes descritos en las ficciones cyberpunks, no difieren del mito de la Edad de hierro clásica o del mundo de los herederos de Caín en la tradición hebrea. El fin de la humanidad se dibuja en el horizonte.
Pero repetimos, valoramos, juzgamos, pensamos atrapados en dualidades conceptuales y desde juicios de valor indisociables de esa misma estructura. Alguien cambiará esta situación, produciendo, no una inversión en la jerarquía, sino un desplazamiento de los conceptos, la reinscripción de la serie en otro espacio donde sus categorías ya no son operativas, al menos en un sentido clásico. No podremos hablar de progreso ni de degeneración, el cambio será asumido como parte del orden natural, orden del que se desprende la propia tecnología, en lo que es una supresión de la pareja naturaleza/cultura, natural/artificial, en solidaridad como las supresiones de los pares trascendente/inmanente, res cogitans/res extensa, masculino/femenino, percepción/realidad o signo/referente.
Ese alguien es, naturalmente, David Cronenberg.
2. Larga vida a la Nueva Carne.
Para empezar, no hay en David Cronenberg, nostalgia de la utopía. Cada utopía representa en el fondo un perverso mecanismo de control, una ideología enmascarada tras una promesa de redención y trascendencia urdida por los grandes relatos maestros, cuya última versión fueron la revolución bolchevique y los delirios del imperialismo fascistas en todas sus variantes. Por otro lado, las fantasías de emancipación, desalienación, libertad y autorrealización, se revelan como antinomias en el contexto del estado democrático urdido por un capitalismo financiero, una vez mercantilizado el ámbito humano, desarraigando al individuo de todo anclaje de sentido, disponiendo su casi total desaparición. Incluso el tiempo, fibra que urde la vida, se determina ahora como una adquisición corporativa en función del beneficio y desde la perspectiva una gestión eficiente al servicio de las evoluciones de un capital intransitivo.
«El dinero ha perdido su cualidad narrativa», se afirma en Cosmópolis (2012). El dinero, como el lenguaje, sólo puede hablar de sí mismo; se ha desterritorializado, es signo de sí mismo, por ende, ya no es signo, es un significante que sólo remite a la libre circulación de los flujos reflejados por unos dígitos sobre el tablero; a una potencia viral que lo hace irreductible a categorizaciones. Erik Parker (John Pattison) trata en vano de descubrir el algoritmo, el archi-signo que revele el patrón que sigue el Capital, un modelo predictivo en analogía con un descubrimiento fisiológico: la asimetría de su próstata.
Si en el romanticismo era la naturaleza capaz de infundir en el hombre el sentimiento de lo sublime (véase la obra de Friedrich) ahora es la tecnología la que evoca el misterio de lo insondable, lo tremendo, ofreciendo una promesa de plenitud. Con la diferencia de que su fin ya no será la trascendencia, la superación de las diferencias en comunión con el Uno, sino precisamente el establecimiento del libre juego, la libre circulación del capital sobre el fondo de un nihilismo devastador. El Capital se desmaterializa tras un código binario, muta en cibercapital, un flujo de información que sólo revela el vacío especulativo, la completa liberación del cuerpo no allega a ninguna experiencia trascendente, fracasan las ansias de éxtasis místico. El irresponsable proceder financiero de Erik se traduce, en este sentido, en un sacrificio auto-consciente.
Cosmópolis
Erik es el ultra-hombre que trata de recuperar el último vestigio de su humanidad atravesando las arterias colapsadas (en oposición a la fluidez del Capital) de una ciudad al borde del infarto, hacia el pasado, hacia sus recuerdo, hacia el encuentro con emociones que cifran el último reducto de su naturaleza humana. No otra cosa desea Brundle-mosca (Jeff Goldblum) cuando trate de fusionarse con Veronica (Geena Davis) y el hijo nonato de ambos. Volver a su sueño de ser un hombre ante los embates de la naturaleza brutal del insecto.
Érase una vez un insecto que soñó que era un hombre, y le gustaba. Pero el sueño terminó y el insecto ha despertado.
La fantasía de la superación de la dialéctica mente/cuerpo se arma en el medio para disponer el advenimiento de la nueva humanidad. Tanto los telépatas de Scanners (1980) como el teletransportador de materia de Seth Brundle en La mosca (The Fly, 1986) traducen ese deseo de librarse de las limitaciones del cuerpo que parte del supuesto cartesiano de un cisma entre sendos ámbitos, una radical heterogeneidad y que embosca un terror ancestral ante la insondable opacidad, la absoluta irracionalidad e ilegibilidad de la carne, complicada con la economía del deseo.
