David Mamet

La naturaleza del mal Por Pablo Sánchez Blasco

1. El cine negro es un neón que parpadea en mitad de la noche. El cine negro es una calle iluminada por la luz tenue de las farolas y el humo que se escurre por las tapas de las alcantarillas. El cine negro es el único bar a la redonda que sigue abierto, que aún sirve copas, que tiene mesas de billar y que, probablemente, también disponga de un sótano, o de un cuarto secreto donde hombres vestidos de traje hagan negocios bajo las alas de sus sombreros.

El cine negro es esto:

 David Mamet

Casa de juegos

El cine negro es esto:

David Mamet Casa de juegos

Casa de juegos

Y el cine negro no es nada de esto, o al menos no lo es todo, y nunca lo ha sido. En la Casa de juegos (House of games, 1987) de David Mamet, en esa falsificación de la esencia noir, la pistola resulta ser de plástico; los jugadores de la mesa, actores de un fraude, intérpretes de una representación; los contrincantes, confidentes; y la chica ingenua, el verdadero peligro, la asesina, la adicta, la moderna femme fatale.

El mismo año en que el Mamet guionista ensalzaba el neo-noir nostálgico en Los intocables de Elliot Ness (The untouchables, Brian de Palma, 1987), el Mamet director debutaba para negar su existencia, para exponer el artificio de sus formas y cuestionar su validez como imagen del mal, de ese pálpito de fatalismo, a la vez tan noir, que se agita en casi todos sus textos.

Al igual que Lynch, que Scorsese, que los hermanos Coen o Tarantino, David Mamet averigua enseguida que actualizar el género es la mejor manera de cuestionarlo, que cuanto más te acerques a sus rasgos, más vacío te encontrarás su poso. Tras las gabardinas impecables de  Los intocables de Elliot Ness o las carreteras tórridas de El cartero siempre llama dos veces (The postman always rings twice, Bob Rafelson, 1981) se podía adivinar el nacimiento de una pregunta fundamental. ¿Y si el cine negro ya no puede representarse más que como representación? ¿Y si la manera más interesante de imitarlo es reproducirlo en cuanto imitación, en cuanto farsa, engaño e impostura?

Una luz nunca destaca tanto como en medio de la noche, entre las sombras y el humo de los cigarrillos. Cuando el personaje de Gene Hackman huye de la policía en El último golpe (Heist, 2011), nos dice que lo más adecuado es ocultarse a plena luz del día, ya que la gente siempre mira primero entre las sombras. ¿Y dónde se podría esconder una sombra sino en la oscuridad? Esas tinieblas del noir crean para el cineasta un modelo de ficción que predispone al hallazgo de la maldad, que se muestra comprensiva con su presencia, aunque lo haga de manera involuntaria. Así que el neo-noir contemporáneo ya no debe funcionar como un signo completo, sino como una mera señal de sus intenciones. Como dice el profesor de Oleanna (1994) a su alumna, “solo podemos interpretar el comportamiento de los otros a través de la pantalla que creamos para ello”.

2. La Casa de juegos de David Mamet no es otra cosa que esa pantalla privilegiada. El cineasta coloca ante nosotros las formas del género negro para prepararnos al encuentro de la maldad y, una vez que estamos confiados en su juego, nos recuerda lo que significa un juego, lo que significa una pantalla, lo que significa la maldad. Si un contenido modela, en ocasiones, su forma, una forma modela continuamente su contenido. Y en esa cavidad multiforme del cine negro, David Mamet encuentra un recipiente adecuado para incubar sus ideas sobre el individualismo, la ingratitud, la traición y la incomunicación entre seres humanos que solemos llamar diálogo.

Aceptemos que el noir, que el cine de gánsteres, su estética, su expresionismo o su angustia romántica, ya no sean la forma más adecuada para describir nuestra sociedad. Pero sin duda que pueden serlo para encubrirla, y donde hay encubrimiento se oculta, en alguna parte, el atisbo de la verdad. En un mundo constituido por el engaño y la “miseria moral” del capitalismo, el autor debe engañarnos para contarnos algo verdadero. Como buen hombre de teatro, David Mamet sabe que la anagnórisis de una obra, su revelación final, nunca es una forma de ver el mundo, sino una forma de vernos a nosotros mismos. Aunque luego nos quedemos ciegos como el desdichado Edipo.

