Day of the Dead: Bloodline
Los temores y rigores del párasito Por Lorenzo Ayuso
I. Hasta el tuétano
El día de los muertos (Day of the Dead, 1985) era la favorita de George A. Romero. Así lo manifestaba cuando se veía en la tesitura de escoger a un vástago de su osírica prole. No podemos culparle por sus instintos.
El tercer capítulo de su tratado fílmico sobre los difuntos fue alumbrado en la desafección hacia los vivos de los que debía abastecerse, y eso mismo encontró cuando salió a la luz. El rechazo fue tan frontal como la virulenta violencia que infectó sus imágenes. El gran bokor de Pittsburgh había vomitado la bilis acumulada sobre el cuerpo inerte y este resucitó echando (y sacando) pestes del reaganismo, personificado en un histérico militar, Rhodes, con revólver de cañón largo y mira corta. En el ensañamiento final, Romero se colocó definitivamente del lado de los pútridos, cuyas conciencias habían despertado también en la otra (nueva) vida.
El futuro estaba en los muertos, algo que ha quedado patente 33 años después. Ahora los zombis nos acompañan cual mascotas, capitalizada su descomposición, vaciados de estímulos. Quizás por ello la insistencia por revisitar aquel denostado Día que partió los ochenta en dos, rapiñando su recuerdo.
Day of the Dead: Bloodline (ídem, Hèctor Hernández Vicens, 2018) es la tercera película que se nutre de las mismas vísceras. Preceden sus pasos una secuela ilegítima de hechuras rayanas en lo amateur, El día de los muertos 2: Contagium (Day of the Dead 2: Contagium, Ana Clavell, James Dudelson, 2005); y un apático remake, Day of the Dead (ídem, Steve Miner, 2008). Como ambas, la presente encarnación viene empujada desde la oscuridad por James y Robert Dudelson, quienes han dedicado improbables esfuerzos a canibalizar este y otros esenciales de Romero desde que Richard P. Rubinstein, otrora productor y socio del cineasta, les trasfundiera los derechos. En las garras de este dúo descansan las licencias de Creepshow (ídem, 1982), de la que extraerían una secuela en 2009; y Los caballeros de la moto (Knightriders, 1981), cuyos planes para una continuación no llegaron a carburar.
Dará igual mientras se agarren a ellas. Royendo hasta el hueso, al menos podrán sorber el tuétano.
II. Drenando la imagen
El mallorquín Hèctor Hernández Vicens, que debutó en el largo con la maliciosa El cadáver de Anna Fritz (2015), vuelve a ejercer de tanatopráctico cinematográfico ejecutando tan séptico encargo, que se proclama «reimaginación» como tratando de anticiparse a las controversias por su estreno apenas cinco meses después del fallecimiento del maestro. Más adecuado sería definirla como re-evisceración, en tanto que extrae las tripas de la romeriana (la protagonista femenina, la localización, la confrontación entre poder militar y científico, el zombi superdesarrollado) para ensamblárselas y dar sustancia a una historia de relativa trascendencia. Que haya quedado inhumada en la fosa que acaba siendo el catálogo internacional de Netflix, sin apenas registro, constata su escasa mordida. Un defecto, por otro lado, inherente a quien nace consciente de su existencia espuria.
La bastardización del corpus de Romero ha dado pie a una genealogía cuando menos dispersa. Eso explica que desde su inicio esta producción de Millennium Films fusione diferentes antecedentes con los que no guarda consanguinidad. La primera secuencia pretende aproximarse, desde parámetros mucho más modestos, a las coordenadas del remake que Zack Snyder firmó de Zombi (Dawn of the Dead, 1978), primera secuela de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968). Una desorientada estudiante de medicina, Zoe (Sophie Skelton), deambula por las supuestas calles de una ciudad estadounidense (los asiduos a las producciones de Avi Lerner a buen seguro reconocerán los decorados búlgaros) y opera como guía de los horrores de una epidemia auspiciada por Anubis. Dentro de las evidentes limitaciones, la urgencia de las imágenes se aproxima más a la visión del apocalipsis que Sarah Polley contempla en los primeros latidos de El amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, Zack Snyder, 2004) que a la calma chicha que caracteriza a los sucesivos epígrafes en la cronología de Romero.
En el sujeto de estudio podemos detectar también marcas leves que cabría achacar a un excelente precedente literario, Autopsia zombi: Cuaderno secreto del apocalipsis del doctor Steven C. Schlozman. Como en la novela (que el anciano George intentaría adaptar infructuosamente antes de su incursión definitiva en el más allá), el texto encuentra a la heroína en un búnker, en busca de una vacuna contra el virus. Incluso dicta sus progresos (y por ende la narración) en forma de diario científico, a la manera de la microbióloga de tan estimulante lectura. Pero más allá de derivas e influencias (solo) formales, la naturaleza parasitaria que da origen a la producción se descubre en un chequeo superficial. Day of the Dead: Bloodline mimetiza el esquema argumental del paciente cero que es la obra madre, nutriéndose de ella pero apartando las partes más correosas. Pervive la enemistad entre ciencia y ejército, pero esta descansa no en perspectivas ideológicas ni en la gestión del terror, sino en el romance de la mujer con Baca (Marcus Vanco), hermano del teniente al cargo del campamento (Jeff Gum en un registro contrapuesto a la sobreexcitación de Josef Pilato). Lo emotivo releva a lo político como generador de motricidad dramática, y con ello se filtra el cariz subversivo de la original.