Esta ambivalencia de miedo y deseo hará que Brundle tenga que enseñar a la computadora a volverse «loca por la carne», erotizar a la tecnología, humanizarla, para que pueda interpretar su enigma; un enigma que él nunca resuelve y que está relacionado con el prejuicio determinista moderno hacia el cuerpo, concebido, en contraposición con la razón, desde su pasividad, como un presido del alma determinado por inamovibles e inflexibles leyes físicas.
El fracaso relativo de la computadora -al menos desde el punto de vista de los propósitos del científico-es el punto en el que la carne revela la inanidad de la utopía del Humanismo, y se rebela contra ella, mostrándose sorprendentemente dúctil, autónoma y activa, plástica en respuesta a sus propias leyes de mutación y cambio; en comunión, casi complicidad, con la tecnología transgresora que sin embargo es incapaz de trascender.
La pérdida de poder sobre el propio cuerpo se manifiesta a partir de la ofrenda de un placer compensatorio y vicario. Un vigor sexual extremo, una sensación de plenitud casi religiosa convence a Seth de que la desintegración y posterior reintegración molecular, conlleva efectos vivificantes. Pero, lo hemos dicho, la tecnología no es, no puede ser, una vía hacia la trascendencia y pronto se apercibe de los primeros síntomas preocupantes de que algo funciona mal. Atribuye a la enfermedad una intencionalidad, un propósito. Sospecha primero que quiere algo de él, luego sospecha que la enfermedad es él mismo, camino de convertirse en otro Brundle, en otro ser, un mutante: Brundle-mosca.
La mosca
Lo monstruoso no es una forma de alteridad absoluta, no responde a una lógica dialéctica que pueda resolver las contradicciones en una síntesis catárquica; aunque tampoco puede ser exactamente reducido a la economía de lo mismo. Brundle es incapaz de exorcizar la amenaza del insecto pero tampoco puede integrarlo en su personalidad sin que ésta decline: «Ni siquiera hemos sido debidamente presentados.»
La amenaza no atenta contra la vida de Seth ni se localiza en un punto exterior a él mismo; es el vaciamiento de la subjetividad, la superación de la humanidad, la evolución hacia otra forma de vida. La enfermedad-mutación que amenaza su humanidad, hará lo propio con el principio de realidad de Max Renn (James Woods) en Videodrome (1983), cuando un tumor provocado por imágenes snuff, comience a generarle alucinaciones.
Si para la epistemología cartesiana la mente es el espejo de la naturaleza, la tecnología establecerá una ecuación entre la pantalla emisora de imágenes y la mente que la refleja, siguiendo con la metáfora; así, la naturaleza desaparece de la ecuación. El tumor, considerado como un agente del cambio en el aparato perceptivo de Max, es una mutación que permite la evolución hacia un nuevo tipo de hombre fruto de la inscripción de la huella tecnológica sobre la carne.
Las imágenes víricas que han infectado a Max le producen alucinaciones que configuran su nueva realidad, una realidad desprovista de espesor ontológico, creada exclusivamente por su percepción alterada, casi a la manera del empirismo extremo de Berkley que identificaba el ser con ser percibido. La imagen, uno de los productos más importante de la tecnología y su potencia reproductiva, deja de ser un signo, la mera representación y reproducción de una realidad previa y prioritaria carente del «halo». Lo mecánico responde a las leyes de lo orgánico, se erotiza, evoluciona, interactúa. Alucinaciones se manifiestan como realidades virtuales inscritas en la carne. Se hace tangible el proceso de los flujos de información. La simulación misma mostraba ya su cuerpo en Scanners, cuando se nos introducía en el hardware del ordenador que era «explorado.» Las imágenes dejan de remitir a un referente anterior y exterior; difieren, introducen un espaciamiento y un desfase que borra la realidad. La visión deviene, por último, visceral e intensa, en lugar de representacional y extensa.
Videodrome
Max, en plena mutación, integra en su cuerpo gadgets como las cintas de vídeo o una pistola en la resurrección mesiánica de la Nueva Carne. Las mutaciones están, por de pronto, al servicio de los oscuros intereses de una corporación. Desde el medio natural, como mecanismo aleatorio de perfeccionamiento de las especies, ha sido extrapolada al ámbito humano por mor de la tecnología, produciendo la ilusión de una hiperrealidad de vigilancia y control en la que la dominación se materializa en otra dualidad vacilante, el dolor y el placer.
Siguiendo en esta línea, la máxima expresión de la hiperrealidad será el juego de eXistenZ (1999), la integración de la alucinación en una cadena de significantes que no remiten más que a sí mismos en un libre juego sin referente último, como parece sugerir la extrapolación del motivo conspiratorio a la presunta «realidad» de los personajes.