En su tercera película Homicidio (Homicide, 1991), un hombre que acaba de disparar a su familia le dice al detective Bobby Gold que “quizás, algún día, le pueda contar la naturaleza del mal”. Este le ignora bromeando con que, si esto fuera cierto, perdería su trabajo. Sin embargo, en el fondo no comprende a qué se refiere con el mal, qué vastedades puede envolver aquella palabra. Y cuando investigue la muerte de una anciana judía en su tienda, Gold se dejará llevar por la imagen más previsible de ese mal, ilustrada por un sótano decorado con esvásticas nazis. Los símbolos, las formas superficiales, nos distraen de la verdad igual que ocurría en la Casa de juegos con la doctora Ford. De nuevo estamos mirando a las sombras en vez de mirar a la luz. De nuevo, David Mamet utiliza un artificio para mostrarnos, de forma brillante, el propio artificio. Nos incita a mirar erróneamente para enseñarnos, a fin de cuentas, a mirar.

Homicidio David Mamet

 Homicidio

El teatro siempre se ha definido como una mentira que nos desvela la verdad de nuestro mundo. Confiamos y queremos creer en ello. Pero el Mamet cineasta no llega al cine pretendiendo trasladar sus obras a un medio equivalente, como hicieron otros en Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992) o American Buffalo (Michael Corrente, 1996). David Mamet llega al cine convencido de que el teatro es la verdad que nos desvela la mentira de nuestro mundo. La vida es su propia representación, y solo a través de representaciones podemos hallar la esperanza de acercarnos a algo semejante a la verdad.

En la Casa de juegos o en su posterior El último golpe, David Mamet prepara un experimento de autoconsciencia brechtiana a través de la estrategia opuesta a Brecht: hiperbolizar el artefacto del género hasta convertirlo en un mero instrumento esclarecedor. En una escena de la primera, el timador encarnado por Joe Mantegna desliza una moneda de una mano a la otra. Cuando extiende ambas palmas, la moneda no está en ninguna, ha desaparecido para recordarnos que estamos mirando al lugar equivocado. Un buen espectador cinematográfico no es aquel que conoce el juego y puede salir victorioso de él; sino aquel que conoce el juego y por eso no participa de sus trampas.

3. Un buen espectador de David Mamet es aquel para quien su concepto del neo-noir es al cine lo que los telones, las tablas y la platea son a sus obras de teatro; aquel que va a la esencia. Porque el cine negro es, en el fondo, un pálpito de fatalidad en los rincones más insospechados. El cine negro es un pesimismo nocturno e incivilizado. El cine negro es la intuición de una maldad nebulosa que nos acecha hasta manifestarse en cualquier acto, en una simple conversación entre dos personas o dos amigos. El cine negro es el blues del cine en lugar del jazz, por mucho que sus clubes, en la gran pantalla, tengan más clase y estilo.

Homicidio David Mamet 1991

Homicidio

Si hubiera que elegir una sucesora moderna para el humor trágico de Detour (Edgar G. Ulmer, 1945), por ejemplo, habría que mirar al cine de David Mamet, y no precisamente a sus películas más neo-noir, como el guion de Lansky (John McNaughton, 1999) o el del thriller Ronin (John Frankenheimer, 1998), sino a su maravillosa pieza Oleanna (1994). A pesar de que se trata de su obra menos cinematográfica, la que más se sustenta en los diálogos y menos en el movimiento, Oleanna condensa en dos personajes el miedo a la ambigüedad del lenguaje, su peculiar consciencia de que somos incapaces de entendernos, de que solo vemos a los otros como los queremos ver, de que cualquier acto puede interpretarse de muchas maneras y cualquier palabra fomenta imágenes diversas en la mente del otro. En cierto modo, el cine de David Mamet nunca ha tratado sobre timadores, sino sobre personajes que tienen una percepción confusa o equivocada de lo que es cierto y lo que no.