De ahí también que el motín de almas perdidas en el tercer acto quede huérfano de connotaciones: si en El día de los muertos, estos mismos se vengaban de los soldados que habían esparcido la enfermedad del totalitarismo, la carnicería en esta se torna indiscriminada, confusa y, en último término, intrascendente. Los hemoglobínicos salpicones digitales que se pulverizan a pantalla, emborronando el cuadro, se colocan en las antípodas de los primeros planos destinados a recrearse en las fealdades esculpidas en látex por Tom Savini. La muerte de los vivos no tiene impacto. No significa nada.
III. La toxina masculina
Ante la vacuidad de las personas, solo queda confiar en el zombi. Max, trasunto del formidable Bub de El día de los muertos al que presta musculatura un muy esforzado Johnathon Scaech, se compone de rasgos ciertamente grotescos al pasar al más acá, empezando por una exagerada mueca de su boca que nos avisa de su voracidad. No obstante, el peligro radica en su remanente humana. Porque Max se nos revela como un agresor sexual reincidente.
Su pulsión antropófaga antecede a su conversión en caminante. Así lo demuestra el prólogo, donde se nos presenta como un hombre deseoso por donar sus fluidos a la practicante, haciendo de la extracción de sangre un prolegómeno del coito donde expone su vigor (en este caso, mostrándole el nombre grabado a cuchillo en su antebrazo, indicando un juego de tenencia y pertenencia). Ambiciona poseer a Zoe y estará a punto de hacerlo por la fuerza, siendo ella irónicamente salvada por el estallido pandémico. Lejos de apaciguarse, el ardor se enfervoriza con el cambio de estado. Y, sin necesidad de mordiscar a ninguno de los tipos que gravitan en torno a la doctora, conseguirá contaminarlos cual venérea: será ella la cuestionada por el campamento, incluido su interés romántico, ante las acciones del acosador. El relato deformado que perfila el gul sentencia a la víctima como culpable en un sistema falocrático.
Esta reinterpretación de la masculinidad tóxica en forma de cepa aumenta la débil masa muscular de una criatura destinada, casi por necesidad, a quedar sepultada. El discurso se enuncia con tan escasa sutileza como la de los envites de sus monstruos (a estas alturas, la velocidad explosiva de las bestias se asume ya solo como una efectiva táctica asustaviejas), pero también inocula una cierta agresividad al filme. Frente a la regular prescripción de gore, que deja un insípido regusto a trámite, se antoja más jugoso el comportamiento depredador de Max, en tanto que el alcance de su perversión grada en la resurrección, mostrando nuevas caras de la cultura de la dominación. Sus impulsos no solo afectan a Zoe, sino a los supervivientes más débiles, los menores refugiados, a los que observa agazapado entre la maleza. Los resuellos del zombi ya no son solo reflejo de funciones vitales pasadas, sino la expectoración de su sexualidad aún latente en el rigor mortis. Esa insinuación de la pederastia contagia de suspense a la escena más firmemente desagradable de este Día de los muertos, una en la que Hernández Vicens juega a intercambiarnos el punto de vista de víctima y victimario con una pelota extraviada como excusa.
IV. Lo insaciable
Al final prima el estómago sobre el cerebro. La complacencia a la reflexión. Por eso George permaneció sus últimos años aguardando en un rincón, mesándose su coleta de eterno hippie, mirando a través de sus exageradas lentes cómo otros aprovechaban para chupar sus plasmas sacando réditos en los confines de la industria. Cuestión de militancia.
Cocinada casi como un exploit a la europea, en Day of the Dead: Bloodline se prima engullir a paladear, y por eso el producto que regurgita resulta ligero, fácilmente digerible, por más que lo condimente con tropezones más densos y picantes. Se mastica (a sí misma) rápido. Mientras, El día de los muertos sigue atragantándose, haciendo bola cada vez que repetimos. Su amargura nos retuerce las tripas y nos excita la bilis. Nos crispa y nos incita. Queremos más y repetimos. Con esta, podemos hacerlo. Se podrá ver el hueso, pero el alimento no se agota.
Si de algo sirve cada nuevo mordisco que le dan es para volver a ella. Para reafirmar por qué era la favorita de George A. Romero. La favorita de ellos, los que la canibalizan. Y la de nosotros, los que comulgamos de su desafección. No podemos culparnos por nuestros instintos.