De jueves a domingo
Metamorfosis en la carretera Por Jose Cabello
De vez en cuando el cine abandona a su frecuente protagonista: hombre blanco, estatura media, comprendido entre los treinta y cincuenta y pocos años; y cuando lo hace yo me crezco, me derrito, me ilusiono y convulsiono, porque los enfoques diferentes de realidades cotidianas forman parte de mi obsesión cinéfila, filias, y a veces fobias, que definen tu estilo, tu proceder y tu manera de abordar el cine, aquellas que marcan tu actitud a la hora de escribir sobre un film. En mi caso, lo sobrio, lo duro, el punto de desarraigo y el devenir constante de personajes inmersos en ningún lugar izan parte de la idiosincrasia de mi yo cinéfilo. Quizás mi constante obsesiva por el drama sin condescendencia con el público, -sin olvidar que huyo del drama por el drama, ese infectado de aspavientos que no conduce a nada salvo a intentar acariciar la fibra sensible del sentado en la butaca- sea fruto del resultado de mi praxis de vida. Quizás el hacer frente a los obstáculos diarios, o algunos pedruscos que han intentado redirigir mi camino, han forjado los motivos fundamentales de mi necesidad intrínseca de bucear en este tipo de films. No es que me regocije en lo oscuro de estas propuestas, no me entendáis mal, es que considero estas cintas como las entrañas más reflexivas del cine, aquéllas que a pesar de arriesgar al dar la espalda al estilo narrativo convencional, y puede que precisamente por eso, son capaces de llegar a nuestras realidades más cotidianas. Porque la vida no es un reflejo del cine, sino el cine de la vida. Aunque en mi caso ya no sepa distinguir la línea divisoria entre ambas parcelas. Y no hay realidad más insólita que la tuya misma, aquélla que no sigue patrones ni cánones, aquélla que de repente sucede, sea tragedia o alegría, acontecimiento que no obedece a nada, fortuito pero demoledor.
Dicen que el estudio de la infancia explica muchos de los posibles traumas en la edad adulta. La verdad, lo desconozco, no soy muy fan del psicoanálisis, sino del aquí y ahora. Mi infancia fue normal, pero por algún motivo, supongo que nostálgico, tengo un especial cariño a las películas que nos retratan en esta fase de la vida, el periodo en el que somos vulnerables, maleables y estamos expuestos, sin saberlo, a un gran riesgo de contaminación externa ya que como una esponja absorbemos todo lo que existe a nuestro alrededor. Me fascina cómo catalizamos lo bueno y lo malo, cómo echamos en nuestra mochila lo que serán provisiones para el futuro.
Bestias del sur salvaje (Beasts of the Southern Wild, 2012), Lore (Lore, 2012), Tomboy (Tomboy, 2011), Kauwboy (Kauwboy, 2012), Mamá está en la peluquería (Maman est chez le coiffeur, 2008), El último verano de la Boyita (El último verano de la Boyita, 2009), La bicicleta verde (Wadja, 2012), Moonrise Kingdom (Moonrise Kingdom, 2012), Promises (Promises, 2001), Pa Negre (Pa negre, 2010), Héroes (Herois, 2010), Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 2009) o Todo lo que tú quieras (2010). Una pequeña selección, dentro del cine más actual, que forman los retales de mi manía más personal, la que indaga sobre la infancia en muchas vertientes diferentes. Un retal que completa De jueves a domingo.
Y es que lo más llamativo en De jueves a domingo es la manera en la que está rodada, como previo filtro de los ojos de nuestra protagonista. La chilena Dominga Sotomayor decide grabar centrando los planos a la altura de los niños, obviando las cabezas de los adultos que, directamente, en más de una ocasión, quedarán cortadas o fuera de plano, o dificultándonos, al estar en la parte de atrás del coche junto a la niña, las conversaciones entre los padres, que quedan registradas como murmullos ininteligibles. De esta manera quedamos en un abismo de confusión, no sabemos muy bien qué está ocurriendo pues los acontecimientos y las actitudes de los padres denotan un halo extraño.
El eje central de la historia que vamos a descubrir, prácticamente todo sucede en el interior de un coche, es Lucía, una niña que hará suya la narración de De jueves a domingo para trasladarnos la incomprensión que sufre por estar a caballo entre el mundo adulto, al que aún no pertenece, y el infante, el que está abandonado. Un peculiar road movie familiar que Lucía vive en forma de vacaciones recorriendo el estrecho país de Chile de punta a punta. Sin caravana, con un coche igual de destartalado que Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2006), pero lejos de su comicidad pues aquí el viaje marcará un punto de inflexión en sus vidas. La película capta planos de brutal hiperrealismo, como si de un cuadro de William Harnett se tratase. Pero de nuevo, un componente ajeno a la trama, el distinto paisaje por el que circulan, nos hará dilucidar la verdadera intención de la directora.
Dominga Sotomayor, al igual que Javier Rebollo en El muerto y ser feliz (2012), utiliza la naturaleza como herramienta para hacer avanzar la historia. Ambos proyectos nos escenifican la huída hacia adelante de unos personajes que no miran atrás sino que preparan su adaptación a las consecuencias derivadas del viaje. Y así, desde el paraje verde rebosante de vida donde la familia de Lucía para por vez primera, hasta el último escenario, el desierto de Atacama, repleto de roca caliza áspera, dura y fría, se traza un esbozo de la peregrinación al no lugar. Nos preguntaremos en más de una ocasión sobre el destino de este viaje, pero la verdad es que, más que un viaje, es un deambular de los personajes, un paseo como excusa. La paleta de colores de De jueves a domingo es un código más de su lenguaje, usando el celeste como inocencia, ingenuidad y espíritu aventurero; o el bermellón para el desconcierto, la tensión de los padres y la inquietud de Lucía, también potenciada con la ausencia de música en todo momento.
La última conversación de la que somos testigos tiene lugar en el desierto y, en esta ocasión, al igual que Lucía, sí percibimos al cien por cien su mensaje. Y entonces todos los personajes, salvo ella, parecen ser tragados por la Tierra, desaparecen mientras ella sufre un proceso de reflexión en el que digiere lo crudo de la situación. En la última escena, como si saliese de un zulo en el cual lleva años viviendo, Lucía es fulminada por una molesta luz blanca que, también a nosotros como a ella, nos obliga a apartar la mirada de aquello que no era tan idílico como nos parecía.