Al igual que el personaje de Detour, los antihéroes de David Mamet suelen alcanzar, a causa de ello, un estado de soledad paupérrima y desesperada. En el momento en que hallan la verdad, se sienten incapaces de transmitirla, pues antes han descubierto la vastedad del engaño. ¿Quién nos va a creer si solo confiamos en la desconfianza, si solo creemos en la mentira? En el cine de David Mamet, los timadores suelen decir la verdad porque saben que se tomará como falsa, y los más honestos hacen lo que pueden para engañarse a sí mismos. “Nadie confía en nadie”, se queja el personaje más mentiroso. “No tenemos ni idea de quién es quién”, concede, sin dudar, la estafadora.

Sus películas toman un subgénero de entretenimiento y lo exprimen como un arma de interrogación existencial. Un estafador intentará estafarte: eso es una tautología que sabemos desde el principio. Pero entonces quizá debiéramos mirar hacia otra parte, a lo que permanece cuando se difuminan las sombras y el humo en las calles del género negro.

4. Homicidio constituye, en este sentido, la película más lograda de su primera etapa. Su protagonista Bobby Gold es definido como un buen policía que conoce las calles, un hermeneuta que, al mismo tiempo, trata de implantar la justicia y la ecuanimidad en un mundo corrompido. “Sé que hay demasiado mal, sé que las cosas se tuercen. Solo buscamos algo que amar”, le dice a la madre de un delincuente buscado por los agentes.

Bobby Gold tiene curiosidad, y esta curiosidad le hace adentrarse en un mundo de signos con los que pretende hallar la verdad, pero que le van a sumergir en la polisemia más abrupta. La palabra Grofaz podría encubrir la esencia del mal en el siglo XX o un alimento para las palomas. Uno puede ser un policía, o un judío, o un neonazi, y terminar siendo nada, otro marginado en medio de un laberinto cada vez más inextricable. La naturaleza del mal que le promete el asesino no es una bandera, ni un nombre, sino una fuerza ubicua, viral, capaz de transmutarse de las formas más insospechadas.

Casa de juegos David Mamet

Casa de juegos

La naturaleza del mal es demasiado compleja para representarla con un bar a medianoche, con una casa de juegos. Cuanto más densa sea su atmósfera, cuanto más nos maree con su muñeca rusa de estafas y falsedades escalonadas, más nos distrae para que no miremos a donde está el verdadero mal: en nosotros mismos. En la Casa de juegos a medianoche, solo hay un individuo que ha elegido estar allí. El personaje que atraviesa las puertas, que penetra en los niveles profundos, es la doctora Ford, y lo hace porque quiere, porque le gusta, porque al fondo del último edificio y del último cuarto del último piso advierte que no hay más que un espejo colocado frente a ella. Y ojalá el cine pudiera ser siempre ese espejo.

La atracción que nos sigue provocando el cine negro es, en cierta medida, la reciprocidad de nuestro mal que se hace luz, y se hace sombra y sombrero de ala ancha. Nos gusta imaginarnos un mundo de misterios para no mirar a lo que tenemos más cerca, a lo más evidente. El asesino de la anciana en Homicidio resulta ser el principal sospechoso. El rostro de la doctora Ford no evidencia hastío, como creemos, en Casa de juegos, sino adicción, enfermedad, apasionamiento.

Al principio de El último golpe, Joe Moore nos advierte de que “todo se basa en el dinero, en el amor al dinero” y, en efecto, su conducta obedecerá estrictamente a esas reglas. ¿Por qué nos sorprende cuando sucede? A pesar de nuestra simpatía hacia Gene Hackman como actor, su personaje no lo duda cuando tiene que escoger entre su novia y el dinero. Simplemente la deja caer, adelanta su final anunciado, y al terminar el film nos damos cuenta de que hemos empatizado con el personaje más individualista e implacable de todos, el único sin debilidades.

¿De verdad somos nosotros como él? ¿De verdad no existe ningún hombre honesto en esta sociedad corrompida y egoísta? Porque entonces llegaría el momento de inventarlo.