Sólo resta, en el camino hacia una nueva humanidad, la labor de una mutación última y radical por obra de la tecnología en aquel ámbito que podríamos llamar inadecuadamente, la esencia del ser humano, la sexualidad, en Crash (1996).
La energía sexual liberada tras un accidente de tráfico, inunda el psiquismo de los supervivientes con grandes masas de excitación desligadas que los conduce de forma compulsiva a un intento desesperado y fútil de acallar su empuje, hasta lograr la unión última de su goce con el cuerpo separado por el significante, anhelo último del perverso.
La meta de la vida se revela: es la muerte. Una regresión a un estado anorgánico en lo que sería la supresión de la lucha de los impulsos sexuales contra la tendencia conservadora de la pulsión. Desde este punto de vista, si comenzábamos definiendo la utopía como una regresión a esa Edad de Oro que tematizan todas las cosmogonías, la pulsión es la reconstrucción de un estado anterior que hubo de abandonar lo orgánico debido a estímulos exteriores; un principio de muerte que estratégicamente se ayuda de la tecnología para que la humanidad sucumba a él.
El comportamiento robótico de los protagonistas de Crash y sus acoplamientos compulsivos, poco difieren del de los huéspedes del parásito en Vinieron de dentro de… (Shivers, 1975) Seres sin voluntad, gobernados por fuerzas internas que provienen del otro que se embosca tras la conciencia, y que no puede ser exorcizado ni integrado; máquinas con un único propósito, ahogar, acallar los estímulos, suprimir la interacción, morir en un choque frontal que funda el cuerpo con el vehículo; la carne la carrocería, aceite y gasolina con sangre y semen. El hombre ha muerto. ¡Viva el hombre!
Vinieron de dentro de…
3. Últimas consideraciones.
Las modificaciones operadas en la carne por efecto de la tecnología deconstruyen la estructura metafísica dual que presidía -y preservaba- el sueño del Humanismo y describen el trayecto que conducirá hasta su final definitivo.
Todo comienza en el cuerpo. Se presenta como un punto límite que produce el colapso de todas las oposiciones ideológicas cuando deja de ser un medio de control social para rebelarse contra cualquier aparato coercitivo, como hacía Max. Los procesos mentales ya no se disocian de los afectos corporales. Deseos, miedos, efectos, fantasías devienen corpóreos. Las alucinaciones de Max o la ira de Nola (Samantha Eggar) en Cromosoma 3 (The Brood, 1979) traducen físicamente mociones anímicas en lo que es la supresión de la citada dialéctica entre res extensa y res cogitans.
Naturaleza y tecnología no son ámbitos heterogéneos, convergen y confluyen modificándose mutuamente. Las leyes de la primera comienzan a regir en la segunda, como el principio evolutivo de la mutación y en abierta parodia a la idea moderna del progreso. El corolario será un tipo de humanidad en la que las categorías genéricas sexuales, por ejemplo, son abolidas [pensemos en el apéndice fálico de Rose (Marylin Chambers) en La rabia (Rabid, 1977) o la abertura vaginal de Max]. Seguido del principio de identidad, cuestionado en Inseparables (Dead Ringers, 1988).
El final del trayecto sería la regresión a lo inorgánico que anhelan los protagonistas de Crash, la muerte, la extinción de la especie.
La distopía de David Cronenberg por tanto, se orienta hacia un futuro en el que la humanidad tal y como la conocemos, sucumbirá a la tecnología y el advenimiento de la Nueva Carne, el hombre tecnológico. Sin embargo, no habrá drama, ni advertencias o fatalismo. No es por obra de un castigo ni fruto de una negligencia. Es resultado del orden natural de las cosas, del cambio que con tanta belleza nos describió Houellebecq en la última página de Las partículas elementales:
En contra de todas las previsiones pesimistas se están extinguiendo con serenidad, a pesar de algunos actos de violencia aislados cuyo número disminuye constantemente. De hecho, asombra ver la dulzura, la resignación y tal vez el secreto alivio con que los humanos aceptan su propia desaparición (…) Esa especie dolorosa y mezquina, apenas diferente del mono, que sin embargo tenía tantas aspiraciones nobles. esa especie torturada, contradictoria, individualista y belicosa, de un egoísmo ilimitado, capaz a veces de explosiones de violencia inauditas, pero que sin embargo no dejó nunca de creer en la bondad y el amor. Esa especie que, por primera vez en la historia del mundo, supo enfrentarse a su propia superación; (…) Este libro está dedicado al hombre.