Daydreams (L’indomptée)
El arte como acto de representar Por Yago Paris
Cuando el cine es tratado como arte, una de las aproximaciones más habituales es aquella que lo trata como una pulsión que nace del subconsciente. Suele tratarse de propuestas que se alejan parcial o totalmente de la lógica espaciotemporal o de las leyes de la física, en favor de una narración que plasme con mayor detalle las ideas que rondan la mente de la persona responsable. Algo así ocurre con Daydreams (L’indomptée), primer largometraje de Caroline Deruas-Garrel, que también coescribe el guion. Su premisa es muy sencilla: se oferta una estancia de un año en la italiana villa Medici para prometedores artistas franceses, y sus dos protagonistas son admitidas. A partir de ahí, se teje una trama que aborda dicha experiencia. Una historia de arte que habla sobre arte y dialoga con los modos de representación de lo real y lo imaginario, del subconsciente fagocitador de la existencia y de las difusas barreras entre el arte que el artista crea y su pertenencia o no a dicho arte. ¿Es el arte esclavo del artista, o es el artista el que acaba absorbido por su obra?
La complejidad de los conceptos tratados contrasta con la ligereza de la narración. La directora suspende la historia en un tiempo muerto que es a la vez físico y existencial. A la vez que las protagonistas entran en esta antigua villa, anclada en el tiempo, el público penetra en un mundo igual de estático, en el que no existe la sensación de paso del tiempo. Todos los días parecen el mismo, mientras la evolución del arte encuentra su espacio, sin trabas del día a día, para desplegarse en su esencia. Una de las protagonistas es una prometedora escritora que ha vivido siempre a la sombra de su exitoso marido; la otra es una fotógrafa libre, carente de cualquier convención social, de esencia bohemia y espíritu libre hasta lo egoísta. Ambas comparten espacio desde la primera escena, y, si bien cada una de sus tramas avanza por separado, entre las dos se teje una tensión que va de la afinidad espiritual a cierta pulsión sexual, mínima pero palpable. Sin que nada de esto sea burdo, evidente, ambas se necesitan entre sí para desarrollar sus diferentes propuestas artísticas, a pesar de que esta relación acabe siendo inevitablemente tóxica, insalvable.
La puesta en escena es tan ligera como la sensación de no-paso del tiempo. No hay una construcción del plano detallada ni un juego formal con los planos y los movimientos de cámara. Sin embargo, en ella existe la pulsión de crear algo auténtico. Una comparación que explicitaría estas sensaciones es la que se establece entre esta película y el cine de François Ozon, del que muchas veces se ha dicho que no sabe rodar, aunque este argumento realmente esté basado en una concepción clasista de cómo construir un plano. Es cierto que la directora no muestra un gran interés en estos aspectos, pero esto no convierte a la cinta en menor o menos trabajada; en cambio, es esta libertad la que permite que la obra alcance tales máximos. Al usar este modelo de realización, Caroline Deruas sabe que le va a salir una película imperfecta. Esta idea puede dar vértigo, y es una muestra de valentía seguir por este camino. Lo que en algunos casos supone descuido, desinterés, en este caso atiende a una manera muy concreta de crear arte, ese que trata de plasmar la esencia de sus múltiples y complejos conceptos. La autora descuida el acabado formal en favor de cargar de personalidad al relato, que en este caso navega entre lo consciente y lo subconsciente, entre el arte, la representación y la función del artista dentro de esta construcción.
Todos estos conceptos se explicitan en el personaje de la fotógrafa, Axèle. Jenna Thiam se hace dueña de esta personalidad y plasma, con su mirada desafiante y sus ojos de profundidad infinita, el lado más oscuro del arte. Ella es una artista de las que aparece en su propia obra. Crea autorretratos en los que ella es el centro, incluso cuando comparte la instantánea con otro personaje u objeto. El ego de la artista se ve satisfecho en cada una de sus tomas, en lo que supone una idea de arte como representación externa –el físico– e interna –los intereses, las inquietudes, el tipo de arte– de quien lo crea. Pero, y esta es la idea más estimulante del relato, Axèle acaba fagocitada por su propia obra, o, mejor dicho, por el arte en sí. Cada vez más desaparecida de su propia obra, la mujer acaba presa de la representación artística y, como si de un fantasma se tratara, se convierte en un objeto más a retratar, una leyenda sobre la que hablar, un personaje más con el que otros artistas se inspirarán. No es nada casual el plano en el que, en una suntuosa habitación de época, esta mujer aparece desnuda, tumbada en una cama y con una sábana que apenas le tapa el vientre; el personaje se convierte en un modelo pictórico clásico, que tantas veces ha sido representado por otros artistas. La artista se convierte en icono, la artista se convierte en el arte.
Toda esta sensación de ligereza sería un fracaso si el tono del relato no se manejara con soltura. En este aspecto, otro vaso comunicante nace entre el cine de Caroline Deruas y François Ozon, pues este último basa sus relatos en la voluntaria indefinición de sus historias, en esa capacidad que tiene para que nada esté claro, para que todo tenga su matiz contrapuesto. Daydreams (L’indomptée) no sólo es una historia compleja –que no complicada, pues la premisa no podría ser más sencilla–, sino que está tratada con mucho tacto, de tal manera que los golpes de comedia funcionen con éxito dentro de un mar de densidad conceptual. Nada es simple en esta película; en todo caso, es sencillo. La exposición de las ideas luce por lo directas y efectivas que son, sin por ello perder capas de matices. Como si la directora no se tomara demasiado en serio lo que tiene que contar, consigue que su propio ego –pues ella misma es una creadora más– no la fagocite a ella ni a su obra, por lo que su capacidad para plasmar las contradicciones y controversias de la creación artística triunfe por encima de las ansias de reivindicación autoral. Caroline Deruas no tiene problemas para ponerse al servicio de la obra, y es así cómo un film tan complejo e imperfecto como Daydreams (L’indomptée) consigue ser, a su vez, sublime, estimulante y personal.