5. El cine de timos y estafadores antes de David Mamet se puede condensar en una película como El golpe (The sting, 1973) de George Roy Hill; un modelo semejante a La cuadrilla de los once (Ocean’s eleven, 1962) de Lewis Milestone; incluso habría que buscarlo en Las tres noches de Eva (The Lady Eve, 1941) de Preston Sturges o Dos seductores (Bedtime story, 1964) de Ralph Levy. Era un cine fundamentado en el humor y en el artefacto, en un dispositivo dramático de representaciones inseminadas que, por encima de todo, tenía que ser exacto, tenía que salir bien. Lo que hacía especial al género era esa precisión con que una serie de elementos, en apariencia dispersos e incoherentes, acababan por convergir en una trama común. Básicamente, el cine de timos era una enumeración caótica convertida en diseminación y recolección. Sembramos para luego recoger en el momento preciso. Y su efecto nunca nos decepciona.

El cine de estafadores de Mamet no ha variado esas normas superficiales, no ha pretendido cambiar el juego. Su sentido del humor quizás sea más amargo, más irónico y agridulce. Su artefacto, en cambio, suele ser más conciso y riguroso. Cualquier error en él se paga muy caro. Cualquier plano que sobra, sobra: no confundamos el hermetismo con la distracción. Sus dos primeros guiones como cineasta son precisos, de una exactitud germánica, que luego dirige con una seguridad mayor. Aunque en Casa de juegos aún se adviertan trazos de un montaje sintético, a partir de la segunda, Mamet se abonará a un estilo analítico de ritmo marcial conducido por la mirada del personaje. Al restringir la escena al plano, reduciendo la realidad a una serie de estímulos en lucha, su cine demora el hallazgo del significado y nos suspende en un limbo interpretativo hasta reconfigurar ese mundo de ficciones en una sola solución.

Mamet casa de juegos

La trama

Esta puntualidad de Casa de juegos y Homicidio se difumina y tiende a perderse en El último golpe, donde asistimos a un verdadero desfile de personajes y a un encadenamiento de mentiras y ficciones parciales que, en algunos momentos, rozan lo inverosímil. Y aún se demora más en La trama (The Spanish prisoner, 1997), su película más cercana al cine de Alfred Hitchcock. Desde que Joe Ross aparece en pantalla con su fórmula secreta entre manos, con sus gafas redondas y su aspecto de boy scout, sabemos que va a ser víctima de una estafa. Si será por el sujeto más evidente o por alguno de sus flancos más débiles, de sus puntos ciegos, es cuestión de tiempo averiguarlo. Pero de mucho tiempo: La trama es como un mago que se exceda con los chistes iniciales y canse al público antes de revelar su truco. La película persiste, no obstante, en simbolizar el mundo como un escenario teatral donde el único personaje sin papel, el único ser humano sin personaje, es nuestro protagonista.

“La gente no es tan complicada. Buenos, malos, generalmente parecen lo que son”, le dice un estafador que pretende parecerlo para despejar el camino a un compañero. En sus obras de teatro, Mamet ya nos había contado que el lenguaje constituye un medio de comunicación ambiguo y manipulable. Para descubrir una farsa, debemos observar a los cuerpos, a los movimientos, a los rostros. Su puesta en escena no mide el grado de una verdad por la eficacia dialéctica del personaje, sino por su duración en las imágenes, por su posición, por su cercanía. Por ello, Mamet ha ido evolucionando hacia un estilo cada vez más modesto, incluso más convencional, en el que posiciona al espectador de frente a los hechos narrados, de frente al actor, a su mirada, a su poder de convicción.

¿Quién nos va a creer cuando solo confiamos en la desconfianza? ¿Cómo representar la verdad si el concepto de representación ya presupone la mentira? Mientras parecía que Mamet intentaba construir una farsa perfecta, en silencio trabajaba hacia unas formas cinematográficas capaces de reconocer la verdad. Sus planos concretos y su montaje analítico no pretendían crear un mundo de ficción autosuficiente, sino investigar con qué recursos se podría desbaratar.

El cine de Mamet, en definitiva, siempre ha querido indagar en el fraude para aprender a rodar la honestidad.

6. Desde su primera película, sus estafadores se distinguían por unos principios intachables que regían su conducta. Porque el cine negro también es aquel estrechón de manos, o aquel beso en la mejilla, entre enemigos mortales. El cine negro es ese mundo del crimen que, como en La jungla de asfalto (The asphalt jungle, 1950) de John Huston, tiene más nobleza que las fuerzas represoras que lo combaten. El cine negro es un grupo de marginados que se unen para infringir la ley por dinero, por supervivencia, por salir de una situación miserable y desesperanzada.

Mike le enseña sus timos a la doctora Ford y le repite varias veces que no se puede fiar de nadie. La asociación judía de Homicidio advierte a Gold de que están librando una guerra y de que necesitan, de forma desesperada, la lista que guarda en comisaría. En algunas ocasiones, el egoísmo explícito se convierte en la conducta más sincera. En otras, sin embargo, el código de honor puede triunfar sobre la maldad y la injusticia de los negocios individualistas.

En su segunda película, la comedia Las cosas cambian (Things change, 1988), Mamet osa cuestionar su propio método cinematográfico a través del humor. Introduciendo a un actor de cine clásico en su universo creativo, el cineasta encuentra que la buena fe y el estoicismo son capaces de alterar la realidad, de dejar huella en ella. Debido a su buena fe y a su honradez, el zapatero encarnado por Don Ameche transforma sus escenas en situaciones de una comedia inocente, de una fábula sobre los buenos sentimientos con el final más optimista de toda su filmografía. Un solo hombre honesto, aunque sea de manera deshonesta, puede marcar la diferencia. Solo hay que encontrarlo. O imaginarlo. O traerlo directamente del pasado.

Y si existe otro género hermenéutico destinado a encontrarse con la verdad, sin duda se trata del cine de juicios, donde Mamet ya había dejado su huella con Veredicto final (Final verdict, 1982) de Sidney Lumet. Mientras aquella se basaba en una novela de Barry Reed, El caso Winslow (The Winslow boy, 1997) lo hace en una obra del británico Terence Rattigan. Toda su trama gira en torno a la mirada límpida del niño Winslow, acusado en falso de un delito que no ha cometido. En esta ocasión apenas accedemos a la sala de juicios, pero sí a la lucha privada de sus familiares y abogados por manifestar esa verdad al resto del mundo, por publicar que una persona es honesta, aunque no haya pruebas suficientes para demostrarlo.

El caso Winslow

El caso Winslow

¿Pero cómo convencer a un jurado de que es inocente la persona con rostro más culpable? En la reciente, y muy polémica, Phil Spector (2013), rodada directamente para HBO, Mamet describe el proceso de asesinato contra el célebre productor musical. Lo hace, además, desde la perspectiva de su banquillo, pero no alegando que Spector sea inocente, como ha leído la familia de la víctima, sino que la mirada condicionada del jurado y la prensa nos impiden saber si lo es. Spector constituye, de hecho, uno de los personajes más complejos de su cine hasta el momento, una máscara de sí mismo, un mal actor que sobreactúa y que se siente más cómodo cuando es incomprendido que ignorado. El concepto de honestidad se dibuja esta vez en su abogada, Linda Kenney Baden. Al igual que la familia Winslow, la letrada va perdiendo su salud y su físico según se acerca a la verdad y trata de compartirla con el mundo, pues la lucha de los personajes honestos se cifra siempre en desigualdad de condiciones.

Con figuras como el zapatero Gino o el patriarca de los Winslow, Mamet acomete así un ligero salto de lo que somos a lo que desearíamos ser. En medio de un sistema tan corrupto como siempre, el cineasta dedica su thriller Spartan (2004) a modelar un personaje íntegro, experimentado y reflexivo. La enésima trama de falsedades e inmoralidad en la Casa Blanca se opone a la pureza del soldado espartano, del agente de operaciones especiales dispuesto a infringir las normas para cumplir su función principal. En esta película seca, rugosa y opaca por su enorme transparencia, el protagonista cambia continuamente de rol sin perder esa mirada hierática de héroe clásico que busca Mamet. Quizás alentado por el estado de emergencia moral del país -tres años después de que Bush llegara al poder y del 11-S-, el cineasta cuestiona, de nuevo, los entresijos del gobierno mientras alaba el sacrificio de sus peones. El tema le interesa hasta tal punto que lo convertirá en su serie The unit (2006-2009), producida por la CBS.

7. Spartan contrasta de forma notable con su anterior El último golpe. Aunque ambas son thrillers con pretensiones de alcanzar al gran público, la primera rehúye la acción o la espectacularidad para discurrir entre ambientes turbios, atmósferas oscuras, gasolineras, hangares o sótanos agorafóbicos; siempre espacios de tránsito y carreteras secundarias por las que Scott intenta llegar a la verdad. Al final del film poco sabremos de él. No nos importa. Su entrega absoluta al trabajo sirve como prototipo de un nuevo héroe para un nuevo siglo, de una nueva figura en el cine de David Mamet -aunque no faltan héroes en su filmografía de guionista como, por ejemplo, en Los intocables de Elliot Ness de Brian de Palma-.

A fin de cuentas, el cine negro también es quien ha resucitado, en un primer momento, al caballero medieval, al héroe honorable que reinstaura la justicia sin que nadie se lo agradezca. El cine negro también son las calles por las que andan, o deambulan, Philip Marlowe y Lew Archer. El cine negro es un hombre solitario cuya moralidad le condena a vivir como un perdedor. El cine negro es un falso culpable que huye para salvar su vida. El cine negro es un gimnasio, a última hora de la tarde, en el que entrenan los boxeadores que no esperan ganar.

Spartan Mamet

Spartan

La última obra de Mamet para el cine, titulada Cinturón rojo (Redbelt, 2008), podría constituir un reverso positivo de su Casa de juegos. De nuevo, una chica desconocida se adentra en un sótano regentado por un hombre a quien caracteriza un estricto código de moralidad. Sin embargo, el maestro de jiu jitsu encarnado por Chiwetel Ejiofor no pretende engañarla, sino liberarla a través de un arte basado en la consciencia del propio cuerpo y el de los demás, en la posición de cada uno en un espacio y un tiempo concretos. En vez de creer que “todo el mundo saca algo de alguien”, como el timador Mike, este luchador Mike —curioso que se llamen igual— afirma que “no hay situación de la que no puedas sacar ventaja”.

Incluso en una situación como la suya: arrinconado por las deudas, cercado por un arte convertido en show o engañado por unos amigos muy poco fiables, Mike convierte su gimnasio en un santuario donde aislarse del mundo exterior. Cuando la tragedia se desencadene, el guion irá desgranando la caída del personaje hasta que, irónicamente, las profundidades del pozo le muestren la luz. Y, al igual que le ocurría al inocente Gino, su fuerza interior, su estoicismo moral, su entrenamiento de años, le permitirán sobrevivir e incluso ser recompensado.

Tanto en Spartan como en Cinturón rojo, la honestidad se convierte en un valor que debe ser entrenado. Ambas comienzan con exhaustivas sesiones de preparación, principalmente psicológicas, que depuran al ser humano hasta un estado de eficacia máxima. Su drama ignora los diálogos de forma definitiva; las pasiones humanas se dirimen sobre el tatami de un gimnasio, en la tensión de dos cuerpos aproximándose con cautela o en ese giro de muñeca que da la vuelta a una situación cuando escasea el aire.

¿Debe considerarse cine negro una película como Cinturón rojo? ¿Sigue transitando por el territorio esquivo del neo-noir? Si Mamet se ha demostrado experto en el arte de esconderse a plena luz del día, si ha sobrevivido en Hollywood sin perder su estilo ni sus temas personales, y si ha seguido evolucionando sin alejarse de sus primeros matices noir, quizás haya que reconsiderar el principio de este artículo y asumir que el noir es lo único que existe, que el noir son las partes y es el todo, y que sus formas aún son válidas para atrapar el pálpito de una fatalidad que empapa los textos y las imágenes creados, hasta el momento, por David Mamet.

Nadie como él, con sus minuciosos artefactos y dispositivos narrativos, podría decir con tanta razón aquello que le prometía el asesino al detective Bobby Gold: “Quizás, algún día, te pueda contar la naturaleza del mal”. Mamet, en último caso, ha trabajado siempre como un relojero cuyo diminuto, e incluso rocambolesco, mecanismo puede atrapar entre dos manecillas aquello que carece de representación, aquello que nunca podremos ver. Aunque estemos seguros de que existe.

 

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Comentarios sobre este artículo

  1. Marcelo dice:

    Excelente análisis de la obra del gran David Mamet.

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